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—No me importa dónde.

Hajjar llamó por teléfono, me escribió un pase a máquina y lo firmó. Le di las gracias y me dirigí al banco de datos. Una mujer joven con rasgos del sudeste de Asia me condujo hasta una pantalla libre, me enseñó cómo pasar de un menú a otro y me dijo que si tenía alguna duda, la propia máquina me la resolvería. No era ninguna experta en informática ni una bibliotecaria, tan sólo ordenaba la afluencia de tráfico en la gran sala.

Primero comprobé los archivos generales, que parecían los de un nuevo depósito de cadáveres. Al escribir un nombre, el ordenador me daba todos los hechos disponibles sobre esa persona. El primer nombre que entré fue el de Okking. El cursor se detuvo un segundo o dos, luego empezó a escribir en árabe, de derecha a izquierda. Averigüé el nombre de pila de Okking, el primer apellido, la edad, dónde había nacido, qué hacía antes de vivir en la ciudad… Todo eso aparecía en un formulario encima de una gruesa línea doble. Debajo de esa línea estaba la información realmente interesante. Según en qué asiento se encontrase podía ser el historial médico del sujeto, el registro de arrestos, su historial, las implicaciones políticas. la(s) preferencia(s) sexual(es), o cualquier cosa que algún día pudiera ser pertinente.

En cuanto a Okking, debajo de esa doble línea no había nada. Nada en absoluto. Al—Sifr, cero.

Al principio, pensé que se trataba de algún problema del ordenador. Empecé de nuevo, regresé al menú principal, elegí el tipo de información que deseaba, tecleé el nombre de Okking y esperé.

Máshi. Nada.

Estaba seguro de que era obra de Okking. Había borrado sus huellas como Khan, su muchacho, hacía ahora. Si quería viajar a Europa, al país natal de Okking, me enteraría de algo más sobre él, pero sólo hasta el momento en que salió de allí para venir a la ciudad. A partir de entonces, no existía, oficialmente hablando.

Tecleé Universal Export, el nombre clave del grupo de espionaje de James Bond. Lo había visto en un sobre encima del escritorio de Okking. No había entradas.

Lo intenté con James Bond sin esperanza y no conseguí nada, igual que con Xarghis Khan. El verdadero Khan y el «verdadero» Bond nunca habían visitado la ciudad, así que ninguno de los dos tenían su archivo.

Pensé en otras personas a las que pudiera espiar —Yasmin, Friedlander Bey o incluso yo mismo—; pero decidí no satisfacer mi curiosidad hasta una ocasión menos urgente. Entré el nombre de Hajjar y me quedé atónito con lo que leí. Era dos años más joven que yo, jordano, con un arresto moderadamente largo antes de llegar a la ciudad. El perfil psicológico coincidía punto por punto con mi estimación de él. «No te atreviste a confiar en él porque podría correr con un camello a la espalda. » Era sospechoso de pasar drogas y dinero a los prisioneros. En cierta ocasión, fue investigado por la desaparición de una gran cantidad de propiedades confiscadas, pero no se sacó nada en claro. El archivo policial señalaba la posibilidad de que Hajjar se estuviera aprovechando de su posición en la policía y vendiera su influencia a ciudadanos particulares u organizaciones criminales. El informe sugería que no estaba libre de abusos de autoridad como extorsión, fraude organizado y conspiración entre otras transgresiones de la ley.

¿Hajjar? Vamos, ¿a quién se le habría ocurrido semejante idea? Que Alá nos guarde.

Sacudí la cabeza con tristeza. Cualquier Departamento de Policía del mundo es idéntico a otro en dos aspectos: tendencia a abrirte la cabeza a la menor provocación e incapacidad para ver la simple verdad aunque esté ante ellos tendida con las piernas abiertas. La policía no refuerza las leyes, y no pone manos a la obra hasta que se transgreden. Resuelven crímenes con un penoso porcentaje de éxito. En el caso de ser honestos, los policías son una especie de equipo de secretarias que registran los nombres de las víctimas y las declaraciones de los testigos. Al cabo de bastante tiempo, pueden borrar impunemente su información de la copia del sistema de archivos para dejar sitio a otros.

