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KHAN

Con injertos o no, las rodillas me fallaban. Doblé la nota y la metí en mi bolsa.

—¿Se encuentra bien, monsieur! —preguntó el empleado.

—La altura — dije—. Siempre me cuesta un poco acostumbrarme.

—Pero si aquí no hay ninguna —dijo perplejo.

—Eso es lo que quiero decir.

Regresé j unto a Trudi.

Me sonrió como si la vida hubiera perdido su valor mientras yo estaba fuera. Me pregunté qué pensaba. Todo «solo y tranquilo». Me sobresalté.

—Siento haber permanecido tanto tiempo fuera —murmuré.

Le hice una pequeña reverencia y me senté a su lado.

—He estado bien —dijo. Se pasó un buen rato cruzando y descruzando sus piernas. De allí a Osaka, todo el mundo debió mirar cómo lo hacía—. ¿Ha hablado con Lutz?

—Sí. Estuvo aquí, pero tenía un asunto urgente que resolver. Algo oficial con el teniente Okking.

—¿Teniente?

—Es el encargado de controlar que no suceda nada malo en el Budayén. ¿Ha oído hablar de esa parte de la ciudad?

Asintió.

—Pero ¿por qué querría el teniente Okking hablar con Lutz? Él no tiene nada que ver con el Budayén, ¿verdad?

Sonreí.

—Perdóneme, querida, pero parece un poco ingenua. Nuestro amigo es un hombre muy ocupado, siempre con mucho trabajo. Dudo que suceda algo en la ciudad que Lutz Seipolt no sepa.

—Me lo imagino.

Todo mentira. Seipolt era un ejecutivo medio, en el mejor de los casos. Estaba claro que no se trataba de Friedlander Bey.

—Ha enviado un coche para nosotros, para que nos encontremos tal y como habíamos planeado. Luego decidiremos qué hacer el resto de la noche.

Su rostro volvió a iluminarse. No se perdería su nuevo vestido y su noche gratis en la ciudad.

—¿Quiere beber algo mientras esperamos? —pregunté.

Así es como pasamos el tiempo hasta que un par de policías de paisano de placa dorada se arrastraron con cansancio por la gruesa alfombra azul hacia nosotros. Me levanté, hice las presentaciones y dejamos a los buenos amigos del vestíbulo del hotel. Continuamos nuestra agradable conversación en el trayecto hacia las inmediaciones de. la comisaría. Subimos la escalera pero el sargento Hajjar me detuvo. Los dos hombres de paisano escoltaron a Trudi a ver a Okking.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hajjar de malos modos.

Estaba comportándose como todo un policía. Sólo para demostrarme que podía hacerlo.

—¿Qué crees que ha sucedido? Xarghis Khan, que buscaba a Seipolt y a tu jefe, ha dado un paso más. Muy concienzudo es ese chico. Si yo fuera Okking, estaría más nervioso que una mierda. Quiero decir que el teniente es todavía un paso sin dar.

—Él lo sabe. Nunca le había visto tan impresionado. Le hice un regalo de treinta o cuarenta paxium. Se tomó un buen puñado para comer —dijo Hajjar sonriendo.

Uno de los policías uniformados salió de la oficina de Okking.

—Audran —dijo, e inclinó la cabeza ante mí.

Era parte del equipo, todos me respetaban.

—Un minuto —me volví hacia Hajjar—. Escucha, quiero echarle un vistazo a lo que saquéis del escritorio y los archivos de Seipolt.

—Me lo imagino —dijo Hajjar—. El teniente se halla demasiado atareado para ocuparse de eso. Me ha ordenado que me encargue de todo. Me aseguraré de que lo veas antes.

—Muy bien. Es importante. Al menos, eso espero.

Entré en el recinto acristalado de Okking justo cuando los dos policías de paisano acompañaban a Trudi fuera. Me sonrió y me dijo:

Marhaba.

Entonces me di cuenta de que ella hablaba árabe también.

—Siéntate, Audran —dijo Okking, con voz ronca.

Me senté.

—¿Adonde la llevas?

—Vamos a interrogarla en profundidad. Vamos a escudriñar su cerebro a conciencia. Luego, dejaremos que se vaya a su casa, dondequiera que esté.

Eso me pareció buen trabajo de policía. Me pregunté si Trudi estaría en condiciones de irse cuando la hubieran escudriñado. Emplean hipnosis, drogas y estimulación eléctrica del cerebro, lo cual es un poco tortuoso. Eso es lo que tengo entendido.

