Su estancia en Londres había coincidido con una subasta literaria e histórica de la casa Sotheby’s a la que lo animaron a asistir unos amigos diplomáticos. En ella se vendían toda clase de papeles y también objetos que habían pertenecido a escritores y políticos. Cartas, postales, billets-doux, telegramas, manuscritos completos, borradores, archivos, fotos, un mechón de Byron, la larga pipa que fumó Peter Cushing en El perro de Baskerville, colillas de Churchill no muy apuradas, pitilleras inscritas, historiados bastones, amuletos experimentados. No había sido un bastón llamativo lo que hizo aflorar su impulso de comprador inconstante durante las pujas, sino un anillo que había pertenecido a Crowley, Aleister Crowley, me explicó benévolo, escritor mediocre y deliberadamente demente que se hacía llamar ‘La Gran Bestia’ y ‘El hombre más perverso de su tiempo’, todos sus objetos particulares con el 666 grabado, el número de la Bestia según el Apocalipsis, hoy juguetean con esa cifra los grupos de rock con ínfulas demoniacas, también parece que se encuentra oculto en muchos ordenadores, siempre el número de los bromistas, los vivos no saben lo antiguo que es todo, comentó Dorta, lo difícil que resulta ser nuevo, qué saben los jóvenes de Crowley el orgiástico y el satanista, seguramente un bendito conservador ingenuo para nuestros tiempos, un hombre en el fondo piadoso que convirtió a su discípulo Victor Neuburg en zebra por fallar repetidamente durante una invocación del Diablo en el Sáhara, me contó Dorta, y cabalgó sobre él hasta Alejandría, donde lo vendió a un zoológico que se ocupó del discípulo torpe o bien zebra durante dos años, hasta que Crowley le permitió finalmente recobrar la figura humana, en el fondo un hombre compasivo. Neuburg fue editor más tarde.
Un anillo mágico, así lo presentaba el catálogo, con una esmeralda oval preciosa engastada en el aro de platino con la inscripción ‘Iaspar Balthazar Melcior’, había la duda de si me iría al dedo pero aun así pujé como un loco, por encima de mis posibilidades. -Todo esto Dorta lo había contado mientras le duró el ánimo, cuando estaba contento peroraba incansablemente, luego solía apagarse y entonces me preguntaba por mí y por mi vida, dejaba que fuera yo quien hablara, dos monólogos seguidos más que un verdadero diálogo.- Los compradores fueron cayendo menos un tipo con cara germánica, una de esas narices de cuya punta parece estar a punto de caer siempre una gota, daban ganas de alcanzarle un pañuelo y mandarlo a una esquina, una nariz de tapir, un tipo de facciones irritantes, iba bien trajeado pero con botas vaqueras de piel de cocodrilo, imagínate el efecto, era imposible no fijarse en ellas y no enfurecerse. Yo subía y él subía el precio, invariablemente y sin mover un músculo, se limitaba a alzar la nariz como si fuera un juguete mecánico, yo miraba hacia él de reojo cada vez que aumentaba mi puja y allí veía la nariz falsamente húmeda irguiéndose como la banderita de los semáforos prehistóricos, ¿o eran los taxis los que la llevaban?, en fin, impidiéndome cada vez el paso y obligándome a hacer rápidas conversiones mentales de esterlinas en pesetas para darme cuenta de que estaba ya ofreciendo un dinero del que no disponía.
¿No? Tan caro no pudo ponerse ese anillo mágico, Dorta -le dije con guasa. No tenía demasiado dinero, pero aparentaba tenerlo, sus gestos eran de derrochador y no solía privarse de sus antojos, delante de testigos al menos, la mezquindad una lacra. Claro que sus antojos no eran excesivos, o no exigían fuertes desembolsos, como se decía antiguamente, o eso creía yo, no conozco todos los precios. En todo caso no le faltaba para pagar sus placeres vitales.
Bueno, sí, habría podido seguir algo más, pero eso me habría supuesto luego pequeños sacrificios, que son los que más detesto, son los pequeños los que lo hacen sentirse a uno miserable. Y en verano cuesta más renunciar a nada. De manera que aquel sujeto levantaba la nariz una y otra vez como si fuera un paso a nivel estropeado, hasta que uno de mis acompañantes me sujetó por el codo y me impidió alzar la mano. ‘No te lo puedes permitir, Eugenio, te vas a arrepentir’, me dijo en voz baja, y la verdad es que no sé por qué me lo dijo en voz baja, allí el español no lo entendía nadie. Pero era cierto y no me zafé de su mano y me sentí miserable, me entró una enorme depresión al instante, aún me dura, y aún tuve que ver cómo la nariz goteante se levantaba todavía más mirándome con desafío, como diciéndome: ‘Te vencí, ¿qué te creías?’ Inmediatamente se fue haciendo ruido con sus botas vaqueras de cocodrilo, no se quedó al resto de la subasta, o quizá volvió luego para otros lotes, no lo sé, porque el que se marchó fui yo al cabo de un par de pujas más. Fue una humillación como pocas, Víctor, y además en el extranjero.
