—¿Yo, oh, caíd? —dije con voz trémula—. No te referirás a mí.
Asintió.
—Que así sea.
Sentí una rabia repentina y avancé hacia su escritorio.
—¡Al infierno tú y tus planes! — grité—. Te sientas aquí y lo manipulas todo, ves morir a mis amigos, pagas a un tipo y a otro, y te importa una mierda lo que les ocurra con tal de que tu dinero se multiplique. No tengo ninguna duda de que tú estabas detrás de Okking y los alemanes, y Hassan y los rusos.
De repente me callé. No lo había pensado de prisa, sólo estaba sacando afuera mi ira; pero por la súbita tensión que observé alrededor de la boca de Friedlander Bey podía decir que había tocado una fibra extremadamente sensible.
—Fuiste tú, ¿no es cierto? —dije con suavidad—. No te importa una jodida mierda lo que le ocurra a nadie. Jugabas a los dos bandos. No para el centro, no había ningún centro. Sólo tú, tú, cadáver andante. No tienes ni un átomo de humano. No amas, no odias, nada te importa. Con todas tus reverencias y tus oraciones no hay nada en ti. He visto puñados de arena con más conciencia que tú.
Lo realmente extraño fue que ninguna de las dos «rocas parlantes» se acercara, me echara fuera o me rompiera la cara. «Papa» debió hacerles una seña para que dijera mi pequeña oración. Di otro paso hacia él y alzó las comisuras de sus labios en un penoso intento de sonrisa de viejo. Me detuve en seguida, como si hubiera topado con una invisible pared de cristal.
Baraka. El encanto carismático que rodea a los santos, a las tumbas, a las mezquitas y a los hombres sagrados. No podía hacer daño a Friedlander Bey, y yo lo sabía. Abrió un cajón del escritorio y sacó un dispositivo de plástico gris que se adaptaba perfectamente a la palma de su mano.
—¿Sabes qué es esto, hijo mío? —me preguntó.
—No.
—Es una parte de ti.
Apretó un botón y la horrible pesadilla que me había convertido en un animal, que me había llevado a desgarrar y destrozar a Okking y a Hassan, inundó mi cráneo con toda su furia irrefrenable.
Me puse en posición fetal sobre la alfombra de «Papa».
—Esto han sido sólo quince segundos —me dijo con calma.
Le miré, sombrío.
—¿Es así como vas a obligarme a hacer lo que tú quieras? Me ofreció otra sonrisa.
—No, hijo mío.
Me lanzó el dispositivo de control en un perfecto arco y lo cogí. Le miré.
—Cógelo —dijo—. Lo que deseo es tu amante cooperación, no tu miedo.
Baraka.
Me guardé la unidad de control remoto en el bolsillo y esperé. «Papa» asintió.
—Que así sea —dijo otra vez.
Y de ese modo me convertí en policía. Las «rocas parlantes» se acercaron a mí. Para poder respirar, tuve que adelantarme a un metro de ellos. Me escoltaron fuera de la habitación hasta el salón y también fuera de la casa de Friedlander Bey. No tuve la oportunidad de decir nada más. Me encontré en la calle, bastante más rico. Era una especie de remedo de agente de refuerzo de la ley, con Hajjar como jefe inmediato. Ni en mis peores pesadillas medio locas e inducidas por las drogas había tramado algo tan horrible.
Como suele ocurrir con las noticias, ésta se divulgó con rapidez. Era probable que ya lo supieran antes que yo, mientras me recuperaba y hacía solitarios con la soneína. Cuando entré en el Silver Palm, Heidi no me sirvió. En el Solace, Jacques, Mahmud y Saied miraron el aire húmedo a medio metro de mi hombro y dijeron que había mucho ajo; ni siquiera hicieron caso de mi presencia. Me di cuenta de que Saied «Medio Hajj» había heredado la custodia del muchacho americano de Hassan. Deseé que fueran muy felices juntos. Por último, fui al club de Frenchy y Dalia colocó un posavasos ante mí. Parecía muy incómoda.
—¿Cómo estás, Marîd? —me preguntó.
—Bien. ¿Todavía me hablas?
—Claro, Marîd, hace tiempo que somos amigos.
Pero echó una larga y preocupada mirada al final de la barra.
