La mirada de Gómez Alday siguió siendo neblinosa y holgazana, pero le salió una voz de irritación y desprecio:
Menudo amigo está usted hecho. Qué tiene contra él, sólo quiere echar mierda sobre su cadáver o qué, vaya historietas, tiene usted la mente enferma -dijo. No es que yo conociera mucho, pero el inspector no tenía ni idea de las prácticas y cambalaches nocturnos habituales. Las exigencias. Su orgullo sería más puro que el mío, pensé.- Pero ni siquiera me vale como mierda rebuscada, le falta a usted un dato que supimos a los pocos días. Su amigo llegó en efecto en taxi y acompañado a su casa, pero iba solo con la puta, los dos armando ya escándalo, la tía con las tetas fuera y él jaleándola, según dijo el taxista. Vino a contárnoslo cuando leyó de la matanza y vio en el periódico la foto de Dorta. Así que el lancero tuvo que llegar después: el chulo siguiendo a la puta o el marido a la mujer, o los dos ambas cosas, marido y chulo, mujer y puta. Ya se lo dije.
O pudo estar ya en la casa -contesté yo, picado por la reprimenda injusta-. A lo mejor el machito, una vez metidos en faena sin éxito, obligó a mi amigo a salir solo de caza y llevarle la pieza.
Ya. ¿Y su amigo habría salido a recorrer las calles, dejándolo solo en el piso?
Me quedé pensando. Dorta era aprensivo y cauto. Podía ponerse tonto una noche, pero no hasta el punto de propiciar que lo desvalijara un chapero mientras se lanzaba a buscarle una niña.
Supongo que no -contesté exasperado-. Qué sé yo, quizá llamó al chapero, lo hizo venir luego, las secciones de anuncios de los periódicos están llenas de ofrecimientos para cualquier hora.
Gómez Alday tuvo ahora uno de sus fogonazos, pero fue más de impaciencia que de otra cosa.
¿Y entonces para qué la tía, dígame, a ver? Para qué se la habría llevado, eh. Qué empeño tiene en que se culpe a una maricona. ¿Qué tiene usted contra ellos?
Nunca he tenido nada. Mi mejor amigo era lo que usted ha dicho, quiero decir que lo llamaron así muchas veces. No me cree, pregunte por ahí, pregunte entre los escritores, le contarán, son chismosos. Pregunte en los tugurios, también es su término. Me he pasado la vida defendiéndolo.
Lo que cuesta creer es que fuera usted amigo suyo. Además, ya le dije que a mí sólo me interesaba su última noche, ninguna otra. Es la única que me atañe. Ande, lárguese.
Me fui hacia la puerta. Ya con la mano en el picaporte me volví y le pregunté:
¿Quién descubrió los cadáveres? Los encontraron de noche, ¿no?, a la noche siguiente. ¿Quién subió a la casa? ¿Por qué subió nadie?
Nosotros -dijo Gómez Alday-. Nos avisó una voz de hombre, nos dijo que allí teníamos pudriéndose dos animales muertos. Eso dijo, dos animales. Probablemente el marido se angustió de pensar que allí estaba su puta, tirada y con un agujero sin que se enterara nadie. Le vendría el sentimentalismo de nuevo. Colgó en seguida tras dar las señas, no sirve de mucho. -El inspector hizo girar su silla y me dio la espalda como si hubiera puesto punto final a su trato conmigo mediante su respuesta. Vi su nuca ancha mientras me repetía:- Lárguese.
Dejé de darle vueltas al asunto, supuse que la policía nunca averiguaría nada. Dejé de darle vueltas durante dos años, hasta ahora, hasta una noche en que había quedado a cenar con otro amigo, Ruibérriz de Torres, muy distinto de Dorta y no tan antiguo, siempre va con mujeres que le dan buen trato y no es apocado, menos aún resignado. Es un sinvergüenza con el que me llevo bien, aunque sé que algún día me hará objeto de la deslealtad que tiene hacia todo el mundo y ahí se acabará la camaradería. Está enterado de cuanto pasa en Madrid, se mueve por todas partes, conoce o se las arregla para conocer a quien se proponga, es un hombre de recursos, su único problema es que lo lleva pintado en el rostro, la capacidad de estafa y la voluntad de dolo.
