—Ahí va tu paga —dijo, haciéndose el simpático—: Bogatyrev era una especie de intermediario político del rey Vyacheslav de Bielorrusia y el de Ucrania. El hijo de Bogatyrev se había convertido en un estorbo para la legación bielorrusa. Todas las pequeñas Rusias se matan a trabajar para ganar credibilidad y el muchacho Bogatyrev salía de un escándalo para meterse en otro. Su padre debió dejarle en casa y los dos estarían vivos aún.
—Es posible. ¿Cómo murió el chico?
Okking hizo una pausa. Es probable que hubiera llamado al archivo por su pantalla para asegurarse.
—Todo lo que dice es que murió en un accidente de tráfico. Giró en lugar prohibido y fue embestido por un camión. El otro conductor no fue acusado. El chico no llevaba identificación. Conducía un vehículo robado. Su cuerpo estuvo en el depósito de cadáveres durante un año, pero nadie le reclamó. Después…
—Después, fue vendido como desperdicios.
—Supongo que te sientes implicado en este caso, Marîd, pero no lo estás. Encontrar a ese maníaco de James Bond es competencia de la policía.
—Sí, lo sé.
Hice una mueca; sentí gusto a sarro en la boca. —Te mantendré al corriente —dijo Okking—. Quizá tenga algún trabajo para ti.
Si agarro primero al moddy, le empaqueto y te lo envío a tu oficina.
Seguro, chaval.
Cuando Okking colgó el teléfono, se oyó un agudo clic.
Somos una gran familia feliz.
«Sí, tienes razón», dije para mí.
Recosté la cabeza en la almohada, aunque sabía que no volvería a coger el sueño. Miraba la pintura resquebrajada del techo, con la esperanza de que otra semana transcurriera sin que se desplomara sobre mí.
—¿Quién era? ¿Okking? —murmuró Yasmin.
Todavía estaba de espaldas, acurrucada y con las manos entre sus rodillas.
—¡Ea, ea! Vuelve a dormirte.
Al instante se había quedado roque. Permanecí embobado un buen rato en espera de que los trifets me hicieran efecto antes de rendirme y ponerme enfermo. Rodé por el colchón y me levanté. Al hacerlo, sentí un martilleo en las sienes. Después del golpe amistoso de Okking la noche anterior, fui a la «Calle» de copas, de un club a otro. En algún momento del recorrido, debí tropezar con Yasmin, porque la tenía a mi lado. Era la prueba irrefutable.
Me arrastré al baño y estuve bajo la ducha hasta que el agua caliente se terminó. Las drogas no me habían subido todavía. Me sequé con la toalla y, mientras, dudaba si tomar otro triángulo azul o pasar de todo y volver a la cama. Me miré al espejo. Estaba horrible, pero siempre me veo así ante el espejo. Me consolé pensando que mi auténtico rostro es más bien parecido. Me lavé los dientes para acabar con el espantoso gusto de la boca. Empecé a peinarme, pero suponía demasiado esfuerzo, así que volví a la otra habitación y saqué una camisa limpia y los téjanos.
Tardé diez minutos en encontrar las botas. Por alguna extraña razón, las encontré debajo de las ropas de Yasmin. Por fin estaba vestido. Si las malditas «píldoras» hicieran su parte, podría enfrentarme al mundo. Ni me hables de comer. Ya comí hace dos días.
Dejé una nota a Yasmin con el encargo de que cerrara la puerta al salir. Ella era una de las pocas personas a las que yo podía dejar sola en mi apartamento. Siempre lo hemos pasado bien juntos y creo que, en cierta frágil e inefable manera, cuidamos el uno del otro. Temíamos exigirnos demasiado, ponernos a prueba, pero los dos sabíamos que algo existía. Creo que era porque Yasmin no había nacido mujer. Tal vez, pasar parte de tu vida de un sexo y el resto de otro afecte tus percepciones. Por supuesto, yo conocía a muchos que habían cambiado de sexo y a quienes no soportaba. No se puede generalizar. Ni siquiera por amabilidad.
