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Fue también sin Éliane delante como a los dos o tres años de nuestros primeros encuentros me contó Xavier la muerte de su hijo recién nacido, no recuerdo si estrangulado por su propio cordón umbilical, o sin duda no, pues lo que sí recuerdo es uno de sus comentarios tan parcos (ni siquiera me había dicho que lo esperaran): ‘Para Éliane ha sido más grave que para mí’, dijo. ‘No sé cómo va a reaccionar. Lo peor es que el niño llegó a existir, así que no podremos olvidarlo, ya le habíamos dado nombre.’ No le pregunté cuál era ese nombre, para no tener que recordarlo yo también. Años más tarde, hablándome de otra cosa -pero quizá no pensaba en otra cosa-, me escribió: ‘Lo que es repulsivo es tener que enterrar lo que acaba de nacer.’ Aún no se había separado de Éliane -o Éliane de él- el día que me habló de un proyecto literario que precisaba de un experimento, me dijo: ‘Voy a escribir un ensayo sobre el dolor. Pensé primero en hacer un tratado estrictamente médico y titularlo Dolor, anestesia y diestesia, pero he de ir más allá, lo que en realidad me interesa del dolor es el misterio que representa, su carácter ético y su descripción en palabras, y todo eso es algo cuya posibilidad tengo a mano: he planeado suspender dentro de pocos días mi medicación contra la depresión melancólica y ver qué pasa, ver hasta dónde puedo aguantar y examinar el proceso de mi dolor mental que acaba por hacerse físico en formas diversas, pero sobre todo a través de unas migrañas inconcebibles. La palabra migraña parece siempre leve por culpa de las esposas insatisfechas o esquivas, pero encierra uno de los mayores padecimientos que puede conocer el hombre, eso desde luego. Cabe la posibilidad de que si quiero detener el experimento sea demasiado tarde, pero no puedo dejar de llevar a cabo esta investigación.’ Xavier Comella había seguido escribiendo más novelas y más poesía y unas ‘imaginarias’ -en el sentido de ‘guardias’y una epistemología, de todo lo cual habíamos logrado que la editorial madrileña que nos había hecho conocernos aceptara por fin publicar su novela Vivisección, mucho más extensa que la que yo había leído; sin embargo aún no había visto la luz a causa de inacabables retrasos, y él estaba trabajando en una traducción de La anatomía de la melancolía de Burton por encargo de la misma editorial, que lo había elegido para la tarea también por su profesión. Seguía siendo un autor inédito, y de vez en cuando, desesperado, tomaba la decisión de seguir siéndolo para siempre: cancelaba contratos que luego había que reconstruir, suerte que el editor era un hombre paciente, arriesgado y afectuoso, lo casi nunca visto. ‘No tienes curiosidad por ver tu libro publicado’, le dije yo. ‘Sí, claro que sí’, contestó, ‘pero no puedo esperar, y con el ensayo sobre el dolor habré completado el sesenta por ciento de mi obra’, volvió a señalar con la acostumbrada precisión. ‘El día que te conocí me dijiste que sin tu medicación lo más probable era que te suicidaras, y si eso ocurriera tu obra se quedaría tan sólo en el cincuenta por ciento o quizá menos, depende del porcentaje que lleve tu ensayo. Y el cincuenta por ciento es poca cosa, ¿no?’ Se echó a reír con retraso como solía y me dijo con la extraña simpleza verbal en que incurría a veces: ‘Tienes unas salidas…’ Yo no me preocupé demasiado, siempre pensaba que su verdad era exagerada cuando me contaba los episodios más dramáticos y aparatosos.

