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Oí la profunda respiración de Nikki.

—Gracias. Marîd. ¿Sabes dónde estoy? Ya no prestaba mucha atención a sus idas y venidas. —No, ¿dónde?

—Pasando una temporada con Tamiko.

«Estupendo —pensé—, sencillamente estupendo.» Tamiko era una de las «hermanas Viudas Negras».

—¿En la calle Trece?

—Si.

—Ya sé, ¿qué te parece si me paso, digamos… , a las dos? Nikki titubeó.

—¿Puedes pasarte a la una? Necesito hacer unas cosas.

Fue una imposición, pero me sentía generoso; debían ser los triángulos azules.

—Muy bien —dije por los viejos tiempos—, estaré allí sobre la una, inshallah.

—Eres un cielo, Marîd. Nos vemos. Salam. Y cortó la comunicación.

Colgué el auricular en mi cinturón. En ese momento me sentía como si no tuviera nada en la cabeza. Siempre te sientes así hasta que te baja.

3

A la una menos cuarto encontré el edificio del apartamento en la calle Trece. Era una vieja casa de dos plantas dividido en distintos pisos. Eché un vistazo al balcón de Tamiko, que daba a la calle. Un cinturón de hierro lo ceñía y en las esquinas se alzaban decorativas columnas de hierro por las que la enredadera trepaba hasta el saliente del tejado. Podía oír su maldita música de koto procedente de una ventana abierta. Música de koto electrónica, de sintetizador. La aguda y estridente voz que la acompañaba me daba escalofríos. Debía ser una voz sintética, tal vez Tami. ¿Os había dicho que Nikki estaba un poco loca? Bien, pues al lado de Tami, Nikki era un amoroso conejito blanco. Tamiko había sustituido una de sus glándulas salivares por una bol—Sita de plástico llena de una toxina de efecto rápido. Un conducto de plástico expulsaba el veneno a través de un diente artificial. La toxina resultaba dolo rosa si era ingerida; pero un suplicio horrible y letal si se diluía en la sangre. Tamiko podía destapar el diente siempre que lo necesitara o que lo deseara. Por eso, ella y sus amigas eran llamadas las «Viudas Negras».

Apreté el botón que tenía el nombre de Tami, pero nadie respondió. Golpeé el pequeño panel de plexiglás de la puerta. Al final, opté por gritar desde la calle. Vi la cabeza de Nikki que asomaba por la ventana.

—En seguida bajo —gritó.

Ella no podía oír nada con aquella música de koto. No he conocido a nadie más que soporte el koto. Tamiko estaba loca de remate. La puerta se abrió un poco y apareció Nikki.

—Oye —dijo preocupada—. Tami se encuentra de muy mal humor. Está un poco cargada. No hagas ni digas nada que pueda molestarla.

Me pregunté si de verdad quería seguir con todo eso. En realidad, no necesitaba esos cien kiam de Nikki. Pero le había dado mi palabra, de modo que asentí y subí la escalera tras ella hasta el apartamento.

Tami se hallaba tendida sobre un montón de almohadones de dibujos vivaces, con la cabeza apoyada en uno de los altavoces de su equipo holo. La música se oía desde la calle; pero, en ese momento comprendí lo que significaba «alta». Debía de retumbar en el cráneo de Tami como la peor migraña del mundo, aunque no parecía importarle, al compás de quién sabe qué droga que hubiera tomado. Tenía los ojos entreabiertos y movía la cabeza con lentitud. Su rostro estaba pintado de blanco, como el de una geisha; sin embargo, los labios y párpados aparecían de color negro. Era como el espectro vengador de un personaje asesino de Kabuki.

—Nikki —dije. No me oyó. Tuve que acercarme hasta ella y gritaren su oído —: ¿Por qué no salimos de aquí? ¿Dónde podemos hablar?

Tamiko había quemado una especie de incienso y el aire estaba cargado de un empalagoso olor dulzón. Yo necesitaba un poco de aire fresco.

Nikki sacudió su cabeza y señaló a Tami.

—Ella no me dejará salir.

—¿Porqué no?

—Cree que me protege.

—¿De que?