—Khan se está acercando —dijo Okking—, pero el otro no ha asomado desde lo de Nikki.

—No sé lo que eso significa. Dime, teniente, ¿Trudi no es Khan? Quiero decir, ¿podía haber sido James Bond alguna vez?

Me miró como si yo estuviera loco.

—¿Cómo puedo saberlo? Nunca he visto a Bond en persona, hacíamos los tratos por teléfono, por correo. Tú eres la única persona vivaque lo ha visto cara a cara; por eso no puedo deshacerme de esa molesta sospecha, Audran. Hay algo raro en ti.

¿En mí? Me pareció una desfachatez, sobre todo proviniendo de un agente extranjero que se embolsaba cheques de los nacionalsocialistas. Me molestaba oír que Okking no sería capaz de reconocer a Khan en una rueda de presos, si tuviéramos suerte. No sabía si me mentía, aunque era probable que dijera la verdad. Sabía que se hallaba al principio de la lista, si no el primero, para ser ejecutado. Hablaba en serio cuando me dijo lo de no abandonar la habitación: había instalado un catre en su oficina y sobre la mesa de su despacho se veía una bandeja con alimentos sin acabar.

—Lo único que sabemos seguro es que ambos usan sus moddies no sólo para matar, sino para sembrar el terror. Tu tipo lo está haciendo muy bien —dije. Okking me dirigió una mirada terrible, pero ¡qué demonios!, era la verdad—. Tu tipo ha cambiado de Bond a Khan. El otro sigue siendo el mismo, por lo que yo sé. Espero que el matador de rusos se haya ido a casa. Me gustaría estar seguro, a ciencia cierta, de que ya no tenemos que preocuparnos más por él.

—Sí —dijo Okking.

—¿Le sacaste algo útil a Trudi antes de mandarla abajo? Okking se encogió de hombros y cogió un bocadillo de la bandeja. —Sólo la información habitual. Su nombre y todo eso. —Me gustaría saber cómo se ha enrollado con Seipolt. Okking levantó las cejas.

—Fácil, Audran. Seipolt era el mejor postor de esta semana. Solté un exasperado suspiro.

—Me lo imaginaba, teniente. Me dijo que alguien le había presentado a Seipolt. —Mahmud.

—¿Mahmud? ¿Mi amigo Mahmud? ¿El que solía ser una tía en el club de Jo-Mama antes de cambiarse de sexo?

—Ése.

—¿Qué saca Mahmud de esto?

—Mientras estuviste en el hospital, Mahmud se convirtió en promotor. Tomó el puesto que la muerte de Abdulay dejó vacante.

Mahmud. En un par de zancadas, había pasado de ser una dulce cosita que trabajaba en los clubs griegos, a una pequeña artista de la cama, a un importante promotor de la trata de blancas. Pensé: «¿En dónde, si no es en el Budayén, podía suceder algo así?». Igualdad de oportunidades para todos.

—Tengo que hablar con Mahmud —murmuré.

—Le he avisado. Estará aquí en seguida, en cuanto mis muchachos le encuentren.

—Hazme saber lo que te dice. Okking esbozó una mueca de sonrisa.

—Por supuesto, amigo. ¿No te lo he prometido? ¿No se lo he prometido a «Papa»? ¿Qué más puedo hacer por ti?

Me levanté y me incliné sobre su escritorio.

—Mira, Okking, tú estás acostumbrado a ver trozos de cuerpos esparcidos por las bonitas salas de estar de la gente, pero no te puedes ir sin recogerlos. —Le enseñé mi último mensaje de Khan—. Quiero saber si me puedes dar un arma o algo.

—¿A mí qué cojones me importa? —respondió tranquilamente, casi hipnotizado por la nota de Khan.

Esperé. Me miró y atrajo mi atención. Abrió un cajón de su escritorio y sacó varias armas.

—¿Cuál quieres?

Había un par de pistolas de agujas, otro par de pistolas estáticas, una gran pistola automática de proyectiles. Escogí una pequeña pistola de agujas Smith Wesson y el cañón de la General Electric. Okking puso para mí una caja de cargadores de agujas sobre su cuaderno de notas, doce agujas en cada cargador, cien cargadores en la caja. Los cogí y me los guardé en el bolsillo.