Pero me pareció verlos y los vi, a los dos, a ellos, a Estela y al hombre tosco subidos el uno encima del otro, fuera del haz de luz, se acabaron los trámites, en una cama o quizá era colchón o era el suelo, al principio no distinguía siquiera quién era quién, dos masas carnales enlazadas oscuras, allí había desnudez, me dije, la mujer tendría al descubierto los pechos que yo necesitaba ver, o quizá no, quizá no, podría haberse dejado puesto el sostén todavía. Había movimiento o sería forcejeo, pero apenas si salía ruido, ni gruñidos ni gritos ni placeres ni risas, como una escena de película muda que jamás fue vista en los cines decentes mudos, un ceñudo y sofocado esfuerzo de cuerpos seguramente entregados más a otro trámite nuevo -el polvo- que al deseo verdadero, sin deseo no sólo el de ella sino el de él igualmente, pero era arduo decir dónde acababa uno y empezaba otro o cuál era cuál, algo grotesco debido a la oscuridad y el velo, cómo es posible no distinguir el de una mujer juvenil del de un hombre tosco. De pronto se alzaron con claridad un tórax y una cabeza con un sombrero puesto, entraron en el haz de luz un instante antes de volver a hundirse, el hombre se había calado un sombrero vaquero para echar su polvo, santo cielo, pensé, qué mamarracho. De modo que era él quien estaba arriba o encima, al alzarse me pareció ver también su torso velludo y prieto y desagradable, ancho y sin curvatura, poco ágil. Bajé los ojos a la siguiente ranura por si a esa altura vislumbraba a la mujer y sus pechos, pero allí perdía enteramente la perspectiva y volví al intersticio de arriba, esperando a que él tal vez se cansara y quisiera descansar debajo, era raro no saber si era cama o colchón o suelo, y aún más rara la amortiguación del sonido, un silencio como de mordaza. Luego percibí laboriosidad en el animal sudoroso y bicéfalo en que se habían convertido pasajeramente, van a cambiar de postura, pensé, van a intercambiar los puestos para prolongar la duración del trámite, lo cual es a su vez otro trámite, ya que en realidad no varían los elementos.
Oí el cerrojo de la puerta y me escabullí hacia la izquierda, logré doblar la esquina de la casa antes de que una voz de mujer despidiera a quienes se estaban yendo (‘Anden, y vayan con Dios’, como si fuera mexicana), un crítico literario al que conozco de vista, una cara de primate purísimo y pantalones rojos y botos como de excursionista, un segundo mamarracho, si aquello era una casa de putas no me extrañaba que aquel individuo hubiera de visitarlas, pagar siempre, lo mismo que el otro, un tipo con pelo cano a cepillo y cabeza de huevo invertido y una boca reptiliácea, grueso y con gafas y con corbata. Salieron ufanos y golpearon la cancela con engreimiento, nadie los vería, la calle tan sola y oscura, el segundo tipo tenía acento canario y era un tercer mamarracho, por su pinta y por su conducta, un chulo impostado. Cuando ya no oí sus pasos volví a mi ranura, habían transcurrido un par de minutos o tres o cuatro y ahora el hombre y Estela ya no estaban entrelazados, no habían cambiado de figura sino que se habían interrumpido, el final o una pausa. El sujeto estaba de pie, o de rodillas sobre el colchón, el haz de luz lo iluminaba, a ella menos, reclinada o sentada, veía su melena de espaldas, el hombre tosco le agarró la cabeza con las dos manos y se la hizo girar un poco, ahora vi el rostro de ambos y el cuerpo erguido de él con su vello proliferante y su sombrero ridículo, me pareció que empezaba a apretarle la cara a Estela con los dos pulgares, qué fuerza pueden tener dos pulgares, era como si la acariciara pero haciéndole mal, como si excavara en sus pómulos altos o le diera un masaje cruel que ahonda cada vez más intenso, empujaba sus mejillas hacia dentro como si fuera a hundírselas. Me alarmé, pensé por un instante que iba a matarla y que no podía matarla porque ya estaba muerta y porque yo tenía que ver sus pechos y hablar algo con ella, preguntarle por aquella lanza o por aquel boquete -el arma no estaba en ella, había salido-, y por mi amigo Dorta que recibió su sangre en la lanza. El hombre cedió en su presión, la soltó, hizo restallar sus nudillos apretándoselos, murmuró unas palabras y se apartó unos pasos, quizá no era nada, quizá era sólo el recordatorio de algunos hombres a algunas mujeres de que pueden hacerles daño si quieren. Se quitó el sombrero, lo tiró al suelo como si ya no le sirviera, empezó a buscar su ropa en una silla, sería él quien se marchara. Ella se dejó caer y se quedó inmóvil, no parecía dañada, o acaso tenía costumbre de recibir violencias.
Víctor -oí la voz de Ruibérriz que me llamaba quedamente desde el otro lado de la cancela. No le había oído llegar, ni a su coche.
