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—No tengo nada más que contarte —dijo.

—Si sabes algo, o si necesito ponerme en contacto contigo…

—Estaré aquí —repuso con voz apagada—. Inshallah.

Me levanté y salí de la oficina. Fue como escapar de la cárcel.

Fuera de la comisaría, descolgué mi teléfono y hablé mientras caminaba. Llamé al hospital y pregunté por el doctor Yeniknani. —Hola, señor Audran —dijo su voz grave.

—Quería interesarme por la anciana, Laila.

—Para serle franco, todavía es pronto para hablar. Puede recuperarse con el paso del tiempo, pero no parece probable. Es anciana y está débil. Le he dado un sedante y la tengo bajo constante observación. Temo que entre en coma irreversible. Aunque eso no suceda, hay una probabilidad muy elevada de que jamás recobre sus facultades inteligentes. Nunca será capaz de valerse por sí misma o de realizar las tareas más simples.

Solté un bufido. Me sentía culpable.

—Son los designios de Alá —dije con torpeza.

—Alabado sea Alá.

—Pediré a Friedlander Bey que corra con los gastos médicos. Lo ocurrido es el resultado de mis investigaciones.

—Lo comprendo —dijo el doctor Yeniknani—. No hay necesidad de hablar con su patrocinador. La mujer está siendo atendida como un caso de caridad.

—En nombre de Friedlander Bey y en el mío propio, no hay palabras para agradecérselo.

—Es un deber sagrado —dijo con sencillez—. Nuestros técnicos han determinado lo que el módulo tiene registrado. ¿Quiere saberlo?

—Sí, por supuesto —dije.

—Hay tres bandas. La primera contiene, como sabe, las reacciones de un enorme, poderoso, pero hambriento, maltratado y cruelmente azuzado felino, parece ser un tigre de Bengala. La segunda banda tiene la huella cerebral de un niño pequeño. La última es la más repulsiva de todas. Contiene la consciencia apresada y fugaz de una mujer asesinada recientemente.

Sabía que buscaba a un monstruo, pero en mi vida había oído nada más depravado.

Estaba completamente asqueado. Ese lunático no tenía ninguna restricción moral.

—Un consejo, señor Audran. Nunca emplee un módulo barato manufacturado. Están rudamente registrados, con mucho «ruido» perjudicial. Carecen de las garantías de los módulos industriales. El uso frecuente de módulos ilegales ocasiona daños en el sistema nervioso central y, a través de él, a todo el cuerpo.

—Me pregunto dónde acabará.

—Muy sencillo de predecir, el asesino tendrá hecho un duplicado del módulo.

—A no ser que Okking o yo o algún otro le encuentre primero. —Tenga cuidado, señor Audran. Como usted ha dicho, es un monstruo.

Di las gracias al doctor Yeniknani y volví a poner el teléfono en mi cinturón. No podía dejar de pensar en la desgraciada y miserable vida que le esperaba a Laila. También pensé en mi enemigo sin nombre, que utilizaba a una comisión de monárquicos bielorrusos como licencia para hacer realidad su deseo reprimido de cometer atrocidades. Las noticias del hospital cambiaron mis planes por completo. Ahora sabía lo que debía hacer y tenía algunas ideas para llevarlo a cabo.

Por la calle me encontré a Fuad, el tonto de remate.

—Marhaba —dijo.

Mientras me miraba, se hacía sombra con una mano sobre sus débiles ojos.

—¿Cómo te va, Fuad? —pregunté.

No me sentía de humor para pasar el rato hablando con él. Necesitaba hacer algunos preparativos.

—Hassan quiere verte. Es algo relacionado con Friedlander Bey. Me dijo que tú lo entenderías.

—Gracias, Fuad.

—¿Lo entiendes? ¿Sabes lo que quiere decir?

Me miró, hambriento de chismes.

Suspiré.

—Sí, muy bien. Vete a paseo.

Traté de deshacerme de él.

—Hassan dijo que era muy importante. ¿De qué va todo esto? Puedes contármelo, Marîd, sé guardar un secreto.

