—Gracias —dije.
—¿Te sientes protegido ahora? ¿Te proporcionan un sentimiento de invulnerabilidad?
—¿Te sientes tú invulnerable, Okking?
Su sorna se tambaleó y se quebró.
Al infierno —repuso.
Con la mano me indicó que me fuera. Salí de allí más agradecido que nunca.
Cuando abandonaba el edificio, el cielo se oscurecía por el este. Por toda la ciudad se oía la grabación de los gritos de los muecines desde los minaretes. Había tenido un día muy ocupado. Necesitaba una copa, pero todavía tenía cosas que hacer antes de descansar un poco. Caminé hasta el hotel, subí a mi habitación, me quité la ropa y tomé una ducha. Dejé que el agua caliente golpeara mi cuerpo durante un cuarto de hora. Di vueltas como un cordero en el asador. Me lavé el cabello y me enjaboné la cara durante dos o tres minutos. La barba tenía que desaparecer, era pesado, pero necesario. Yo obraba con astucia, mas el recordatorio de Khan en mi buzón dejaba claro que no con la suficiente. Primero, corté mi largo cabello marrón rojizo.
No me había visto el labio superior desde que era un adolescente, así que las cortas y ásperas pasadas de la navaja de afeitar suscitaron un ápice de arrepentimiento en mí. Pasaron rápido; al cabo de un rato, sentía verdadera curiosidad por ver cómo quedaba. En otros quince minutos, había eliminado mi barba por completo, repasando mi cuello y mi rostro hasta que la piel me escoció y la sangre brotó de los cortes rojos.
Cuando me di cuenta de lo que yo mismo me recordaba, no pude contemplar mi imagen por más tiempo. Me lavé con agua fría y me sequé. Me imaginé haciendo morisquetas burlonas a Friedlander Bey y al resto de los sofisticados indeseables de la ciudad. Luego, tomando el camino de regreso a Argelia y pasando el resto de mi vida allí, viendo morir a las cabras.
Me cepillé el cabello y abrí los paquetes de la tienda de caballeros en el dormitorio. Me vestí despacio, mientras varios pensamientos rondaban por mi mente. Una idea eclipsaba a todas las demás: ocurriera lo que ocurriese, no iba a conectarme un módulo de personalidad otra vez.
Utilizaría cualquier daddy que me resultara útil, pero que sólo potenciaría mi propia personalidad. Ninguna máquina humana pensante, real o de ficción era buena para mí, ninguna se había enfrentado jamás a esta situación, ninguna había estado jamás en el Budayén. Necesitaba mis propios ingenios, no ésos construidos de cualquier manera.
Me sentí bien al hacer esa declaración. Era el compromiso que había buscado desde que «Papa» me dijo por primera vez si permitiría que me modificasen el cerebro. Sonreí. Me quité un peso —insignificante, quizá un cuarto de libra— de encima.
No sabría decir cuánto tiempo me llevó ponerme la corbata. Existían corbatas con prendedor, pero la tienda donde lo había comprado todo desaprobaba su existencia.
Me metí la camisa por dentro del pantalón, me abroché todo, me puse los zapatos y saqué la americana del traje. Me acerqué a mirarme en el espejo. Limpié alguna sangre seca de mi cuello y mi barbilla. Tenía buen aspecto, más veloz que la luz, con dinero en el bolsillo. Ya sabéis lo que quiero decir. El mismo de siempre, pero con ropas excelentes. Eso estaba bien porque mucha gente se fija sólo en la ropa. Lo más importante era que, por primera vez, creía que la pesadilla acabaría pronto. Había recorrido la mayor parte del trayecto de un oscuro túnel y sólo una o dos sombras ocultaban el nacimiento de la luz al final de éste.
Puse el teléfono en mi cinturón y quedaba oculto bajo la chaqueta. Como ocurrencia tardía, deslicé la pequeña pistola de agujas en mi bolsillo, apenas abultaba y pensé: «Más vale prevenir que curar». Mi maliciosa mente me decía: «Más vale prevenir que curar», aunque por la noche era demasiado tarde para escuchar a mi mente, lo había estado haciendo todo el día. Me disponía a bajar al bar del hotel un rato, eso era todo.
