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Creo que no, vi la primera.

Si quieres te la dejo en vídeo -dijo Loren amistosamente-. Es la mejor de las tres, a lo grande.

No tengo vídeo. Sigue -contesté yo, temiendo que en cualquier momento se abriera la puerta y aparecieran la cara alta de Mir o la huesuda de Custardoy o el bigote bajo para hacernos pasar a rodar nuestras escenas. No podríamos hablar durante ellas, o no de la misma forma, nos exigirían concentración, a lo nuestro.

Pues eso, había que estar todo el día encima y dormir con un ojo abierto, yo en la habitación de al lado, la mía y la suya comunicadas por una puerta de la que yo tenía la llave, sabes, como en los hoteles a veces, la casa era inmensa. Pero claro, hay infinitas maneras de hacerse daño, si alguien está de verdad dispuesto a matarse acabará consiguiéndolo siempre, lo mismo que un asesino, si alguien se quiere cargar a alguien acabará cargándoselo por mucha protección que tenga, aunque sea el Presidente del Gobierno, aunque sea el Rey, si alguien se empeña en matar y no le importan las consecuencias, acaba matando a quien quiere, no hay nada que hacer, lo tiene todo de su parte si no le importa lo que le pase luego. Mira a Kennedy, mira en la India, allí no queda un político vivo. Pues lo mismo con el que se asesina a sí mismo, me río yo de los suicidios fallidos. La princesa de pronto se tiraba de cabeza por las escaleras mecánicas de El Corte Inglés y la recogíamos con la frente abierta y las piernas en carne viva, y hubo suerte porque yo metí la mano. O se precipitaba contra una cristalera, contra un escaparate en plena calle, tú no sabes lo que es eso, toda llena de cortes y con cientos de cristalitos clavados, una locura, gritando de dolor, porque si no te matas la cosa duele. Tampoco se la podía encerrar, así no se habría curado. Me acostumbré a ver peligros por todas partes y eso es el horror, ver el mundo entero como una amenaza, nada es inocente y todo está en contra, en lo más inofensivo veía un enemigo, mi imaginación tenía que anticiparse a la suya, agarrarla de un brazo cada vez que íbamos a cruzar una calle, procurar que no se acercara a ninguna ventana alta, en las piscinas extremar el cuidado, apartarla de un obrero que pasara llevando una barra, era capaz de intentar ensartarse en ella, o así me acostumbré a pensar, que podía hacer cualquier cosa, uno desconfía de todo, de las personas, de los objetos, de las paredes. -‘Así vivía yo cuando la niña era pequeña’, pensé; ‘aún ahora vivo así un poco, nunca tranquila del todo. Conozco eso. Sí, es horrible.’ -Una vez intentó arrojarse a las patas de los caballos en plena recta final, en el hipódromo, tuve suerte de agarrarla del tobillo cuando ya estaba a punto de alcanzar la pista, se aprovechó de que yo estaba ocupado con las apuestas y se me escabulló, vaya minutos de pánico hasta que la pesqué, iba ya corriendo hacia los caballos. -El actor Lorenzo hizo una pausa sólo verbal, no mental, vi cómo seguía rumiando lo que contaba o iba a contar.- Aquello era mucho peor que esto, te lo aseguro, una tensión tremenda, una angustia continua, sobre todo desde que me la tiré, me la tiré dos veces: la puerta contigua, la llave en mi poder, las noches siempre medio despierto y sobresaltado, comprendes, era un poco inevitable. Además, mientras yo estaba así con ella no había peligro, no podía pasarle nada conmigo encima abrazado a ella, conmigo encima estaba a salvo, comprendes. -‘El sexo el lugar más seguro’, pensé, ‘se controla al otro, se lo tiene inmovilizado y a salvo’. Hacía tiempo que no estaba en ese lugar seguro.- Pero claro, te tiras a una tía un par de veces y le coges afecto. Vamos, no mucho, yo tengo mi novia, no por fuerza, pero ya es otra cosa, la has tocado, la has besado y ya no la ves igual, y ella se pone cariñosa contigo. -Me pregunté si me pondría cariñosa con él tras la sesión que nos esperaba. O si él me cogería afecto por eso. No le interrumpí.- Así que además de la tensión del trabajo, tenía también preocupación, bueno, pánico, no quería que le pasara nada, por nada del mundo quería que le pasara nada. Total, una ganga, y al lado de aquello esto es jauja.

‘Ganga’ y ‘jauja’, cada vez se oyen menos esas palabras, parecen de chiste.

Ya -dije-. Y qué pasó, te hartaste -pregunté sin esperanza de que fuera a contestarme afirmativamente. En realidad ya me había contado lo que había pasado, por su manera de rumiar y de contarme el resto.

Loren se puso el sombrero de nuevo y aspiró con fuerza por sus fosas nasales que parecían humedecidas, como si cobrara energía para un esfuerzo. El ala del sombrero le tapó la mirada gris y fría, su cara era ahora nariz y labios, los labios agradables que no besaría, no hay besos en la boca en las películas porno.