No respondí. Dudaba de que Fuad pudiera guardar algo, y menos un secreto. Le di una palmada en el hombro como a un amigo y él me la devolvió en la espalda. Me detuve en la tienda de Hassan antes de ir a casa. El muchacho americano estaba sentado en su taburete en la calle vacía. Me ofreció una deprimente y sugestiva sonrisa. Ahora estaba seguro, a ese chico le gustaba. No dije ni una palabra, sino que me metí en la trastienda y busqué a Hassan. Hacía lo de siempre: comprobaba facturas y listaba sus cajas y embalajes. Me vio y sonrió. En apariencia, él y yo manteníamos buenas relaciones. Era tan difícil seguirle la pista a los humores de Hassan que había desistido de intentarlo. Dejó su cuaderno, me puso una mano en el hombro y me besó en la mejilla al estilo árabe.

—Bienvenido, querido hijo.

—Fuad me ha dicho que tenías algo que decirme de parte de «Papa».

Hassan se puso serio.

—Sólo se trata de lo que le dije a Fuad. Le dije eso de mi parte. Estoy preocupado, oh, magrebí. Más que preocupado, estoy aterrorizado. Hace cuatro noches que no duermo bien y cuando logro conciliar el sueño, tengo las más horribles pesadillas. Creo que nada podía ser peor que encontrar a Abdulay… Cuando le encontré… —su voz temblaba—. Abdulay no era bueno, ambos lo sabemos, pero llevábamos muchos años de socios. Sabes que le empleé como Friedlander Bey me emplea a mí. Ahora Friedlander Bey me ha advertido que…

La voz de Hassan se quebró y fue incapaz de decir nada durante un momento. Temí ver a ese cerdo gordo romperse en pedazos delante de mí. La idea de cogerle la mano y decirle: «Tranquilo, tranquilo», me resultaba repugnante por completo. Sin embargo, se repuso y continuó:

—Friedlander me ha advertido de que otros amigos míos podrían estar en peligro, eso te incluye a ti, oh, inteligentísimo, y también a mí. Estoy seguro que hace semanas que comprendiste los riesgos, pero yo no soy un hombre valiente. Friedlander Bey no me eligió para realizar tu tarea porque sabe que no tengo valor, ni recursos internos, ni honor. Debo ser duro conmigo porque ahora comprendo la verdad. No tengo honor. Sólo pienso en mí mismo, en el peligro que me acecha, en la posibilidad de sufrir el mismo fin que…

En ese punto, Hassan se derrumbó. Se echó a llorar. Esperé con paciencia a que el chaparrón pasara; poco a poco, las nubes se apartaron, pero ni siquiera entonces el sol brilló.

—Estoy tomando precauciones, Hassan. Todos debemos tomarlas. Los que han sido asesinados han muerto por necios o demasiado confiados, que es lo mismo.

—Yo no confío en nadie —dijo Hassan.

Lo sé. Eso quizá te salve la vida, si es que algo puede hacerlo.

Cómo estar seguro —dijo dubitativo.

No sabía qué quería, ¿una promesa escrita de que yo le garantizaría su escabrosa y miserable vida?

—Estarás bien, Hassan. Pero si estás tan asustado, ¿por qué no pides asilo a «Papa» hasta que agarren a los asesinos?

—Entonces, ¿crees que hay más de uno? —Losé.

—Eso hace todo dos veces peor.

Se golpeó el pecho con el puño varias veces, apelando a la justicia de Alá: ¿qué había hecho Hassan para merecer eso?

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó el rollizo mercader. —Todavía no lo sé.

Hassan estaba distraído, pensativo.

Entonces, que Alá te proteja.

La paz sea contigo. Hassan.

—Y contigo. Toma este regalo de parte de Friedlander Bey.

El «regalo» era otro grueso sobre con dinero fresco dentro.

Atravesé la cortina colgada y la tienda vacía sin mirar a Abdul-Hassan. Decidí ir a ver a Chiri, para advertirle y darle algunos consejos. También quería esconderme allí media hora y olvidar que me jugaba la vida.