De pronto olí el olor, un olor dulzón y pastoso, un aroma inconfundible, no supe si me lo traía por vez primera el cambio de dirección del aire -el salto de viento- o si era el primer cigarrillo con sabor a clavo que se fumaba en la mesa contigua a la nuestra, un buen cigarrillo distinto con el café o la copa, como quien se concede un cigarro. Miré rápidamente las manos del hombre, veía la derecha, manoseaba el mechero con ella. La mujer sí tenía un cigarrillo en la izquierda, y el hombre alzó entonces su brazo izquierdo para pedirle al camarero la cuenta con un gesto, la mano vacía, luego en aquel momento de olor exótico sólo fumaba ella, fumaba un Gudang Garam indonesio que crepita al quemarse con lentitud, yo había tenido un paquete hacía dos años, lo último que recibí de Dorta, y lo había hecho durar pero no tanto, al mes de dármelo él se me había acabado, fumé el último pitillo en memoria suya, bueno, cada uno y todos, guardé el paquete rojo vacío, ‘Smoking kills’, eso dice. Cómo era posible que a ella -si es que era ella- le hubiera durado tanto el que le habría regalado también mi amigo, la misma noche.
Dos años, los cigarrillos ‘kretek’ estarían secos como el serrín, un paquete abierto, y sin embargo aquel olor era penetrante.
¿Hueles lo que yo huelo? -le pregunté a Ruibérriz, que se estaba hartando.
¿Puedo mirarla ya? -dijo.
¿Lo hueles? -insistí.
Sí, no sé quién está fumando incienso o algo, ¿no?
Es clavo -contesté yo-. Tabaco con clavo.
El gesto del hombre al camarero me permitió hacerle yo a otro el mismo gesto de la escritura y estar listo cuando se levantó la pareja. Sólo entonces di permiso a Ruibérriz para que se volviera; se volvió, decidió acompañarme. Los seguimos a unos pocos pasos, vi a la mujer de pie por vez primera -la falda corta, los zapatos con los dedos al aire, las uñas pintadas- y durante esos pasos oí también su nombre, el que no había tenido nunca para mí ni para Gómez Alday ni quién sabía si para Dorta. ‘Hay que ver qué bien te mueves, Estela’, le dijo el tosco, no lo bastante para no estar en lo cierto en su comentario, que contenía más admiración que requiebro. Nos separamos un momento Ruibérriz yo, él fue hasta el coche para poder recogerme en cuanto ellos subieran al suyo, no eran gente de taxi. Cuando lo hicieron monté yo en el nuestro y rodamos siguiéndolos a escasa distancia, no había demasiado tráfico pero sí el suficiente para que no tuvieran por qué notarnos. El trayecto fue breve, llegaron a una zona de chalets urbanos, Torpedero Tucumán la calle, un nombre cómico para dirigirle una carta. Aparcaron y entraron en uno de ellos, de tres pisos, había luces encendidas ya en todos, como si hubiera bastante gente en la casa, tal vez acudían a alguna fiesta, después de la cena la fiesta, en verdad cuánto trámite el de aquel sujeto.
Ruibérriz y yo aparcamos sin salir del coche por el momento, desde allí veíamos las luces pero nada más, la mayoría de las persianas bajadas a medias y había visillos que no movía el aire, habría que haberse acercado hasta alguna ventana de la planta baja y haber espiado por una ranura, puede que acabemos haciéndolo, pensé rápidamente. En seguida nos pareció, sin embargo, que no podía tratarse de ninguna fiesta, porque no salía música de aquellas ventanas abiertas ni tampoco rumores de conversación anárquica ni risotadas. Sólo estaban subidas las persianas en dos habitaciones del tercer piso y allí no se veía a nadie, sólo una lámpara de pie, paredes sin libros ni cuadros.
¿Qué te parece? -le pregunté a Ruibérriz.
Que no tardarán demasiado en salir. Ahí no hay mucha diversión que no sea privada, y esos dos no pasarán juntos la noche, no ahí al menos, sea lo que sea la casa. ¿Has visto quién abrió, si tenían llave o llamaron?
No he podido, pero creo que no llamaron.