No, me quedé sin empleo. Fallé, la princesa se cortó el cuello en la cocina de su casa hace tres semanas, en mitad de la noche, y yo ni siquiera la oí salir de la habitación, qué te parece. Me quedé sin nadie de quien cuidar. Un desastre, qué desastre. -Por un instante me asaltó la duda de si el actor Lorenzo no estaba actuando, para distraerme y quitarme los nervios. Pensé un momento en la niña, la había dejado con una vecina. Él se puso en pie, dio unos pasos por la habitación al tiempo que se alzaba los pantalones vaqueros. Se paró ante la puerta cerrada que tendríamos que cruzar ya pronto. Creí que iba a darle un golpe pero no se lo dio. Sólo dijo malhumorado: -Bueno, a ver si empezamos de una puta vez, yo no tengo todo el día.

Sangre de lanza

Para Luis Antonio de Villena

Me despedí para siempre de mi mejor amigo sin saber que lo estaba haciendo, porque a la noche siguiente, con demasiado retraso, lo descubrieron tirado en la cama con una lanza en el pecho y una mujer desconocida al lado, también muerta pero sin el arma homicida en el cuerpo porque el arma era la misma y se la habían tenido que arrancar tras clavársela, para mezclar su sangre con la de mi mejor amigo. Las luces estaban encendidas y la televisión, y así sin duda habían permanecido durante todo aquel día, el primero de mi amigo sin vida o del mundo sin su mundana presencia desde hacía treinta y nueve años, bombillas incongruentes con el sol severo de la mañana y quizá no tanto con el cielo tormentoso de la tarde, pero a Dorta le habría molestado el dispendio. No sé bien quién paga los gastos de los muertos.

Tenía la frente abombada por un golpe previo, no era un chichón o si lo era ocupaba la superficie entera, la piel tirante sobre el cráneo elefantiásico, como si se hubiera frankensteinizado en la muerte, el arranque del pelo con una pequeña calva que nunca había tenido. Ese golpe debería haberlo dejado fuera de combate, pero al parecer no le había hecho perder del todo el conocimiento, porque tenía los ojos abiertos y las gafas puestas, aunque podía habérselas colocado después el lancero, como escarnio, uno no necesita gafas cuando es seguro que ya no va a ver más nada: toma, cuatro ojos, para que veas bien claro el camino del infierno. Llevaba el albornoz que utilizaba siempre a modo de bata, compraba uno nuevo cada pocos meses y este último fue amarillo, quizá debería haber evitado el color, como los toreros. Tenía sus zapatillas calzadas, zapatillas duras y rígidas como de americano, una especie de mocasín bien escotado por el empeine, sin ribetes y con el tacón muy plano, uno se siente más seguro si oye sus propios pasos. Las dos piernas desnudas asomaban por entre los faldones, vi que aunque era hombre velludo tenía las canillas calvas, hay quien pierde el pelo de esa zona por el roce eterno de los pantalones, o de los calcetines si son altos, medias de sport las llaman y él las usaba siempre, nunca se le vio franja de carne con las piernas cruzadas en público. Las sangres habían manado lo suficiente durante horas -con las luces encendidas y atareados testigos en la pantalla- para empapar el albornoz y las sábanas y arruinar el suelo de madera. La cama, sin colcha por el calor, no había sido abierta, el embozo intacto. Se lo veía pálido en las fotos, como a todos los cadáveres, con una expresión en él desusada, pues era homore festivo y risueño y bromista y la cara se aparecía seria, más que aterrorizada o estupefacta con un gesto de amargura, o tal vez -más sorprendente- de mero desagrado o fastidio, como si se hubiera visto obligado a algo no demasiado grave pero contrario a sus inclinaciones. Como morir parece grave al que muere si sabe que muere, no podía descartarse que le hubieran clavado la lanza estando él tan aturdido por el golpe previo que no hubiera tenido mucha conciencia de lo que ocurría, y eso podría explicar que tampoco hubiera reaccionado mientras hundían y sacaban con anterioridad el arma del pecho de la desconocida. La lanza era suya, traída unos años antes como recuerdo de un viaje a Kenia que le pareció detestable y del que vino lamentándose, como de costumbre cuando se ausentaba. Yo la vi más de una vez, metida descuidadamente en el paragüero, Dorta pensaba siempre que habría de colgarla algún día, uno de esos adornos fantaseados al verlos en manos ajenas y que ya no nos gustan tanto cuando por fin llegan a casa. Dorta no los coleccionaba pero de vez en cuando cedía al impulso de un capricho, sobre todo en países a los que sabía que no volvería. Quienes lo querían mal vieron algo de sarcasmo en la forma de su muerte, a él le gustaban mucho los bastones metálicos y puntiagudos, de esos tenía unos cuantos. Poca originalidad, una pedantería.