Los golpes físicos que recibí, mientras intentaba reducir al viejo Hassan el chiíta a huesos para caldo, no fueron tan graves como para mantenerme en la cama tanto tiempo. En realidad, habrían podido curarme esas heridas en la sala de urgencias y habría salido a cenar y a bailar pocas horas después. El verdadero problema estaba dentro de mi cabeza. Había visto y hecho demasiadas cosas terribles, y el doctor Yeniknani y sus colegas consideraron la posibilidad de que si se limitaban a desconectar el daddy de castigo y el resto de los daddies, cuando todos los hechos y recuerdos golpearan mi pobre y desprotegido cerebro, terminaría tan loco como una araña con patines.
El chico americano me encontró —nos encontró, me refiero a mí, a Hassan y a Okking—, y llamó a la policía. Me llevaron al hospital y todos esos especialistas, en apariencia bien pagados y hábiles, no quisieron saber nada de mí. Nadie arriesgaba su reputación haciéndose cargo. «¿Le dejamos los potenciadores? ¿Se los quitamos? Si se los quitamos, puede quedar permanentemente loco. Si se los dejamos, pueden quemarle hasta el vientre. » Todo ese tiempo, el daddy negro estaba exprimiendo el centro de castigo de mi cerebro. Perdí el conocimiento una y otra vez, pero no soñé con la Dulce Pilar, podéis apostar por eso.
Primero, desconectaron mi chip de castigo, pero dejaron los otros para que me quedase en una especie de limbo insensible. Me devolvieron la plena consciencia muy despacio, analizándome a cada paso. Estoy orgulloso de poder decir que hoy me encuentro tan sano como siempre; guardo todos los daddies en su bolsa de plástico por si me pongo nostálgico.
Esa vez no tuve ninguna visita en el hospital. Quería que mis amigos tuvieran un buen recuerdo. Me dio la oportunidad de que la barba y el cabello volvieran a crecerme. Era un martes por la mañana cuando el doctor Yeniknani firmó mi alta.
—Le pido a Alá que no volvamos a verle por aquí —dijo.
Me encogí de hombros.
—A partir de ahora, voy a buscarme un pequeño negocio, tranquilo, vendiendo monedas falsas a los turistas. No quiero más problemas.
El doctor Yeniknani sonrió.
—Nadie quiere problemas, pero hay bastantes problemas en el mundo. No podemos escondernos de ellos. ¿Recuerda la azora más corta del noble Corán? Es una de las primeras reveladas por el Profeta, que las bendiciones y la paz sean con él. Dice: «Busco refugio en el Señor de la Humanidad, el Rey de la Humanidad, el Dios de la Humanidad, del taimado mal que susurra en los corazones de la Humanidad, de los djinn y de la Humanidad».
—Los djinn, la Humanidad, las armas y los cuchillos —dije.
El doctor Yeniknani sacudió la cabeza tranquilamente.
—Si buscas armas encontrarás armas. Si buscas a Alá encontrarás a Alá.
—Bueno —repuse con voz débil —, entonces tendré que empezar mi vida de nuevo cuando salga de aquí. Cambiaré de estilo y de forma de pensar, y olvidaré mis años de experiencia.
—Se burla de mí —dijo con tristeza—, pero quizá algún día escuche sus propias palabras. Rezo a Alá para que cuando ese día llegue todavía esté a tiempo de hacer lo que dice.
Entonces, firmó mis papeles y volví a ser libre, volví a ser yo, sin ningún lugar adonde ir.
Ya no tenía mi apartamento. Todo lo que poseía era una bolsa con un montón de dinero dentro. Llamé un taxi desde el hospital y nos dirigimos a casa de «Papa». Ésa era la segunda vez que aparecía sin estar citado, pero tenía la excusa de que no podía telefonear a Hassan para concertar una. El mayordomo me reconoció, incluso me obsequió con un instantáneo cambio de expresión. Era evidente que me había convertido en una celebridad. Los políticos y las estrellas del sexo pueden abrazarte y eso no significa nada, pero cuando los mayordomos del mundo se fijan en ti, te das cuenta de que algo de lo que crees de ti mismo es cierto.