Puede ser la casa de él, y si es así ella saldrá dentro de un par de horas, no más. Puede ser la de ella, y entonces será él quien salga, al cabo de menos tiempo, digamos una hora. Puede ser una casa de masajes, así les gusta llamarlas ahora, y entonces será también él quien se vaya, pero dale sólo media hora o tres cuartos. Por último podría haber ahí dentro unas cuantas timbas selectas, pero no lo creo. Sólo en ese caso podrían pasarse la noche ahí metidos, perdiendo y recuperando. Tampoco me pega que sea la casa de ella. No, no lo será.
Ruibérriz conoce bien los territorios de la ciudad, tiene costumbre y ojo. No hace muchas preguntas y es capaz de averiguar lo que sea o encontrar a quien sea mediante dos llamadas y quizá otras tantas hechas luego por sus interlocutores.
¿Por qué no me averiguas qué casa es esa? Yo me quedo aquí esperando, por si salen los dos o uno antes de lo previsto. No te llevará nada de tiempo saberlo, estoy seguro, puede que baste con mirar la guía de calles.
Se quedó mirándome con los brazos bronceados sobre el volante.
¿Qué pasa con esa tía? Qué pretendes. No la he visto demasiado bien, pero quizá no sea por fin para tanto.
Para ti no probablemente, ya te lo he dicho. Déjame ver qué pasa esta noche y otro día te cuento el relato completo. Por lo menos tengo que saber dónde para, dónde vive, o dónde se acuesta esta noche, cuando le dé por acostarse.
No es la primera vez que me pides que espere a un relato, no sé si te das cuenta.
Pero a lo mejor es la última -le contesté yo. Si le contaba en seguida que creía estar viendo a una muerta, era posible que no me echara ninguna mano, esas cosas le ponen nervioso, como a mí normalmente, no creemos en casi nada.
Descendí del coche y Ruibérriz se lo llevó para hacer sus averiguaciones. En aquella zona no había comercios ni cines ni bares, una calle residencial aburrida y arbolada, sin apenas iluminación, sin nada ante lo que disimular o con lo que distraer una espera. Si me veía un vecino me tomaría por un merodeador sin duda, no había ningún pretexto para estar allí de pie, solo, en silencio, fumando. Crucé a la otra acera por si desde allí veía algo en el piso de arriba, el único con los vanos despejados. Vi algo, pero fue muy raudo, cómo una mujer grande que no era Estela pasaba y desaparecía y volvía a pasar en la dirección contraria al cabo de unos segundos y desaparecía de nuevo empeorando mi visión tras su paso, ya que al salir apagó la lámpara: como si hubiera entrado un momento a coger algo. Crucé otra vez y me acerqué sigilosamente como un ladrón antiguo a la cancela; la empujé y cedió, estaba abierta, se dejan así cuando hay una fiesta o si el lugar es de mucho paso. Seguí avanzando con tanto cuidado que de haber estado pisando arena mis huellas no habrían podido quedar en ella, me aproximé lentamente a una de las ventanas del piso bajo, la que quedaba a la izquierda de la puerta de entrada desde mi perspectiva. Como en casi todas, la persiana estaba bajada pero de manera que a través de las ranuras pudiera pasar el aire cálido que ya había parado, es decir, no a cal y canto. Detrás había visillos inmóviles, aquella habitación tendría refrigeración o sería una sauna. Los pasos que uno ve posibles a menudo acaba dándolos sin querer solamente porque son posibles y se nos han ocurrido, y así se cometen tantos actos y tantos asesinatos, a veces la idea conduce al hecho como si no pudiera sostenerse y vivir en tanto que idea tan sólo, como si hubiera una clase de posibilidades que no se aguantan y se desvanecen si no son puestas en ejecución al instante, sin que nos demos cuenta de que también así se han desvanecido y han muerto, ya no serán posibilidades sino pasado. Me encontré en la situación que había previsto desde el coche, con los ojos pegados a la rendija que quedaba a la altura de mi mirada mirando, escudriñando, tratando de distinguir algo a través de un espacio tan exiguo y de la tela transparente y blanca que dificultaba todavía más el discernimiento. También allí había sólo una luz de lámpara baja, gran parte de la habitación estaba en penumbra, era como tratar de desentrañar una historia de la que nos escamotean los principales datos y sólo sabemos detalles sueltos, mi visión borrosa y el punto de vista tan reducido.