En el hotel, pura rutina, confirmaron la hora de llegada del editor y señora, hacia las dos y cuarto: algo ridículo, a él la falta de escrúpulos no le llegaría a tanto. A Dorta lo mataron entre las cinco y las seis, como a su inverosímil y postrero ligue. Yo pregunté por mi cuenta a los escasos amigos de Dorta que conocía un poco, amigos de farras y de tugurios julaicos, ninguno había coincidido esa noche con él en los sitios habituales, ‘le tour en rose’, como él lo llamaba. Ellos preguntaron a su vez a los camareros de esos locales, nadie lo había visto, y era raro que no hubiera pasado por uno u otro a lo largo de la noche. Quizá sí había sido una noche especial en todo. Quizá se había enrollado por la calle impensadamente con gente insólita de otros ámbitos. Quizá lo habían secuestrado y lo habían obligado a ir con los secuestradores a casa. Pero no se habían llevado nada, sólo alguien la ropa de la mujer, que tal vez era de la banda. El lancero. No sabía qué pensar y por lo tanto pensaba absurdos. Quizá tenía razón Gómez Alday, tal vez le había dado por coger a una puta primeriza y desesperada, una inmigrante en busca de cualquier dinero, con un marido que no se lo consentiría y que habría sospechado. Cuestión de mala suerte, demasiada.
El inspector me enseñó aquellas fotos que miré por encima. Aparte de las que reproducían el decorado entero, había un par de cada cadáver tomadas más de cerca, lo que se llama plano americano en cine. Los pechos de la mujer eran blandos definitivamente, bien formados y sugerentes pero blandos, la vista y el tacto se nos acaban confundiendo, los hombres a veces vemos como tocamos, a veces ofendemos con eso. Pese a los ojos apretados y el gesto de dolor se la veía guapa, aunque eso no se sabe seguro nunca con una mujer desnuda, hay que verla también vestida, de poco sirven las playas para saber sobre esto. Tenía las aletas de la nariz dilatadas, el mentón corto y redondeado, el cuello largo. Mis vistazos fueron rápidos a las seis o siete fotos y sin embargo me atreví a pedir una copia de la de la mujer de cerca, a Gómez Alday, quien me miró ahora con desconfianza y sorpresa, como si me hubiera descubierto una anomalía.
¿Para qué la quiere?
No lo sé -respondí yo perdido. Realmente no lo sabía, tampoco es que quisiera mirarla más en aquellos momentos, un cuerpo ensangrentado, un boquete, las pestañas densas, la expresión doliente, los pechos blandos y muertos, no era grato. Pero pensé que me gustaría tenerla para quizá mirarla más adelante, quizá al cabo de los años, después de todo era la última persona que había visto vivo a Dorta, exceptuando al asesino. Y lo había visto bien de cerca.- Me interesa. -Era pobre como argumento, incluso grotesco.
Gómez Alday me miró ahora con uno de sus fogonazos, no duró apenas nada, en seguida sus ojos volvieron a su aspecto dormitante. Pensé que estaría pensando que yo era un morboso, un enfermo, pero tal vez entendía mi petición y el deseo, al fin y al cabo teníamos el mismo tipo de orgullo. Se levantó y me dijo:
Esto es material reservado, sería completamente irregular que le diera una copia. -Y a la vez que decía esto metió la foto en la fotocopiadora que tenía en el despacho.- Pero usted puede haber hecho una fotocopia aquí en mi ausencia, cuando salí un momento, sin que yo me haya enterado. -Y me extendió la hoja con la reproducción imperfecta y brumosa pero reproducción al fin. Duraría sólo unos años, las fotocopias acaban borrándose, uno no se da cuenta de que empalidecen.