Aunque Xarghis Khan conocía mi aspecto, yo no sabía nada de él, excepto que seguramente no se parecería nada a James Bond. Recordé lo que Hassan me había dicho pocas horas antes: «No confíes en nadie».
Ese era el plan, pero ¿resultaba práctico? ¿Se podía pasar todo el día sospechando de todo? ¿En cuánta gente confiaba sin ni siquiera pensar en ello, gente que, de haber querido, podrían haberme asesinado rápida y sencillamente? Yasmin, por ejemplo. A «Medio Hajj» incluso le había invitado a mi apartamento. Todo lo que necesitaba para ser el asesino era el moddy equivocado. Incluso Bill, mi taxista favorito, o Chiri, que poseía la más amplia colección de moddies del Budayén. Me volvería loco si pensaba todo eso.
¿Y si el propio Okking era el asesino cuya pista simulaba seguir? ¿O Hajjar?
¿O Friedlander Bey?
Estaba pensando como el comedor de judías magrebí que todos creían que era. Pasé de todo, salí de la habitación del hotel y bajé en ascensor hasta el bar poco iluminado del entresuelo. No había mucha gente. Para empezar, la ciudad tenía demasiados turistas y ése era un hotel caro y tranquilo. Miré en el bar y vi tres hombres sentados en taburetes, juntos, charlando tranquilamente. A mi derecha había cuatro grupos más, la mayoría de hombres, sentados a las mesas. La grabación de música europea o americana sonaba con poco volumen. El tema del bar parecía expresado en las macetas de helechos y las paredes de estuco pintadas de color pastel y anaranjado. Cuando el camarero dirigió su vista hacia mí, le pedí una ginebra y bingara. Lo preparó como a mí me gustaba, la lima debajo. Un punto para los cosmopolitas.
Me trajeron mi bebida y la pagué. Bebí mientras me preguntaba por qué pensaba que el sentarme allí me ayudaría a resolver mis problemas. Entonces, ella se me acercó, con una lenta cadencia inhumana al moverse, como si estuviera medio dormida o drogada. Algo que su sonrisa o su lenguaje no demostraba.
¿Te importa si me siento contigo?
Por supuesto que no.
Le sonreí, amable, mas mi pensamiento se hallaba ocupado en otras cuestiones.
Le dijo al camarero que quería un schnapps de menta. Tendría que pagar quince kiam por él. Esperé hasta que lo terminara, pagué y ella me lo agradeció con otra lánguida sonrisa.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
Ella arrugó la nariz.
—¿A qué te refieres?
—Después de todo el día contestando preguntas de los hombres del teniente.
—Ah, fueron tan amables como pudieron. No dije nada en unos segundos.
—¿Cómo me has encontrado?
—Bueno… —Hizo un gesto impreciso—. Sabía que estabas aquí. Esta tarde me trajiste aquí. Y tu nombre… —Nunca te dije mi nombre. —… lo oí a los policías.
—¿Y me has reconocido pese a que no tengo el mismo aspecto que cuando me encontraste? ¿A pesar de que nunca he usado estas ropas antes y me he afeitado la barba?
Me ofreció una de esas sonrisas que dicen que los hombres son unos locos.
—¿No te alegras de verme? —me preguntó, con aquel destello de sentimientos heridos que a Trudi le salían tan bien.
Volví con mi ginebra.
—Una de las razones por la que he bajado al bar era la posibilidad de encontrarte.
—Aquí me tienes.
—Eso siempre lo tengo presente —dije—. ¿Me disculpas un momento? Te llevo un par de bebidas de ventaja.
—Sí, no te preocupes. —Gracias.
Fui al lavabo de caballeros, me metí en uno y descolgué mi teléfono. Di el número de Okking. Una voz que no reconocí me dijo que estaba en su oficina, durmiendo, y que tenía órdenes de no despertarle si no se trataba de una emergencia. ¿Era una emergencia? Le dije que no lo creía, pero que le volvería a llamar si lo fuera. Pregunté por Hajjar. pero se encontraba fuera, en una investigación. Me dieron el número de Hajjar y le llamé.