Yo también miré. Frenchy se levantó de su taburete y se acercó pausadamente hacia mí.
—No quiero saber nada de ti, Audran —dijo con rudeza.
—Frenchy, cuando cacé a Khan me dijiste que aquí podría beber gratis el resto de mi vida.
—Eso fue antes de lo que le hiciste a Hassan y a Okking. Nunca les tuve mucho aprecio pero aquello…
Volvió la cabeza y escupió.
—Pero fue Hassan quien…
Me interrumpió. Se volvió a la chica de la barra.
—Dalia, si alguna vez sirves a este bastardo, estás despedida, ¿entiendes?
—Sí —dijo, mirándonos nerviosa a Frenchy y a mí.
El gran hombre se volvió hacia mí.
—Ahora lárgate —ordenó.
—¿Puedo hablar con Yasmin? —pregunté.
—Habla con ella y lárgate.
Frenchy me dio la espalda y se alejó, del modo en que te alejas de algo que no quieres ver, oler o tocar.
Yasmin estaba sentada en una butaca con un pavo. Me acerqué a ella, ignorando al tipo.
—Yasmin, y o no…
—Es mejor que te vayas, Marîd —dijo con voz gélida—. He oído lo que hiciste. He oído hablar de tu nuevo y asqueroso trabajo. Te has vendido a «Papa». Lo habría esperado de cualquiera, pero de ti, Marîd… ; al principio no podía creerlo. Sin embargo, lo hiciste, ¿no? ¿Todo lo que dicen?
—Fue el daddy, Yasmin, no sabes cómo me puso. Tú querías que me…
—Supongo que fue el daddy lo que hizo un policía de ti, ¿verdad?
—Yasmin…
Allí estaba yo, el hombre cuyo orgullo le bastaba, que no necesitaba nada, que no esperaba nada, que vagaba por los solitarios caminos del mundo imperturbable porque no había más sorpresas. ¿Cuánto tiempo lo había creído, pensando que, en realidad, me regía por eso, viéndome a mí mismo de ese modo? Y ahora suplicaba…
—Vete, Marîd, o llamaré a Frenchy. Estoy trabajando.
—¿Puedo llamarte más tarde?
—No, Marîd, no.
Así que me fui. Había estado solo antes, pero ésta era una experiencia nueva. Supongo que debía imaginármelo, pero eso me dolió más que todo el terror y el horror que había sufrido. A mis propios amigos, mis antiguos amigos, les resultaba más fácil tachar mi nombre y borrarme de sus vidas que enfrentarse a la verdad. No querían admitir el peligro que habían corrido; el peligro que algún día podrían volver a correr. Querían simular que el mundo era hermoso y sano, y que trabajaban de acuerdo a unas reglas que alguien había escrito en alguna parte. No necesitaban saber qué reglas eran ésas, sólo necesitaban saber que existían, por si acaso. Yo era el recuerdo constante de que no había reglas, que la locura reinaba en el mundo y que su seguridad y sus vidas estaban siempre amenazadas. No querían pensar en ello, así que llegaron a una simple determinación: yo era el villano, yo era el chivo expiatorio, me llevé todo el honor y todo el castigo. Dejemos que Audran lo haga, que Audran pague por ello, jodido Audran.
De acuerdo, si así iba a ser. Entré con estruendo en el club de Chiri y eché a un joven negro de mi taburete habitual. Maribel se encontraba sentada en un taburete al final de la barra y se me acercó, borracha.
—Te he estado buscando, Marîd —dijo con voz gruesa.
—Ahora no, Maribel, no me encuentro de humor.
Chiriga paseó la mirada desde mí hasta el joven negro, que estaba a punto de pelearse conmigo.
—¿Ginebra y bingara? —me preguntó, con un alzamiento de cejas. Ésa fue toda la expresividad que mostró conmigo—, ¿o tende?
Maribel se sentó a mi lado.
—Tienes que escucharme, Marîd.
Miré a Chiri, era una decisión difícil. Me pasé a los gimlets de vodka.
—Recuerdo quién fue —dijo Maribel—. El tipo que me llevé a casa. El de las cicatrices, el que andabas buscando. Era Abdul-Hassan, el muchacho americano. Hassan debió hacerle esas señales. ¿Ves? Te aseguré que lo recordaría. Ahora estás en deuda conmigo.