Ahora han pasado dos de esos años, y sólo durante los primeros meses tras la muerte de Dorta seguí dándole vueltas a aquella noche, me duró el horror algo más que el regocijo y la saña a los periódicos impacientes y a las televisiones desmemoriadas, no hay mucho que hacer cuando no hay ayuda ni avances y los medios de comunicación ni siquiera sirven de recordatorio. No es que yo lo necesitara en lo personal, pocas cosas en mí palidecen: no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia, no hay día en que no me pare a pensar en él en algún instante por uno u otro motivo, en realidad no se puede dejar de contar con la gente por el hecho accidental de que ya no vamos verla. A veces creo que ese hecho no sólo es accidental, sino intrascendente, el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia sea siempre más fuerte y no se desvanezca, cómo se podría si no echar de menos. Pero sí se difumina el final si uno no saca de él nada en limpio y además puede teñir cuanto vino antes. Ese final se sabe, pero no aparece en primer plano. No fue así en los primeros meses, cuando las pesadillas se apoderan del sueño y los días comienzan todos con la misma imagen insistente, que parece una figuración y sin embargo pertenece a lo acaecido, uno se da cuenta mientras se lava los dientes, o mientras se afeita: ‘Qué tonto soy, si es cierto.’ Repasé muchas veces la conversación de la cena última, y el filo de las repeticiones me hizo ver que nada era significativo tras haberle otorgado significación a todo durante un periodo. Dorta se divertía fingiendo excentricidades, pero no creía en magias de ningún tipo ni tampoco en ultramortalidades y ni siquiera en azares, no en mayor grado que yo, y yo no creo en casi nada. La historia de la subasta de Londres era puramente anecdótica, lo vi claro pronto si alguna vez tuve dudas, la clase de cosas que a él le gustaba inventar o hacer más que nada para contarlas luego, a mí o a otros, a sus ignorantes idolatrados o a sus señoras sociales, sabiendo que distraían. Que hubiera pujado por un anillo mágico de aquel chiflado demonólogo Crowley no era sino la prueba: era más vistoso relatar el forcejeo por ese objeto que por una carta autógrafa de Wilde o Dickens o Conan Doyle. Una zebra. Y además no se lo había llevado, lo más disparatado habría sido que la broma le hubiera costado una buena suma imprevista. Quizá ni siquiera había existido el individuo germánico de las botas vaqueras, qué fantasía. Y aunque se hubiera alzado con la esmeralda: no cabía pensar en persecuciones ni en sectas, en venganzas a lo Tutankhamon ni en conjuras a lo Fu-Manchú, todo tiene su límite, hasta lo inexplicable.
Fue al cabo de un par de meses -la prensa ya no se interesaba y era dudoso que la policía lo hiciera- cuando se me ocurrió una posibilidad tan aceptable que no comprendí cómo no había pensado antes en ella. Llamé a Gómez Alday y le dije que quería verlo. Lo noté aburrido e intentó que le contara por teléfono el hallazgo, andaba muy mal de tiempo. Insistí y me citó en su despacho a la mañana siguiente, diez minutos, me advirtió no disponía de más para escuchar hipótesis que le complicaran la vida. Fuera lo que fuese lo recibiría con escepticismo, me advirtió también, para él la cosa estaba clara, sólo que no era fácil dar con aquel lancero: en la lanza había muchas huellas entre ellas sin duda las mías, casi todos los visitantes de la casa la tocábamos o la sopesábamos o la blandíamos un instante al verla sobresaliendo en el paragüero de la entrada. Me encontré al inspector con color sano y más pelo, no supe decirme si se trataba de un implante aprovechando el agosto o de una distribución más inflada y artística de su peinado romano. Mientras le hablé mantuvo los ojos opacos, como un animal dormido al que se transparentaran las pupilas bajo los párpados:
Mire, yo no sé demasiado de las andanzas de mi amigo, me contaba algo a veces sin entrar en detalles. Pero no descarto que pagara a algunos de los chicos con los que iba. Al parecer no era infrecuente que algunos presumieran de heterosexuales, aceptaban el viaje como excepción o eso decían, se empeñaban en dejar muy claro que a ellos las tías. Esa noche mi amigo pudo encapricharse de uno, y el machito decirle que o le conseguía una mujer también o nada. Soy capaz de ver a mi amigo metiendo al muchachito en un taxi y recorriendo pacientemente la Castellana. Lo veo hasta divertido, preguntándole qué le parecía esta o aquella, opinando él mismo como si fueran dos compinches de aventuras, dos puteros en noche de sábado. Por fin cogen a la cubana y se van los tres a la casa. El muchachito insiste en que Dorta se la tire para que él lo vea, algo así. Las tragaderas de mi amigo no son ilimitadas dadas sus inclinaciones, pero se deja hacer por la mujer, una cosa pasiva, todo sea por complacer al otro y conseguir sus propósitos más tarde. El machito se pone histérico cuando le llega el turno, se pone violento, va por la lanza que le ha hecho gracia al entrar en el piso, o a lo mejor ya la tenían en el dormitorio por indicación del propio Dorta, para que el chico hiciera poses con ella como una estatua, juegos así le gustaban. Y se carga a los dos, por la encerrona, aunque fuera consentida. Ha pasado muchas veces, arrepentidos, ¿no? Se echan atrás cuando ya no hay vuelta. Usted sabrá de casos. Lo he pensado y me parece posible, eso explicaría unas cuantas cosas que no casan.