Incluso pasaron de la sala de espera. Una de las «rocas parlantes» apareció ante mí, se dio media vuelta y empezó a andar. Le seguí. Entramos en el despacho de Friedlander Bey y avancé unos pasos hacia el escritorio de «Papa». Él se levantó, su anciano rostro se arrugó tanto al sonreír que temí se le quebrase en mil pedazos. Se apresuró hacia mí, agarró mi rostro entre sus manos y me besó.
—¡Oh, hijo mío! —gritó.
Luego, volvió a besarme. No hallaba palabras para expresar su alegría.
Por mi parte, me sentía algo incómodo. No sabía si representaba al héroe cabeza de ladrillo o al chico que justo se hallaba en el lugar adecuado en el momento preciso. La verdad era que deseaba salir de allí lo antes posible con otro grueso sobre de dinero de recompensa y no volver a relacionarme nunca más con aquel viejo hijo de puta. Me lo ponía difícil. Seguía besándome.
Al final, resultó un poco ridículo, incluso para un potenciado árabe de la vieja ola como Friedlander Bey. Me soltó y se retiró tras el formidable bastión de su escritorio. Parecía que no íbamos a compartir una exquisita comida, ni té, ni a intercambiar historias sobre cuerpos mutilados mientras me contaba lo maravilloso que yo había estado. Sólo me miró durante un buen rato. Una de las «rocas parlantes» se acercó despacio por detrás de mí, hasta mi hombro derecho. Sentí un miedo reminiscente de mi primera entrevista con Friedlander Bey en el motel. Ahora, en ese escenario más suntuoso, era alguien que pasaba de ser el héroe conquistador a un vil pícaro a quien pillan con la mano en el bolsillo de otro y luego sobre la alfombra. No sabía cómo lo hacía «Papa», pero eso era parte de su magia. Todavía no sabía cuáles habían sido sus móviles.
—Lo has hecho bien, oh, excelente —dijo Friedlander Bey.
Su tono era atento y no del todo aprobador.
—Alá en su grandeza me dio buena fortuna y tú, tu prudencia —repliqué.
«Papa» asintió. Estaba acostumbrado a ser relacionado con Alá de ese modo.
—Toma, pues, el signo de mi gratitud.
Una de las «rocas» puso un sobre contra mis costillas; lo cogí.
—Gracias, oh, caíd.
—No me des las gracias a mí, sino a Alá en su magnificencia.
—Sí, tienes razón.
Me metí el sobre en el bolsillo. Me preguntaba si podría irme ya.
—Muchos de mis amigos han muerto —musitó «Papa»—, y muchos de mis valiosos asociados también. Sería bueno proceder de modo que esto no suceda jamás.
—Sí, oh, caíd.
—Necesito amigos fieles en cargos de autoridad, en quienes pueda delegar. Siento vergüenza al recordar la confianza depositada en Hassan.
—Era un chiíta, oh, caíd.
Friedlander Bey movió una mano.
—Sin embargo, es el momento de reparar las injurias a que hemos sido sometidos. Tu labor no ha terminado todavía, hijo mío. Debes ayudar a construir una nueva estructura de seguridad.
—Haré lo que pueda, oh, caíd.
No me gustaba el cariz que estaban adquiriendo las cosas, pero, una vez más, me hallaba indefenso.
—El teniente Okking está muerto y habrá ido a su paraíso. Inshallah. Su puesto será ocupado por el sargento Hajjar, un hombre a quien conozco bien y cuya palabra y obra no debo temer. Estoy planeando un nuevo y enérgico departamento: una relación entre mis amigos del Budayén y las autoridades.
Nunca en mi vida me había sentido tan pequeño y solo.
Friedlander Bey prosiguió:
—Te he escogido a ti para que administres una nueva fuerza de supervisión.