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Me descolgué la bolsa y la abrí. Permití que me viera hurgar bajo la ropa —mis camisas, mis pantalones, calcetines— hasta que di con los billetes y los saqué.

—Veinte kiam —dije con tristeza—, es todo lo que me han dejado.

La expresión de mi nuevo amigo sufrió una rápida selección de emociones. En ese vecindario, los billetes de veinte kiam hacen notar su presencia con ruido y estrépito. Quizá no estaba muy seguro de mí, pero yo sabía lo que pensaba.

—Si me diese el beneficio de su hospitalidad y protección para los próximos dos días — dije—. Le pagaré con todo este dinero que aquí ve.

Extendí los veinte billetes ante sus ojos asombrados.

El hombre hizo un ademán. Si hubiera tenido los bemoles grandes y bien plantados, me lo habría robado. No le gustaban los extraños; ¡mierda, a nadie le gustaban los extraños! No le gustaba la idea de invitar a uno a su casa durante un par de días. Pero veinte kiam equivalían a la paga de varios días. Cuando le miré con fijeza, sabía que ya no me estaba evaluando más; había gastado los veinte kiam de cien maneras diferentes. Todo lo que yo debía hacer era esperar.

—No somos ricos, señor.

—Entonces los veinte kiam les vendrán bien.

—Sí, claro, señor y deseo tenerlos, sin embargo me avergüenza que alguien tan excelente como usted sea testigo de la miseria de mi casa.

—He visto una miseria mayor de la que puedas imaginar, amigo mío, y he salido de ella como tú puedes hacerlo. No siempre he sido como aparento ante ti. Fue voluntad de Alá que me viera arrojado a los más profundos pozos de miseria, para que pudiera recuperar lo que me ha sido arrebatado. ¿Me ayudarás? Alá dará buena fortuna a todos los que sean generosos conmigo en mi camino.

Durante un buen rato, el fellah me miró, confuso. Yo sabía que al principio pensó que estaba un poco loco y lo mejor que podía hacer era alejarse de mí lo antes posible. Mi cháchara parecía el discurso de un príncipe secuestrado de los cuentos antiguos, de las historias que se cuentan en el corazón de la noche, entre susurros alrededor del fuego, después de una cena sencilla y antes de sumirse en los sueños. Pero a la luz del día, nada resultaba plausible. Nada excepto el dinero, ondeando en mi mano como las hojas de una palmera. Los ojos de mi amigo estaban fijos en los veinte kiam y dudo que pudiera describir mi rostro a alguien.

Por fin, fui admitido en la casa de mi anfitrión, Ishak Jarir. Mantuvo una disciplina estricta y no vi a ninguna mujer. En el segundo piso dormían los miembros de la familia y tenían unas alacenas para almacenar. Jarir abrió la sencilla puerta de madera de uno de ellos y me metió bruscamente allí.

—Aquí estarás a salvo —dijo susurrando—. Si tus pérfidos amigos vienen y preguntan por ti, nadie en esta casa te ha visto. Pero debes quedarte sólo hasta después de las oraciones de mañana.

—Doy gracias a Alá porque, en su sabiduría, me ha guiado hacia un hombre tan generoso como tú. Todavía tengo algo que hacer y si todo sucede como preveo, volveré con un billete doble del que tienes en la mano. El doble será tuyo.

Jarir no quiso oír más detalles.

—Que tu empresa sea próspera. Pero te lo advierto, si vuelves después de las últimas plegarias, no serás admitido.

—Será como dices, honorable.

Miré por encima del hombro al montón de harapos que serían mi hogar esa noche, sonreí con inocencia a Ishak Jarir y salí de la casa reprimiendo un escalofrío.

Regresé por la angosta y empedrada calle que pensaba me conduciría al Boulevard el-Jameel. Cuando la calle empezó a curvarse hacia la izquierda, supe que había cometido un error, aunque iba en la dirección correcta, así que la seguí. Pero al pasar la curva, no había nada, excepto las desnudas paredes de ladrillo de los edificios que se cerraban en un fétido callejón sin salida. Murmuré una maldición y volví sobre mis pasos.

