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La tía le sacaba casi medio metro, aunque algo lo debía a unas botas negras de tacón de aguja. Tal vez no fuera una mujer de verdad, sino un transexual o un travestido preoperado, pero el hombrecillo no lo sabía, o no le importaba. Ella era impresionante. Las busconas del Budayén necesitan ser impresionantes, sólo para hacerse notar. No tenemos demasiadas mujercitas de su casa, sencillas y dóciles, que vivían en la «Calle». Llevaba una especie de vestido negro, con volantes en la corta falda, sin espalda ni mangas, lo que permitía gran visibilidad por delante, ceñido a la cintura mediante una gruesa cadena de plata con un rosario católico colgando de ella. Iba muy maquillada, de púrpura y rosa, y lucía una hermosa cabellera rojiza, arteramente dispuesta para que enmarcase su rostro, que desafiaba a todas las leyes conocidas de las ciencias naturales.

—¿Quieres alucinar? —preguntó.

Cuando abrió la boca, percibí la voz de quien tiene todavía un buen montón de cromosomas masculinos en cada una de las células de su restaurado cuerpo, fuera lo que fuese que hubiera debajo de aquella falda.

—Quizá —dijo el tipo, cauteloso.

—¿Buscas algo en especial?

El hombre se humedeció los labios con nerviosismo.

—Esperaba encontrar a Ashla.

—Oh, nene, lo siento. Labios, caderas o huellas dactilares. Yo no tengo el de Ashla. —Aguardó un instante y escupió—. Habla con aquella chica, creo que tiene a Ashla.

Había señalado a una nueva que conocía. El pavo dio las gracias y cruzó la calle. Por casualidad, vi los primeros ojos de puta.

—Jodido tío —dijo entre risas, y volvió a mirar la calle en busca de dinero para la comida.

Dos minutos más tarde, otro hombre llegó y mantuvieron la misma conversación.

—¿Buscas a alguien en especial?

El tipo era algo más alto que el primero y bastante más fuerte.

—¿Brigitte? —dijo, como si se disculpara.

Ella hurgó en su bolso de vinilo negro y sacó una ristra de moddies de plástico. Un moddy es mucho más grande que un daddy, que suele ir conectado precisamente a un enchufe al lado del moddy que empleas, o en el enchufe central del cráneo si no estás preparado para los moddies, o si te gusta ser tú mismo. La chica cogió un moddy de plástico rosa y guardó el resto en su bolso.

—Aquí está, la mujer de tu vida. Brigitte, es muy popular, tiene mucha clase. Te costará más.

—Lo sé —repuso el pavo—. ¿Cuánto?

—Dímelo tú —contestó ella, con el pensamiento de que podía ser un policía que fuera de tanteo.

Estas cosas sucedían por allí todavía, donde las autoridades religiosas se quedaban sin infieles a los que perseguir.

—¿Cuánto quieres gastar?

—¿Cincuenta?

—¿Por Brigitte, tío?

—¿Cien?

—Y quince por la habitación. Ven conmigo, cielo.

Se alejaron por la calle Cuarta. ¿No es magnífico el amor?

Yo sabía quién era Ashla y quién Brigitte, pero me preguntaba quiénes serían el resto de los moddies de la serie. Creo que no merecía la pena desperdiciar cien kiam por saberlo. Más quince por la habitación. De modo que esa buscona de cabello castaño se iría con su corazoncito, se autoconectaría Brigitte y se convertiría en Brigitte. Eso era todo lo que el tipo recordaría de su ser, y así ocurriría siempre, fuera quien fuese la persona que usara el moddy Brigitte, mujer, travesti o transexual.

Atravesé la puerta Este. Me hallaba a medio camino del banco cuando, de repente, me detuve ante una joyería. Algo rondaba por mi mente. Una idea trataba de aflorar a mi consciencia. Era un sentimiento incómodo y molesto, y parecía no haber modo de evitarlo. Quizá sólo se trataba de los trifets que había tomado. Cuando estoy tan eufórico, puedo preocuparme por pensamientos sin importancia. Pero no, era más que un simple efecto de las drogas. Había algo acerca del asesinato de Bogatyrev o la conversación telefónica que yo había mantenido con Okking. Algo andaba mal.

