Sus noches empezaban realmente después de la cena. Tras el editor vendría lo más festivo, terrazas y discotecas y grupos noctámbulos hasta el amanecer o casi, no era extraño que esperara ser visto aún como un joven. Lo cierto es que parecía mayor, supongo, a mí me costaba distinguir eso, pero la gente que nos conocía a ambos se sorprendía al enterarse de que habíamos sido compañeros de clase, y no es que a mí no se me noten mis años. Lo vi preocupado, pesimista, inseguro, quizá dominado por el descubrimiento reciente de que lo que tarda en llegar además no dura, un éxito relativo en su caso, que debería haber ido a más y había ido a menos demasiado pronto, acostumbrándolo a lo bueno sólo lo justo. Prefiero no decir nada de sus novelas, al cabo de dos años ya no las lee nadie, ya no está el autor en el mundo para defenderlas y seguir emitiendo, aunque su muerte violenta hizo que esa obra póstuma e inconclusa se vendiera estupendamente al principio, tuvo sus titulares extraliterarios durante unas semanas, el editor sin escrúpulos se apresuró a sacarla. Yo ya no quise leerla.
Al poco ya no hubo más titulares ni letra pequeña ni nada, Dorta fue olvidado inmediatamente, sus libros curiosos sin verdadera valía y su asesinato sin resolución y por tanto abandonado, lo que no avanza ni sigue emitiendo está condenado a una disolución muy rápida. La policía archivó o no el caso, no sé cómo funciona su burocracia, desde el primer momento no me pareció que tuvieran mucho interés en averiguar nada -gente perezosa, el castigo final les pilla lejos- una vez que supieron que lo más misterioso y raro tenía una explicación sencilla, aquella lanza turística. Pero eso no era lo más misterioso ni lo más raro, sino la mujer desconocida a su lado conteniendo su semen en las encías, porque Dorta era un homosexual -cómo decirlo-, un homosexual sin fisuras, y supongo que retrospectivamente lo había sido desde el primer día en el patio y en clase, aunque ni él ni yo supiéramos por entonces ni durante muchos venideros años la existencia de esa palabra ni de lo que denomina. Tal vez lo sabían o intuían mejor los matones del colegio, y por eso lo maltrataban. Me atrevería a decir que no había conocido mujer en su vida, fuera de algún besuqueo voluntarioso en la adolescencia, cuando salirse de la uniformidad es muy grave si uno no quiere permanecer aislado y todos hacen esfuerzos por llamar la atención y a la vez asimilarse. Sus noches eran a menudo de búsqueda, pero el acercamiento en los bares para el que todo resultaba útil no tenía como destino a mujeres precisamente. Tampoco era lo bastante rijoso para hacer excepciones o contentarse si alguna se le ponía a tiro o se le ofrecía, y era improbable que sucediera eso, ellas notan el deseo del otro aunque sea remolón y tibio y ninguna pudo sentir nunca el suyo. Lo más disparatado de su muerte era eso, más incluso que la violencia, de la que había sido víctima leve en dos o tres ocasiones, irse a la cama con desconocidos siempre más fuertes y jóvenes y más pobres supongo que entraña sus riesgos. Nunca me dijo si pagaba o no y yo no le preguntaba, quizá hubo de hacerlo según se convirtió en ‘un hombre’, para su extrañeza; sé que hacía regalos y colmaba caprichos conforme a sus posibilidades y su entusiasmo, una forma de compra menos cruda que la de los billetes, en el fondo anticuada, respetable, atenta y que le permitiría engañarse a ratos. Si lo hubieran encontrado junto a cualquier muchacho la cosa no me habría parecido extraña, en la medida en que no será extraña la muerte de alguien que siempre asistió a nuestra vida, muy escasa esa medida. Ni siquiera la edad de la dominicana o cubana se ajustaba a las preferencias, hasta un chico de esos años habría tenido poco interés para Dorta, demasiado viejo. Dudé un instante si decírselo al inspector que me interrogó y me mostró aquellas fotos póstumas. Dorta había sido prudente mientras vivía su madre, aún lo era un poco porque vivían las tías, aunque no se enteraban de nada; en sus libros no había nada muy confeso, sólo insinuaciones. Dudé si decírselo a aquel inspector, yo creo, por un absurdo orgullo masculino: tal vez no estaba mal que creyera que mi mejor amigo había pasado su última noche con una mujer por su gusto y costumbre, como si eso fuera algo más digno y más meritorio. Me avergoncé de la tentación en seguida y aún es más, pensé que la mujer podía ser otro elemento de escarnio, como las gafas puestas: en la boca de una tía hasta el fin de los tiempos, maricón de mierda. Y le comuniqué al inspector lo increíble de la circunstancia, aquella escenificación tan inexplicable, Dorta junto a una mujer en la cama, restos de su semen en los intersticios de la dentadura picada o en las estrías y arrugas de los labios grandes. Pero el inspector me miró con reproche y sorna, como si de pronto me juzgara mal amigo o majara por querer ensuciar la memoria de Dorta con evidentes patrañas cuando él ya no estaba allí para defenderse ni desmentirme, aquel inspector Gómez Alday participaba de mi mismo orgullo masculino, sólo que en él no estaba recóndito.
