Los criados sirvieron bandejas con cordero, pollo, ternera y pescado, acompañado todo ello con verduras delicadamente sazonadas y sabroso arroz. Terminamos con una selección de fruta fresca y quesos. Cuando todos los platos hubieron sido retirados, «Papa» y yo nos relajamos con café fuerte aromatizado con especias.
—Que tu mesa sea eterna, oh, caíd —dije—. Ha sido la mejor comida que he probado en mi vida.
Estuvo satisfecho.
—Doy gracias a Dios de que así haya sido. ¿Quieres más café?
—Sí, gracias, oh, caíd.
Los criados se retiraron y también las dos «rocas parlantes». El propio Friedlander Bey me sirvió café, un gesto de sincero respeto.
—Debes reconocer que mis planes para ti eran correctos —dijo con dulzura.
—Sí, oh, caíd. Y te estoy agradecido.
Hizo un displicente ademán.
—Somos nosotros, la ciudad y yo, quienes te estamos agradecidos, hijo mío. Ahora, hablemos del futuro.
—Perdóname, oh, caíd, pero no podemos pensar en el futuro con tranquilidad hasta que no estemos seguros del presente. Uno de los dos asesinos que nos amenazaban ha sido capturado, pero el otro anda suelto todavía. Ese malvado puede haber regresado a su hogar, es cierto; ha pasado algún tiempo desde que dio muerte a sus víctimas. Sin embargo, sería prudente considerar la posibilidad de que todavía se halle en la ciudad. Debemos ser precavidos para descubrir su identidad y sus escondites.
El anciano frunció el ceño.
—Oh, hijo mío, sólo tú crees en la existencia de ese otro asesino. No veo la razón de que el hombre que era James Bond y Xarghis Khan, no pudo torturar también a Abdulay de modo tan indescriptible. Has mencionado todos los módulos de personalidad que tenía en su poder. ¿No pudo alguno de ellos convertirle en el demonio que también asesinó al príncipe de la corona, Nikolai Konstantin?
¿Qué debía yo hacer para convencerles?
—Oh, caíd —dije —, tu teoría supone que un hombre realiza sendos trabajos para la alianza fascista-comunista y para los bielorrusos leales. En ese caso, se hubiera neutralizado a sí mismo por turnos. Eso habría retrasado el desenlace, lo cual tal vez le beneficiara, aunque no comprendo cómo, y sería capaz de informar de resultados positivos a ambos bandos al mismo tiempo. Sin embargo, si todo eso es cierto, ¿cómo habrá podido resolver la situación? Al final sería recompensado por un bando y castigado por el otro. Es un despropósito el que un hombre pueda proteger a Nikki y, a la vez, trate de asesinarla. Además, el forense de la policía determinó que el hombre que asesinó a Tami, Abdulay y Nikki era más bajo y corpulento que Khan, con dedos anchos y gruesos.
El rostro de Friedlander Bey tembló con una débil sonrisa.
—Tu visión, respetado, es aguda aunque de perspectivas limitadas. Yo mismo, a veces, me encuentro alentando a los dos antagonistas de una riña. ¿Qué otra cosa puedo hacer cuando mis amigos se pelean?
—Con perdón, oh, caíd, hablamos de varios homicidios a sangre fría, no de riñas o disputas. Y ni los alemanes ni los rusos son tus queridos amigos. Sus contiendas internas no nos importan en la ciudad.
«Papa» sacudió la cabeza.
—Perspectiva limitada —repitió bajito—. Cuando las tierras infieles del mundo se separan, nosotros revelamos nuestra fortaleza. Cuando los grandes demonios, Estados Unidos y Unión Soviética, se desmembraron en diferentes Estados, fue un signo de Alá.
—¿Un signo? —pregunté, planteándome qué tenía todo eso que ver con Nikki, los cables de mi cráneo y la pobre y olvidada gente del Budayén.
Las cejas de Friedlander Bey se juntaron y, de repente, me pareció un nómada del desierto; se asemejaba a los orgullosos caudillos que le habían precedido empuñando la irresistible Espada del Profeta.
—Jihad —murmuró.
Jihad. Guerra santa.
