Apuré mi bebida y observé a la chica del escenario. Era guapa, pero todas los son, el trabajo lo exige. Su cuerpo, perfecto, pequeño y ágil, era tan dulce que casi te morías de ganas de poner la mano sobre aquella maravillosa piel, brillante de sudor. Te morías de ganas, ésa es la verdad. Para eso estaban las chicas allí, para eso estabas tú, para eso estaba Chiri y su caja registradora. Comprabas bebidas a las chicas, contemplabas sus cuerpos perfectos, y pretendías gustarles. Y también ellas trataban de gustarte. En el momento en que dejabas de gastar dinero, se levantaban e intentaban agradar a otro.
No podía recordar cuál había dicho Chiri que era el nombre de aquella chica. Desde luego, tenía mucho camino andado: sus mejillas habían sido pronunciadas con silicona, su nariz enderezada y reducida, y su cuadrada mandíbula favorecida con un atractivo hoyuelo; injertos de senos de gran tamaño, silicona para redondear el culo… ; todo ello dejaba rastros reveladores. Ningún cliente lo notaría, pero, en los últimos diez años, he visto un montón de mujeres en un montón de escenarios. Todas parecen la misma.
Chiri volvió de servir a unos clientes lejos de la barra. Nos miramos.
—¿Busca dinero para que le hagan un trabajo en el cerebro? —pregunté.
—Sólo quiere daddies, creo —dijo Chiri—. Eso es todo.
—Se ha gastado mucho dinero en ese cuerpo, ¿crees que ha dado muchas vueltas?
—Es más joven de lo que aparenta, cielo. Vuelve dentro de seis meses y tendrá su moddy conectado. Dale tiempo y te mostrará la personalidad que más te guste; de putón, de trágica palomita deshonrada, o de algo intermedio.
Chiri tenía razón. Era toda una novedad que alguien trabajase en aquel club utilizando su propio cerebro. Me preguntaba si la nueva tendría aguante para seguir allí, o si el empleo la devolvería al lugar de donde había venido, satisfecha con su cuerpo transformado y con su, en parte, modificada mente. Una barra de moddies y daddies era un sitio duro para hacer dinero. Podías tener el cuerpo más despampanante del mundo, pero si los clientes estaban colgados y ponían más atención en su propia diversión intracraneal, lo mejor que podías hacer era volver a casa.
Una voz tranquila e imperturbable me habló al oído:
—¿Marîd Audran?
Me volví despacio y miré a aquel hombre. Supuse que se trataba de Bogatyrev. Un tipo pequeño, calvo, con un audífono y sin modificación alguna. Al menos, ninguna visible. Eso no significaba que no estuviera cargado con un módulo y potenciadores que yo no podía ver. Me he topado con unos pocos así a lo largo de los años. Son los más peligrosos.
—Sí —respondí—. ¿El señor Bogatyrev?
—Encantado de conocerle.
—Lo mismo digo. Tendrá que pagar una consumición o la chica de la barra empezará a calentar su gran olla de hierro.
Chiri nos ofreció aquella mirada caníbal.
—Lo siento —se excusó Bogatyrev—, no bebo alcohol.
—Está bien —respondí, y me dirigí a Chiri—: Ponle uno de éstos—pedí, levantando mi copa.
—Pero… —se quejó Bogatyrev.
—De acuerdo —dije —. Es para mí, yo la pagaré. Era cortesía por mi parte. Me la beberé también.
Bogatyrev asintió, sin expresión. Inescrutable, ¿saben? Se supone que los orientales se llevan la palma, aunque estos tipos de la Rusia Reconstruida tampoco lo hacen mal. Lo practican. Chiri preparó la bebida y se la pagué. Entonces, seguí al hombrecillo hasta una mesa del fondo. Bogatyrev no miraba ni a izquierda ni a derecha, ni prestó un instante de su atención a las mujeres semidesnudas. He conocido a varios como éste.
A Chiri le gustaba tener el club en penumbra. Las chicas tienden a mejorar con la oscuridad. Parecen menos voraces, menos depredadoras. Las sombras suaves las visten de misterio. Al menos, eso es lo que un turista debía pensar. Chiri apagaba las luces cualesquiera que fuesen las transacciones que tuvieran lugar en las garitas o en las mesas. Las potentes luces del escenario apenas atravesaban la penumbra. Se podía ver los rostros de los clientes de la barra, mientras observaban, soñaban o alucinaban. El resto del club permanecía en la oscuridad, e indiferencia-do. Me gustaba ese estilo.