Me llamó ‘Víctor’ y no ‘Francés’, por el apellido como solía. Sólo me llamaba ‘Víctor’ cuando no estaba bien o se sentía desamparado. Yo nunca lo llamé ‘Eugenio’, en ningún caso. Dorta tenía no sólo mucho de Dorta el niño, sino también de su madre y sus tías, a las que yo había visto tantas veces a la salida del colegio o en sus diferentes casas, invitado por el hijo o sobrino. De vez en cuando salía de su boca alguna frase que pertenecía sin duda a esas señoras anticuadas y cándidas que habían dominado su mundo en gran medida. Se le escapaban, no las rehuía sino que probablemente se complacía en perpetuarlas así, verbalmente, con sus expresiones perdidas: ‘Y además en el extranjero.’
¿Para qué diablos querías el anillo? -le pregunté- No te dará por creer ahora en magias, espero. ¿O es que quieres convertir en jirafa a alguien?
No, descuida. Se me antojó, me hizo gracia, era llamativo y tenía historia, exhibirlo aquí habría invitado a mucha gente a preguntarme, cualquier cosa es útil para el acercamiento en los bares. Si creo en las magias es en los otros, no en mí, desde luego; no me he visto tocado por ninguna en toda la vida, como bien sabes. -Y añadió sonriendo:- De hecho, al perder el anillo, me arrepentí de no haber pujado por el lote anterior en tu nombre, no salió tan caro. ‘El talismán mágico de Crowley para la potencia sexual y el poder sobre las mujeres’, así decía el catálogo, qué te parece, un bonito medallón de plata con su 666 preceptivo. Se lo llevó también el germánico o lo que fuera, sólo que ahí no tuvo mi competencia, quizá por eso salió menos caro. Me resta el consuelo de haberlo obligado a gastar de más con el anillo. Qué te parece, ‘poder sobre las mujeres’. Llevaba las iniciales ‘AC’ además del número grabado. Te habría ayudado.
Me reí de su malicia siempre benigna conmigo, no necesariamente con otros, su lengua era su única arma.
Dentro de un par de años sin lugar a dudas, ya lo preveo. Pero aún no tengo demasiadas quejas en esos dos aspectos.
¿Ah, no? Cuenta, cuéntame.
Tal vez fue entonces cuando yo pasé a hablar en aquella última cena y él escuchó con interés pero también con algo de abatimiento; que callara demasiado rato solía significar que estaba preocupado por algún asunto o momentáneamente descontento consigo mismo o con su vida, a todos nos pasa de vez en cuando pero nos dura poco si los motivos son leves, como la inquietud por el futuro impreciso o los arrepentimientos cotidianos, para los que no hay mucho tiempo, el verdadero arrepentimiento necesita perduración y tiempo. Cuando muere un amigo quisiéramos recordarlo todo de la última vez que lo vimos, la cena vivida como una más que de pronto adquiere un inmerecido rango y se empeña en brillar con un fulgor que no fue suyo; intentamos ver significado en lo que no lo tuvo, intentamos ver señas e indicios y acaso magias. Si el amigo ha muerto de muerte violenta lo que intentamos ver son quizá pistas, sin darnos cuenta de que también pudo no ocurrir nada esa noche, y entonces todas serían falsas. Recuerdo que se pasó la sobremesa fumando con gusto unos cigarrillos indonesios que había traído de Londres con aroma y sabor a clavo. Me regaló un paquete que aún tengo, Gudang Garam la marca, un paquete rojo y estrecho, ‘12 kretek cigarettes’, no sé lo que significa ‘kretek’, será palabra indonesia. La advertencia no se andaba por las ramas: ‘Smoking kills’, dice sin más, ‘Fumar mata’. No desde luego a Dorta, lo mató una lanza africana. Cuando yo paré de contar mis anodinas historias él volvió a adueñarse de la charla con nuevos bríos tras regresar del cuarto de baño, pero ya sin jovialidad ninguna. Acarició con el índice el dibujito en relieve que había en la cajetilla, parecía un tramo de rieles formando curva, un paisaje ferroviario, a la izquierda unas casas con tejados triangulares, infantiles, quizá una estación, todo en negro, dorado y rojo.
Este verano no voy a pasarlo bien, me parece -dijo. Estábamos a finales de julio, más tarde pensé que era raro que el verano entero le pareciera aún futuro aquella noche.- Me va a resultar difícil, estoy un poco desquiciado, y lo peor es que lo que siempre me divirtió me aburre. Hasta escribir me aburre. -Hizo una pausa y añadió sonriendo débilmente, como si hubiera cometido una falta impropia:- El último libro ha sido un buen fracaso, más de lo que te imaginas. Estoy acabando a toda prisa una cosa nueva, a los fracasos no hay que darles tiempo, es lo peor que puede hacerse porque en seguida lo impregnan y lo contaminan todo, cualquier aspecto de la existencia, hasta el más remoto, el más alejado de la esfera en que se produjo el desastre, como una mancha de sangre. Aunque uno se arriesgue a empalmar dos seguidos y acaba aún más manchado. Hay gente que así se hunde. Esta noche me toca un editor con el que ya he contratado esto sin terminarlo, he quedado a tomar la primera copa con él, está de paso en Madrid y ahora exige que lo distraiga. Un tipo sin escrúpulos y algo tardo de palabra, un lastre. Pero él no está escarmentado conmigo y le ha gustado arrebatarme a los otros. Es un decir, arrebatarme, tal como están las cosas. Pronto no va a quedarme ni el nombre que suena. Eso que se dice, ‘un nombre que suena’, una firma.