Sentí un aguijón en mi piel y la sangre fluyendo hacia mis orejas. Ahora que las grandes naciones de antaño estaban indefensas en su pobreza y discordias, era el momento de que el Islam completara la conquista que había iniciado muchos siglos atrás. La expresión de «Papa» se parecía mucho a la mirada que yo había visto en los ojos de Xarguis Khan.
—Es lo que a Alá le place —dije.
Friedlander Bey resolló y me dirigió una benevolente mirada de aprobación. Estaba siguiéndole la corriente. Era más peligroso de lo que yo había sospechado jamás. Ejercía un poder casi dictatorial sobre la ciudad, eso, junto con su avanzada edad y su ilusión, me hizo mostrarme cauteloso en su presencia.
—Me harás un gran favor si aceptas esto —dijo, al tiempo que dejaba un sobre en la mesa.
Supongo que alguien de su posición piensa que el dinero es el regalo perfecto de una persona que lo tiene todo. Nadie lo habría considerado ofensivo. Agarré el sobre.
—Me abrumas —murmuré —. No tengo palabras para expresarte mi agradecimiento.
—Yo soy el que está en deuda contigo, hijo mío. Has obrado bien, y siempre recompenso a quienes cumplen mis deseos.
No miré el sobre, aunque sabía que hubiera sido una falta de buenos modales.
—Eres el padre de la generosidad —dije.
Lo estábamos haciendo bien. Yo le gustaba mucho más ahora que en nuestro primer encuentro, mucho tiempo antes.
—Estoy cansado, hijo mío, debes perdonarme. Mi chófer te llevará a tu casa. Ven a visitarme pronto y hablaremos de tu futuro.
—Con ojos y cabeza, oh, señor de hombres. Estoy a tu disposición, —repliqué.
—No hay majestad ni poder sino en Alá el glorioso y el grande.
Parece una simple fórmula, pero se reserva para momentos de peligro o antes de alguna acción crucial. Busqué alguna pista en el hombre de cabello gris, mas él me ignoró. Me despedí y salí de su despacho. Todo el trayecto hacia el Budayén lo hice reflexionando.
Era lunes por la noche y el club de Frenchy estaría ya lleno. Había una mezcla de tipos de la marina naval y mercante, que venían a veinte kilómetros del puerto; había cinco o seis turistas que buscaban una clase de acción y estaban a punto de encontrar otra, y unas cuantas parejas de turistas en busca de historias vivas y pintorescas para llevarse a casa. También había un pequeño número de hombres de negocios de la ciudad que probablemente conocían el riesgo, pero, a pesar de eso, venían para tomar una copa y mirar cuerpos desnudos.
Yasmin estaba sentada entre dos marineros, que se reían y se hacían señas por encima de su cabeza; debían creer que habían encontrado lo que buscaban. Yasmin bebía su cóctel de champán y tenía siete vasos vacíos delante. Desde luego, ella sí había encontrado lo que buscaba. Frenchy cobraba ocho kiam por cóctel, que compartía con la chica que los pedía. Yasmin ya había limpiado treinta y dos kiam a esos alegres vagabundos del mar y, por el aspecto que tenía, aún iba a arrancarles más, la noche era joven todavía. Y eso sin incluir las propinas. Era una joya digna de ser contemplada, podía separar a un tipo de su dinero más rápido que nadie, excepto quizá Chiriga.
Había varios asientos libres en la barra, uno cerca de la puerta y otros al fondo. No me gusta sentarme cerca de la puerta, pareces una especie de turista o algo así. Me dirigí al oscuro interior del club. Antes de que llegase al taburete, Indihar se me acercó.
—Estará más cómodo en un sillón, señor —dijo ella.
Sonreí. No me reconoció con mis ropas y sin mi barba. Sugirió el sillón porque si me sentaba en el taburete, no podría sentarse cerca de mí y trabajarme la cartera. Indihar era una persona bastante agradable, nunca había tenido ningún incidente con ella.
—Me sentaré en la barra — dije—. Quiero hablar con Frenchy.
Me hizo un gesto indiferente, se dio media vuelta y sorteó a la gente. Como un halcón de caza, había avistado tres mercaderes de rica apariencia sentados con una chica y un transexual. Siempre había espacio para una más. Indihar hincó sus garras.