Terminé mi primera bebida y retiré el vaso a un lado. Rodeé el segundo con la mano.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Bogatyrev?—¿Por qué me ha pedido que nos encontremos aquí? Me encogí de hombros.
—Este mes no tengo oficina —dije—, y estas personas son mis amigos. Yo velo por ellos y ellos velan por mí. Es un esfuerzo recíproco.
—¿Cree que necesita esa protección?
Estaba poniéndome a prueba, y he de decir que todavía no la había superado. No del todo. Se mostraba muy educado. También lo practican.
—No, no es eso.
—¿No tiene un arma? Sonreí.
—Yo no llevo armas, señor Bogatyrev. Por lo general, no. Nunca me he encontrado en situación de necesitarlas. Si el otro tipo tiene una, hago lo que me dice; si no la tiene, le obligo a hacer lo que yo digo.
—Pero, tal vez, si tuviera un arma y la mostrase primero, evitaría riesgos innecesarios.
—Y ahorraría un tiempo valioso. Mire, tengo mucho tiempo, señor Bogatyrev, y es «mi» pellejo lo que arriesgo. Todos necesitamos una descarga de adrenalina de vez en cuando. Aquí, en el Budayén, nos regimos por una especie de código de honor. Ellos saben que voy desarmado, yo sé que también ellos. Nadie que rompa las reglas vuelve a repetirlo. Somos como una gran familia feliz.
No sabía cuánto se estaba tragando Bogatyrev, tampoco me importaba. Yo exageraba un poco, y, mientras, trataba de hacerme una idea del carácter del tipo.
Su expresión se volvió un poco amarga. Creo que comenzaba a pensar en olvidar el asunto. Hay muchos guardaespaldas privados en las listas de los mensajes comerciales por cable. Tipos grandes y fuertes, armados hasta los dientes, para tranquilizar a personas como Bogatyrev. Agentes con brillantes armas bajo sus chaquetas, lujosos y cómodos trajes en vecindarios más atractivos, secretarias y terminales de ordenador conectados a todas las bases de datos del mundo conocido y fotografías enmarcadas de ellos estrechando la mano de gente que crees reconocer. Ése no era yo. Lo siento.
Evité a Bogatyrev la molestia de continuar con su prueba.
—Se estará preguntando por qué el teniente Okking me ha recomendado a mí, en lugar de a alguien de los gremios de la ciudad.
Bogatyrev ni siquiera parpadeó.
—Sí —admitió.
—El teniente Okking es parte de la familia —dije—. Él hace los negocios a mi manera y yo los hago a la suya. Mire, si acude a uno de esos agentes cromados, le harán lo que usted necesita, pero su tarifa le costará cinco veces más que la mía; le llevará más tiempo, se lo garantizo, y esos tipos rápidos tienen tendencia a formar gran estruendo con su equipo caro y armas que llaman la atención. Yo realizo el trabajo con mucho más silencio. Es menos probable que sus intereses, sean los que fueren, terminen decorados con fuego de láser.
—Ya veo. Ahora que el tema del pago ha sido mencionado, ¿puedo preguntarle cuál es su tarifa?
—Depende de lo que me encargue. Yo no hago cierto tipo de trabajos. Llámelo excusa. Pero aunque no acepte el caso, puedo indicarle a alguien competente que lo haga. ¿Por qué no empieza desde el principio?
—Quiero que encuentre a mi hijo.
Aguardé, pero Bogatyrev parecía no tener nada más que decir.
—Muy bien —dije.
—Necesitará una foto suya —afirmó más que preguntó.
—Por supuesto. Y toda la información que pueda ofrecerme: cuánto hace que desapareció, cuándo le vio por última vez, qué se dijeron, cree que se escapó o que fue obligado… Ésta es una gran ciudad, señor Bogatyrev, y resulta sumamente fácil hacer un agujero y ocultarse en él si se quiere. He de saber dónde empezar a buscar.