Yasmin había sido modificada por completo interior y exteriormente, cuerpo y mente. Tenía uno de esos cuerpos perfectos, de los que se eligen en un catálogo. Te sientas con el tío de la clínica y te muestra el libro. Le dices: «¿Cuánto estas tetas?», y él te da el precio, y tú le preguntas: «¿Y esta cintura?», y él te presenta un presupuesto por romper tus huesos pélvicos y recomponerlos; además, hace desaparecer tu nuez y realza tus rasgos faciales, tu culo y tus piernas. A veces, incluso puedes elegir un nuevo color de ojos. Te arreglan el vello y la barba; se trata de una cuestión de drogas y de un mágico proceso clínico. Acabas con una personalidad reconstruida, igual que un viejo coche de gasolina restaurado.
Miré a Yasmin al otro lado de la habitación. Creo que su más preciado bien era el largo y lacio cabello negro, y había nacido con él. Lo tenía desde el principio. No había mucho más que perteneciera al equipo original —incluso su personalidad, cuando estaba conectada—; pero, en conjunto, era bonita y se lo hacía muy bien. Creo que siempre hay algo que delata un cambio de sexo. Las manos y los pies, por ejemplo, las clínicas no quieren tocarlos, hay demasiados huesos de por medio. Los transexuales femeninos siempre tienen grandes los pies; son pies de hombre. Y, por algún motivo, su voz es algo nasal. Yo lo noto en seguida, aunque nada lo revele.
Creo que soy un experto en entender a la gente. Pero ¿qué digo? Por eso estaba siempre en la cuerda floja y daba el golpe de gracia a quien se sentía derrotado.
Ya en el recibidor, los trifets florecieron por fin. Fue como si, de repente, el mundo entero diese un profundo respiro, y se expandiera como un globo. Me agarré al pasamanos para mantener el equilibrio y bajé la escalera. No sabía, con exactitud, lo que iba a hacer, pero empezaba a ser hora de conseguir algún dinero. El alquiler se me echaba encima y no quería acudir al «Hombre» para pedirle un préstamo. Metí las manos en los bolsillos y noté los billetes. Claro. El ruso me había dado tres de los grandes la noche anterior. Saqué el dinero y lo conté. Me quedaban unos dos mil ochocientos kiam. Yasmin y yo debimos de darnos una fiesta salvaje con los otros doscientos. Me hubiera gustado recordarla.
Cuando salí a la acera, el sol casi me cegó. No funciono muy bien durante el día. Hice visera con mi mano y miré a uno y a otro lado de la calle. Nadie. El Budayén se oculta de la luz del día. Me dirigí hacia la «Calle» con la vaga idea de hacer algunos recados. Ahora que tenía dinero, podía permitírmelos. Sonreí; las drogas me reanimaron y los dos mil ochocientos kiam lograron el resto. Con ellos tenía pagados el alquiler y todos mis gastos durante los tres meses siguientes. Era el momento de reponer existencias: rellenar la caja de píldoras, darme el lujo de unas cuantas cápsulas y tabletas, pagar un par de deudas y comprar un poco de comida. El resto iría al banco. Tengo tendencia a patearme el dinero si lo llevo demasiado tiempo en el bolsillo. Ahorrarlo es mejor, convertirlo en crédito electrónico. No me permito el uso de una tarjeta de crédito por si me arruino cualquier noche en la que esté demasiado cargado para saber lo que hago. Pago en metálico o no compro. Así no desperdicias bytes, no, sin una tarjeta.
Al llegar a la «Calle», me encaminé hacia la puerta Este. A medida que me aproximaba a la muralla, veía más y más gente: vecinos que paseaban por la ciudad como yo, turistas que entraban en el Budayén en la hora de descanso. Los forasteros no sabían lo que hacían. También a pleno día podían meterse en terribles líos.
Una pequeña barricada se levantaba en la esquina de la calle Cuarta, allí donde estaba en obras. Me apoyé contra los postes para oír las conversaciones de una pareja de busconas esforzándose en el comercio temprano, o quizá todavía era la noche pasada para ellas si no habían hecho suficiente dinero como para irse a casa. Había oído esos asuntos miles de veces, pero James Bond me hizo meditar sobre los moddies, de modo que esas negociaciones cobraban un nuevo significado.
—Hola —dijo el tío bajito y delgado.
Vestía un traje de corte europeo y hablaba el árabe como quien ha estudiado el idioma tres meses en una escuela donde nadie, profesor o alumno, ha estado jamás ni a ocho mil kilómetros de una palmera.