Medité sobre todo lo que podía recordar del asunto. Nada raro destacaba en mi memoria. Noté que el consejo de Okking había sido un poco brusco, pero esa rudeza era habitual en un policía: «Mira, esto es competencia de la policía, no necesitamos que metas las narices, anoche tenías un trabajo pero se desintegró ante tu rostro, así que muchas gracias». Había oído lo mismo de Okking cientos de veces. ¿Por qué hoy me sentía tan inseguro?

Sacudí la cabeza. Si había algo, ya saldría. Lo archivé en el fondo de mi mente, allí se cocería hasta evaporarse o materializarse en un hecho frío y sólido que podría utilizar. Entretanto, no quería preocuparme. Deseaba disfrutar de la calidez, la fuerza y la confianza que las drogas me proporcionaban. Había pagado por ellas cuando estaba hecho polvo, por eso quería sacarle partido a mi dinero.

Diez minutos más tarde, mientras me dirigía al cajero automático del banco, mi teléfono volvió a sonar. Lo descolgué de mi cinturón.

—¿Sí? —dije.

—¿Marîd? Soy Nikki.

Nikki era una loca transexual que trabajaba como puta para uno de los chacales de Friedlander Bey. Un año antes fuimos amigos, pero era todo un problema. Cuando estabas con ella, tenías que llevar su ritmo de pastillas y bebidas; una copa de más, y Nikki se volvía agresiva e incoherente. Cada salida acababa en bronca. Antes de sus modificaciones, Nikki había sido un hombre alto y musculoso, más fuerte que yo, creo. Incluso después del cambio de sexo, resultaba imposible de dominar en una pelea. El intento de separarla de quien ella imaginaba que le había insultado era algo terrible. Calmarla y llevarla a casa, sana y salva, te dejaba agotado. Finalmente, decidí que me gustaba cuando era ella misma, pero que el resto no valía la pena. La veía de vez en cuando, nos saludábamos y nos hacíamos confidencias, pero no quería exponerme a ninguna de sus borracheras, llantos y problemas sin sentido.

—Dime, Nikki, ¿estás ocupada?

—Marîd, cariño, ¿puedo verte hoy? Necesito que me hagas un favor.

«Ya está liada», pensé.

—Sí, creo que sí. ¿Qué ocurre?

Hubo un corto silencio mientras pensaba cómo decírmelo.

—Ya no quiero trabajar para Abdulay.

Así se llamaba el ayudante de Friedlander. Abdulay tenía una docena de chicas y chicos conectados por todo el Budayén.

—Eso es fácil —dije.

Había hecho ese tipo de trabajo muchas veces, y me había sacado algunos kiam adicionales de aquí y allá. Yo tenía buenas relaciones con Friedlander Bey, en privado le llamaba «Papa». Era dueño de casi todo el Budayén y tenía el resto de la ciudad en su bolsillo. Yo siempre mantengo mi palabra, lo cual suponía una valiosa recomendación para alguien como Bey. «Papa» era un anciano. Se rumoreaba que debía contar unos doscientos años de edad, y, ahora como entonces, me lo creo. Tenía una noción anticuada del honor, los negocios y la lealtad. Dispensaba favores y castigos con una arcana idea de Dios. Poseía muchos de los clubs, prostíbulos y restaurantes del Budayén, pero no desalentaba a la competencia. Todo iba bien si algún independiente quería trabajar en el mismo lado de la calle. «Papa» actuaba a sabiendas de que no te molestaría si tú no le molestabas. Sin embargo, ofrecía toda clase de atractivos alicientes. Después de todo, un puñado de agentes autónomos acabaron trabajando para él porque por ellos mismos no conseguían esos pingües beneficios. No es que tuviera contactos, él era el contacto.

En el Budayén había un lema: «Los negocios son los negocios». Nada de lo que perjudicaba a los agentes autónomos podía perjudicar a Friedlander Bey. Había suficiente para todos. Otra cosa hubiera ocurrido de ser «Papa» un tipo avaricioso. Un día me contó que en una época fue así; pero después de ciento cincuenta o ciento sesenta años, ya no tienes necesidades. Fue lo más triste que me habían dicho en mi vida.