Ah. sí, la policía ayuda a las viejas damas a cruzar la calle. Eso me han dicho.

Uno a uno, entré los nombres de todos los que estaban relacionados con Nikki, empezando por su tío, Bogatyrev. Las entradas del viejo ruso y de Nikki decían exactamente lo que Okking me había contado de ellos. Pensé que si Okking podía haberse autoeliminado del sistema, también podía alterar sus registros. No encontraría nada útil si no era de modo accidental o bajo la supervisión de Okking. Proseguí con escasas esperanzas de éxito.

No tenía ninguna. Por último cambié de opinión y leí las entradas de Yasmin, «Papa», Chiri, las «Viudas Negras», Seipolt y Abdulay. Los archivos me dijeron que Hassan era probablemente un hipócrita, porque no empleaba injertos cerebrales para su negocio por motivos religiosos pero era un conocido pederasta. Eso no me sonaba a nuevo. Lo único que debí sugerirle a Hassan algún día es que el muchacho americano, que ya tenía el cráneo preparado, sería más útil como herramienta de contabilidad que sentado en un taburete en la tienda vacía de Hassan.

La única persona en la que no hurgué fue en mí. No deseaba saber lo que pensaban de mí.

Después de investigar los archivos del historial de mis amigos, miré los registros de la compañía telefónica de las llamadas de la comisaría de policía. Tampoco allí encontré nada revelador. Okking no debió usar el teléfono de su oficina para llamar a Bond. Era como si me encontrase en el centro de un montón de carreteras radiales, todas ellas sin indicadores.

Salí de allí con material para pensar, pero sin nuevas pistas. Me gustó saber lo que decían los archivos de Hajjar y los otros, y la reticencia que mostraba hacia Okking —y, misteriosamente, no hacia Friedlander Bey— pues, aunque no fuera informativa, resultaba provocadora. Pensé en todo ello mientras deambulaba por el Budayén. En unos minutos me encontraba otra vez en mi apartamento.

¿Para qué había ido allí? Bien, no quería pasar otra noche en la habitación del hotel. Como mínimo, un asesino sabía que estaba allí. Necesitaba otro centro de operaciones en el que pudiera sentirme a salvo, un día o dos al menos. Mientras me acostumbraba cada vez más a dejar que los daddies me ayudaran en mis planes, mis decisiones eran más rápidas y estaban menos influidas por las emociones. Ahora tenía los sentimientos bajo control, fríos y seguros. Quería enviarle un mensaje a «Papa» y después encontrar otro lugar para dormir de manera temporal.

Mi apartamento estaba tal y como yo lo había dejado. Desde luego, no había estado mucho tiempo fuera, aunque parecía que hiciera semanas; tenía el sentido del tiempo distorsionado. Arrojé la bolsa encima de la cama, me senté y murmuré el código de Hassan al teléfono. Sonó tres veces antes de que respondiera.

—Marhaba —dijo. Parecía cansado.

—Hola, Hassan, soy Audran. Necesito ver a Friedlander Bey, esperaba que me concertases una entrevista.

—Se alegrará de que demuestres interés por hacer las cosas de la manera adecuada, hijo mío. De hecho, querrá verte y enterarse de tus progresos. ¿Quieres una cita para esta tarde?

—Lo más pronto que puedas, Hassan.

—Me encargaré de ello, oh, inteligentísimo, y te llamaré después para explicarte cómo hemos quedado.

—Gracias. Antes de que cuelgues, quiero hacerte una pregunta. ¿Sabes si existe alguna relación entre «Papa» y Lutz Seipolt?

Hubo un largo silencio mientras Hassan configuraba su respuesta.

—No por mucho tiempo, hijo mío. Seipolt ha muerto, ¿no?

—Lo sé —dije con impaciencia.

—Seipolt estaba metido en el comercio de importación-exportación. Vendía baratijas, nada que pudiera interesar a «Papa».