Estábamos cenando en La Ancha, en la terraza de verano, el uno enfrente del otro, su cabeza y su cuerpo me tapaban la mesa siguiente, en la que no tuve por qué fijarme hasta que la mujer que ocupaba en ella el lugar de Ruibérriz, es decir, el que estaba frente al mío, se agachó lateralmente a recoger su servilleta, volada por un poco de aire que se levantó a los postres. Asomó por su izquierda mirando hacia delante, como hacemos cuando recogemos algo que está a nuestro alcance y que sabemos exactamente dónde ha caído. Sin embargo se confió y falló, y por eso hubo de tantear con los dedos durante unos segundos, siempre con la cara mirando hacia nosotros, quiero decir hacia nuestra posición, porque no creo que posara los ojos en nada. Fueron unos segundos -uno, dos, tres y cuatro; o cinco-, los suficientes para que yo viera la cara y el largo cuello estirado en el pequeño esfuerzo de recuperación o búsqueda -la lengua en una comisura-, un cuello muy largo o más largo quizá por efecto del escote veraniego, un mentón corto y redondo y las aletas de la nariz dilatadas, unas pestañas densas y unas cejas como pinceladas, la boca grande y los pómulos altos, la tez oscura por naturaleza o piscina o playa, eso era difícil decirlo al primer golpe de vista, aunque mi primer golpe de vista sea a veces como una caricia, otras veces como un verdadero golpe. La melena era negra y de peluquería y rizada, vi un collar o una cadena, atisbé el escote rectangular, un vestido con tirantes sobre los hombros, blancos los tirantes y también el vestido, oí ruido de pulseras. Los ojos fueron lo que vi menos, o acaso los pasé por alto por la costumbre de no verlos nunca en la fotografía, apretados allí, cerrados allí con el gesto de dolor de quien murió con gran daño. Oh sí, en verano las mujeres se asimilan unas a otras más que en invierno y en primavera, y más aún para los europeos si son o parecen americanas, a todas podemos verlas como si fueran la misma, en verano ocurre mucho, algunas noches no distinguimos. Pero ella en verdad se parecía. Eso era mucho decir, lo sé bien, el parecido entre una mujer de carne y hueso con movimiento y una mera fotocopia de comisaría, entre los colores brillantes y el blanco y negro brumoso, entre las carcajadas y la parálisis, entre unos dientes luminosos y unas muelas picadas que jamás fueron vistas sino descritas, entre una vestida sin apuros visibles y una desnuda indigente, entre una viva y una muerta, entre un escote veraniego y un boquete en el pecho, entre la lengua suelta y el silencio eterno de los cuarteados labios, entre los ojos abiertos y los ojos cerrados, tan risueños. Y aun así se parecía, se parecía tanto que ya no pude apartar la vista, eché inmediatamente mi silla a un lado, hacia mi derecha, y como aun así no alcanzaba más que a verla a medias e intermitenternente -tapada por Ruibérriz y por su acompañante, los dos se movían-, me cambié sin más de sitio pretextando que me molestaba el aire, y pasé a sentarme -desplazados el plato del postre y mis cubiertos y vasos- a la izquierda del amigo, para ver sin obstáculos y miré sin pausa. Ruibérriz se dio cuenta en seguida, con él no hay mucho disimulo posible, de manera que le dije, sabiéndolo comprensivo ante semejantes accesos:
Hay ahí una mujer que me ha dejado sin aliento. Aunque sea mucho pedirte, no te vuelvas hasta que yo te diga. Y es más, te advierto ya una cosa: si ella y el hombre con quien está cenando se levantan, yo saldré tras ellos escopetado, y si no, esperaré lo que haga falta a que acaben para luego hacer lo mismo. Si quieres vienes conmigo y si no te quedas y ya haremos cuentas.
Ruibérriz de Torres se alisó el pelo con coquetería. Le bastaba saber que había una mujer notable en las inmediaciones para segregar virilidad y ponerse presumido. Aunque él no la viera ni ella a él; todo un poco animalesco, se le hinchó el niki.
¿Es para tanto? -me preguntó inquieto, se le iba el cuello. A partir de ahora no iba a ser posible hablar de nada más, y era culpa mía, yo no le quitaba el ojo a la chica.
Puede que para ti no -contesté-. Para mí sí puede serlo. Para tanto y más.
Ahora veía también de medio perfil al acompañante, un hombre de unos cincuenta años con aspecto adinerado y tirando a tosco, si ella era una puta el tipo era un inexperto e ignoraba que podía haber ido más al grano, sin el trámite de la cena en terraza. Si ella no lo era, el trámite estaba justificado, lo que lo estaría menos sería que la mujer hubiera aceptado salir con un individuo tan poco atractivo, aunque para mí siempre han sido un misterio las decisiones de las mujeres en lo relativo a sus devaneos como a sus amores, a veces una aberración según mi criterio. Lo que era seguro es que no estaban casados ni comprometidos ni nada, quiero decir que estaba claro que aún no habían yacido, según la expresión anticuada. El hombre hacía demasiados esfuerzos por mostrarse ameno y atento: llenaba puntualmente la copa de ella, parloteaba anécdotas u opiniones para no caer en el silencio que disuade de cualquier contacto, le encendía los cigarrillos con un mechero antiviento, de brasa como los de los coches, no hacen todo eso los españoles si no buscan algo, no cuidan su comportamiento.
A medida que la fui miranda mi convencimiento inicial disminuyó, como pasa con todo: a la seguridad sigue incerteza y a la incertidumbre ratificación, en general cuando es demasiado tarde. Supongo que según iban pasando minutos la imagen de la mujer viva se me imponía sobre la de la muerta, desplazándola o desdibujándola, admitiendo por tanto siempre menos comparación, menos semejanza. Se comportaba naturalmente como una mujer ligera, lo cual no significaba que hubiera de serlo, para mí no podía serlo en la medida en que aún se le superponía la desolación de las luces y la televisión encendidas durante todo un día y del semen inmerecido en la boca y del agujero en el pecho que aún se merecía menos. Lo miré, miré sus pechos, los miré por hábito y también porque eran lo que más conocía de la asesinada además del rostro, traté de que ahí se produjera también el reconocimiento pero fue imposible, estaban cubiertos por sostén y vestido, aunque pudiera vislumbrarse su inicio en el escote ni sobrio ni exagerado. Se me cruzó como un rayo el pensamiento indecente de que tenía que ver como fuera esos pechos, estaba seguro de reconocerlos si los veía al descubierto. No sería tarea fácil, menos aún aquella noche, en la que su acompañante tendría esas mismas intenciones y no me cedería el sitio.