Se lo aseguro -insistí al ver su mirada-, mi amigo no estuvo con una mujer en su vida.
Pues entonces se le ocurrió estar con una en su muerte, por poco no fue demasiado tarde para probar -contestó malhumorado y despreciativo. Encendía cada cigarrillo con la colilla del anterior, bajo en alquitrán y en nicotina-. ¿Qué me está usted contando, vamos a ver? Me encuentro con un tío al que habrá ensartado un marido o un chulo por haberse llevado a la mujer o a la puta a mamársela a domicilio. Y me viene usted con que era jula. Vamos hombre -dijo.
¿Es así como se lo explica? ¿Un marido o un chulo? Y a santo de qué, un chulo.
No lo sabe, eh, sabe poco. A veces se les cruzan los cables como a cualquiera. Las mandan a trotar y luego se vuelven locos pensando en lo que estarán haciendo con el cliente. Y entonces matan a lo bestia, los hay muy sentimentales, a mí qué me cuenta. El asunto parece claro, no me venga con historias, ni siquiera ha habido robo, sólo la ropa de ella, sería un chulo fetichista. Lo único, que no sabemos quién era la tía mamona ni vamos a saberlo seguramente. Sin papeles, sin ropa, con aspecto de sudaca, de ella no debe de haber constancia en ninguna parte, el único que tendrá constancia será el que le metió el lanzazo.
Le digo que es imposible que mi amigo levantara a una tía. -Los policías intimidan siempre, acabamos hablando como nos hablan para congraciarnos, y ellos hablan como el hampa.
¿Qué quiere, darme trabajo? ¿Que me meta en los tugurios de julas a bailar agarrado y a que me toquen el culo cuando lo que hay por medio es una puta? Venga ya, no voy a perder el tiempo y el humor con eso. Si a su amigo le iban los tíos, explíqueme usted lo ocurrido. Y aunque le fueran: la noche que a mí me importa le dio por irse de putas, ya ve usted, de eso hay poca duda, también es casualidad, qué inoportuno. Lo que hiciera todas las demás noches de su vida me trae sin cuidado, como si se follaba a su abuelo. -Ahora fui yo quien lo miró a él con reproche y sin ninguna sorna. Él se las vería con estas cosas a diario, pero yo no, y estaba hablando de mi mejor amigo. Era un hombre algo grueso, alto, con una calva romana y unos ojos soñolientos que de vez en cuando se despertaban como en medio de un mal sueño, repentinos fogonazos antes de volver a su sesteo aparente. Se dio cuenta y añadió en tono más conciliador y paciente:- A ver, explíqueme lo que pasó según usted, cuente su cuento, haga el favor.
No lo sé -dije vencido-. Pero parece una composición, ya le digo. Tendría usted que averiguarlo, es su trabajo.
El inspector Gómez Alday interrogó asimismo al editor sin escrúpulos con quien Dorta había tomado una copa en Chicote, había aparecido con su mujer, los tres se fueron de allí hacia las dos y se despidieron. Los camareros, que conocían a Dorta de vista y nombre, confirmaron la hora. Allí se habían encontrado con otro amigo mío y sólo conocido de Dorta, se hace llamar Ruibérriz de Torres, pero éste se había parado a hablar con ellos nada más cinco minutos, hasta que llegaron dos mujeres con las que había quedado. También los vio salir hacia las dos por la puerta giratoria, les dijo adiós con la mano, me contó que el editor era un pasmado y su mujer muy simpática, Dorta no había dicho apenas palabra, cosa rara. El matrimonio cogió un taxi en Gran Vía y se retiró a su hotel, no sin antes asustarse de que Dorta, según les anunció, se fuera a ir andando, les comentó que iba a un sitio cercano y lo vieron encaminarse hacia arriba, hacia la Telefónica o Callao, por tramos con una fauna que a ellos, barceloneses, les pareció de espanto y como para no dar dos pasos. No corría una gota de aire.