Un hombre me cortaba el camino. Era delgado, con barba mal recortada y descuidada y una sonrisa bovina en el rostro. Llevaba una camisa amarilla de punto con el cuello abierto, un traje de calle marrón arrugado y desaliñado, keffiya blanca con un cordón rojo y zapatos deportivos marrones. Su necia expresión me recordaba a Fuad, el idiota del Budayén. Era evidente que me había seguido hasta la calle sin salida. No había oído que anduviese detrás de mí.

No me gusta que la gente me siga con sigilo. Abrí mi bolsa mientras le miraba. Él se detuvo, mientras cambiaba su peso de un pie a otro y sonreía. Saqué un par de daddies y cerré la cremallera de la bolsa. Empecé a caminar hacia él, pero me detuvo poniéndome una mano en el pecho. Bajé la vista a su mano y luego la alcé hacia su rostro.

—No me gusta que me toquen —dije.

Se retiró como si hubiera profanado lo más sagrado de lo sagrado.

—Mil perdones —murmuró.

—¿Me sigues por algún motivo?

—Creí que podía interesarte lo que tengo aquí.

Me señaló un maletín de imitación de piel que llevaba en una mano.

—¿Eres un vendedor?

—Vendo moddies, señor, y una amplia selección de útiles e interesantes potenciadores para los negocios. Me gustaría mostrártelos.

—No, gracias.

Levantó el entrecejo, ahora no tan bovino, como si le hubiera pedido que continuase.

—No tardaré ni un momento y seguramente encontrarás lo que andas buscando.

—No busco nada en particular.

—Seguro que sí, o no te habrías modificado el cerebro, ¿quieres?

Acepté. Se arrodilló y abrió su maletín de muestras. Estaba decidido a que no me vendiera nada. No hago negocios con ratas.

Estaba sacando moddies y daddies del maletín y los alineaba en fila india ante él. Cuando terminó, me miró. Estaba orgulloso de su mercancía.

—¿Bien? —dijo.

Hubo un silencio premonitorio.

—¿Bien qué?

—¿Qué opina de ellos?

—¿Los moddies? No se parecen a ninguno de los que he visto. ¿Qué son?

Cogió el primero de la fila. Me lo lanzó y lo recogí. De un rápido vistazo comprobé que no tenía etiqueta, estaba hecho de un plástico más rudimentario que los moddies que había visto en la tienda de Laila y en los zocos. Ilegal.

—Éste ya lo conocías —dijo el hombre, dirigiéndome una mirada lastimera.

Eso hizo que le mirase con dureza.

Se quitó la keffiya. Un cabello castaño y ralo le colgaba y cubría sus orejas. Parecía como si no se lo hubiera lavado en un mes. Con una mano se quitó el moddy que llevaba. El tímido vendedor desapareció. Las mandíbulas del tipo se relajaron y sus ojos perdieron visión, pero con la rapidez de la práctica, se conectó otro de sus moddies de fabricación casera. De repente, sus ojos se achicaron y su boca mostró una dura y sádica mueca. Se transformó en otro hombre. No necesitaba disfraces materiales; el conjunto de todas sus posturas, maneras, expresiones y modo de hablar era más efectivo que cualquier combinación de pelucas y maquillaje.

Me encontraba en un apuro. Tenía a James Bond en mi mano y contemplaba los fríos ojos de Xarghis Moghadhíl Khan. Estaba contemplando la locura. Alargué el brazo y me conecté los dos daddies. Uno proporcionaba a mis músculos una fuerza no natural y desesperada, sin fatiga ni dolor hasta que mis tejidos se rompiesen. El otro cortaba todo sonido. Necesitaba concentrarme. Khan me miró con burla. Tenía una gran daga en la mano, con la empuñadura de plata e incrustaciones de piedras de colores y el cuerpo de oro.

—Siéntate —leí en sus labios—. En el suelo.

Yo no iba a sentarme, por supuesto. Mi mano se movió unos centímetros, en busca de la pistola de agujas bajo mi ropa. Se movió y se detuvo porque recordé que la pistola de agujas se hallaba bajo la almohada de mi habitación del hotel. En aquel momento, la camarera ya la habría encontrado. Y la pistola estaba tranquilamente en el fondo de mi bolsa de cremallera. Me alejé de Khan.