Nikki se encogió de hombros.

—Pregúntaselo.

Mientras la observaba, Tami canturreó de forma alarmante y se desplomó en un lento movimiento hasta que su mejilla pintada de blanco chocó con el desnudo suelo de madera.

—Es buena cosa poder cuidarse uno mismo, Nikki. Se rió débilmente.

—Sí, eso creo. Gracias por venir, Marîd.

—No tiene importancia —dije.

Me senté en un sillón y la miré. Nikki era una exótica en una ciudad de exóticos: su largo y rubio cabello le caía hasta la cintura. Su rostro tenía el color del marfil joven, casi tan blanco como la pintura de Tami. Sus ojos, extrañamente azules, reflejaban un destello de locura. La delicadeza de sus rasgos faciales contrastaban de forma desconcertante con el tamaño y la firmeza de su contorno. Era un error bastante corriente: la gente elegía modificaciones quirúrgicas que admiraban en otros, sin darse cuenta de que los cambios parecerían fuera de lugar en el conjunto de su propio cuerpo. Observé la forma inerte de Tami. Resaltaba el emblema de las «Viudas Negras»: unos inmensos e increíbles injertos de senos. Era probable que el busto de Tami midiera casi metro y medio. Resultaba divertido sorprender la expresión de asombro en el rostro de un turista cuando, por casualidad, se topaba con una de las «Viudas Negras». Era divertido hasta que imaginabas lo que posiblemente iba a suceder.

—Ya no quiero trabajar para Abdulay —dijo Nikki, mientras miraba cómo sus dedos rizaban sus cabellos color champán.

—Lo comprendo. Llamaré y concertaré una cita con Hassan. ¿Conoces a Hassan el chiíta? Es el brazo derecho de «Papa». Hemos de tratar con él.

Nikki sacudió la cabeza. El brillo de su mirada resplandeció en la habitación. Estaba preocupada.

—¿Será peligroso? —preguntó. Sonreí.

—Pierde cuidado —dije —. Habrá una mesa preparada, yo me sentaré a un lado junto a ti, y Abdulay en el otro. Hassan se sentará en medio. Yo presentaré tu versión, Abdulay, la suya. Entonces, Hassan lo meditará. Luego emitirá su veredicto. Lo normal es que tengas que pagar a Abdulay. Hassan fijará la cantidad. Tendrás que untar antes a Hassan, y debemos hacerle algún regalo a «Papa». Eso ayuda.

Nikki no parecía muy convencida. Se levantó y se metió la camiseta negra por dentro de sus ceñidos téjanos negros.

—No conoces a Abdulay.

—Apuesta el culo a que lo consigo.

Tal vez le conocía mejor que ella. Me levanté y atravesé la habitación hasta el holo Telefunken de Tami. Silencié la música de koto con la yema del dedo. Se hizo la paz, el mundo me lo agradeció. Tamiko se quejó en sueños.

—¿Y si no mantiene su parte del acuerdo? ¿Y si me persigue y me obliga a volver a trabajar para él? Le gusta golpear a las mujeres, Marîd. Le gusta mucho.

—Le conozco. Pero respeta la influencia de Friedlander Bey igual que todos. No se atreverá a contradecir la decisión de Hassan. Y es mejor que tú tampoco. Si te escapas sin pagar, «Papa» enviará a sus matones detrás de ti. Entonces sí volverías a trabajar en serio, cuando sanases.

Nikki se estremeció.

—¿Alguien te ha engañado alguna vez?

Fruncí el entrecejo. Una vez, la recordaba muy bien. Fue la última que he estado enamorado.

—Si —dije.

—¿Qué hicieron «Papa» y Hassan?

Era un recuerdo triste y no quería reavivarlo.

—Bueno, como había sido su representante, fui responsable del pago. Tuve que volver con tres mil doscientos kiam. Estaba hecho añicos, pero, créeme, conseguí el dinero. Tuve que pasar un montón de locuras y peligros para obtenerlo, mas se lo debía a «Papa» por esa mujer. A «Papa» le gusta que le paguen rápido. En estos casos, «Papa» no tiene mucha paciencia.