Durante los siguientes meses sus cartas se hicieron aún más austeras de lo habitual, y su letra infantil más apresurada. Sólo al despedirse decía alguna frase sobre sí mismo o su estado o sobre la marcha de su experimento: ‘Hoy por hoy la máxima velocidad hacia el futuro sigue siendo insuficiente y no envejecemos respecto a él sino respecto a nuestro pasado. Mi futuro perfecto tiene prisa; mi pasado perfecto no tiene frenos.’ O bien: ‘Siempre he vivido con la aprensión de tener que callarme un día, definitivamente. En fin, amigo, estoy más pusilánime que nunca.’ Pero poco después: ‘Cada vez soy más invulnerable por dentro y combustible por fuera.’ Y más adelante: ‘Ni vivir ni morir sino quizá durar sea lo más heroico en el hombre.’ Y en la siguiente carta: ‘¿Qué pensarán de nosotros? ¿Qué pensamos de nosotros? ¿Qué pensarás de mí? No quiero saberlo. Mas la pregunta me produce cierto abatimiento. Ni más ni menos.’ ‘Como te dije en el curso de nuestra conversación frente al Luxemburgo’, decía una vez refiriéndose a la obra cuyo advenimiento invocaba, ‘mi puerta de entrada consiste en provocar una recaída en el cólico endógeno y cuando los meandros de los setenta primeros escolios te conduzcan al último comprenderás el porqué, tanto más si recuerdas lo que te comenté respecto a las condiciones privilegiadas que reúne mi enfermedad. Desde luego ese regreso al Hades es un poco bestia y soy el primero en reprochármelo, pero, ¿cómo contentarse con atunes cuando se tiene aparejo para tiburón?’ Y aún: ‘No estoy otra vez muy mal. Es la misma vez.’ Hubo de interrumpir el experimento antes de lo esperado: él calculaba que necesitaría seis meses para alcanzar el culmen, y a los cuatro hubo de ser hospitalizado durante dos semanas, incapaz de aguantar sin su medicación y aún sin los medios para ponerse a escribir. Sé que su familia y los médicos lo regañaron mucho.

Poco después se produjeron reveses y cambios encadenados, aunque él me los transmitía espaciadamente, sin duda por delicadeza: sólo cuando hacía algún tiempo que había ocurrido me comunicó la separación de Éliane. No me dio explicaciones lineales, pero a lo largo de nuestra charla -esta vez en Madrid, en una visita a un hermano que ahora vivía aquí- me las dio a entender, y entendí estas cuatro: un hijo muerto no une necesariamente, sino que a veces separa si la cara del uno no hace sino recordarle esa muerte al otro; los años de espera de algo concreto, un libro y su publicación, quedan justamente quebrados cuando lo esperado llega; lo que nace en la infancia no se acaba nunca, pero tampoco se cumple; el dolor propio no es que se pueda, se tiene que soportar, pero lo que no se puede es pedir que asistamos al que se inflige a sí mismo el otro, porque nunca veremos su necesidad. Aquella ruptura no supuso, con todo, el fin de la adoración: Xavier confiaba en que se demorara el divorcio, también en que Éliane no abandonara París, le ofrecían un trabajo excelente como decoradora en Montreal.

Más tarde me comunicó que su herencia o sus rentas habían llegado a su término (tal vez eran cantidades que el padre desviaba de los negocios de la familia y se cansó de seguir con la práctica). Hasta entonces su único trabajo remunerado había sido la traducción monumental de Burton, a cuyo cincuenta por ciento aún no había llegado; desconocía los horarios, por supuesto madrugar. Decidió ejercer entonces su carrera olvidada e inició las gestiones para hacerlo en París, de donde en ningún caso quería moverse mientras Éliane permaneciera allí. Esperó la nacionalidad y el doctorado de estado, tuvo que trabajar al principio como enfermero, luego en un dispensario (‘Hombres y mujeres, ancianos y adolescentes transformados en lampistería: allá voy para arbitrar entre horrores y bagatelas’). Estuvo a punto de incorporarse a Médecins du Monde o Médecins sans Frontières, organizaciones que lo habrían enviado una temporada a Africa o a Centroamérica con los gastos pagados pero sin darle un salario, de allí habría vuelto con los bolsillos sin peso. Ya no dispuso de todo su tiempo para escribir, y disminuyó la velocidad con que iba cubriendo su famoso ciento. De Éliane no quería hablar mucho, sí lo hacía en cambio de otras mujeres jóvenes o no tanto, entre ellas mi amiga italiana que yo le había presentado años atrás: según él ella fue muy cruel; según ella sólo se defendió: tras pasar una noche juntos él salió de la casa de ella para regresar a las pocas horas con su equipaje, ya dispuesto a vivir allí. Fue expulsado con indignación femenina. Yo escuché ambas versiones y no opiné, solamente lo lamenté.