Con la cabeza vuelta hacia el chalet -a veces cuesta apartar la vista- salí a encontrarme con él tan aéreamente como había entrado, lo cogí de una manga y lo arrastré a la otra acera.
¿Qué hay? -le dije- ¿Qué has sabido?
Lo previsible, casa de putas, abierta a todas horas, se anuncia en los periódicos, superchicas, europeas y americanas y asiáticas, dicen entre otras cosas. Te advierto que no serán muchas más de cuatro gatas. El teléfono viene en la guía a nombre de Calzada Fernández, Mónica. Así que saldrá él, si no ha salido.
Debe de estar a punto, ya han acabado y se está vistiendo. Han salido unos puteros que van por ahí de literarios, creerán que son armas y letras -le dije yo -. Hay que alejarse de aquí un momento, porque luego entro yo, en cuanto él salga.
Qué dices, te has vuelto loco, vas a ponerte en fila después de ese palurdo? ¿Qué te ha dado con esa mujer?
Volví a cogerlo de la manga y lo llevé más lejos, bajo los árboles, hasta un punto en el que seríamos invisibles para quien saliera. Ladró un perro perezoso del vecindario, calló en seguida. Sólo entonces le contesté a Ruibérriz:
No me ha dado nada de lo que tú crees, pero le tengo que ver los pechos esta misma noche, es lo único que cuenta. Y si es una puta mejor que mejor: le pago, se los veo a conciencia, puede que hablemos un rato y largo.
¿Puede que hablemos un rato y largo? Eso no te lo crees ni tú. No es para tanto, pero para más que mirar ya da. ¿Qué hay con sus pechos?
Nada, te lo contaré mañana porque a lo mejor no hay nada que contar tampoco. Si quieres seguir al tipo en el coche cuando se vaya, bien, aunque no creo que importe. Si no, gracias por la pesquisa y déjame ahora, ya me apaño solo. La verdad, no se te resiste nada.
Ruibérriz me miró con impaciencia pese al halago final. Pero suele aguantarme, es un amigo. Hasta que deje de serlo.
El tipo me trae sin cuidado, y ella también, para el caso. Si estás listo aquí te quedas, ya me dirás mañana. Andate con ojo, tú no frecuentas estos sitios.
Se fue Ruibérriz y ahora sí oí el motor de su coche a lo lejos mientras se abría la puerta de la casa (‘Vaya con Dios’, tal vez de nuevo, no me pudo llegar desde donde estaba). Vi al hombre tosco ya fuera del recinto, sí oí la cancela ruidosa. Echó a andar con cansancio en la dirección contraria a la mía -concluida su noche de fingimiento y esfuerzo, yo pude ir avanzando ya a sus espaldas mientras él se perdía en la fronda negra en busca de su automóvil. Tenía mucha impaciencia, y aun así aguardé unos minutos fumando otro cigarrillo antes de empujar la cancela. En la habitación de los trámites seguía habiendo luz, la misma lámpara, la persiana bajada con sus rendijas, no aireaban inmediatamente.
Llamé al timbre, de ring antiguo, no de campanas. Esperé. Esperé y una mujer grande me abrió la puerta, la había visto en el tercer piso, parecía una de nuestras tías cuando éramos niños, tías de Dorta o tías mías, llegada desde los años sesenta sin alterar su peinado rubio de platillo volante ni su maquillaje de pincel y polvera y hasta tenacillas.
¿Sí, buenas noches? -dijo interrogativamente.
Quisiera ver a Estela.
Se está duchando -contestó ella con naturalidad, y añadió sin recelo, sólo haciendo gala de buena memoria:- Usted por aquí no ha venido antes.
No, me ha hablado de ella un amigo. Estoy en Madrid de paso y me ha hablado bien de ella un amigo.
Bueenoo -arrastró las vocales con tolerancia, tenía acento gallego-, a ver qué se puede hacer. Tendrá que esperar un poco, eso seguro. Pase.
Un saloncito en penumbra con dos sofás enfrentados, se accedía a él en seguida desde la entrada, bastaba seguir andando. Las paredes casi vacías, ni un libro ni un cuadro, sólo una foto apaisada de gran tamaño pegada a una tabla gruesa, como había en los aeropuertos y agencias de viajes, antes. La foto era de rascacielos blancos, el letrero no dejaba lugar a la conjetura, ‘Caracas’, nunca he estado en Caracas. Tal vez Estela era venezolana, pensé al instante, pero las venezolanas no suelen tener los pechos blandos, o su fama es de lo contrario. Quizá tampoco Estela, quizá no era la muerta y era todo un espejismo alcohólico y veraniego y nocturno, mucha cerveza con limón y mucho calor, ojalá fuera así, pensé, las historias asumidas en el tiempo ya no deben cambiarse, aunque se hayan encajado sin explicación en su día: su falta de explicación acaba constituyéndose en la historia misma, esa es la historia, si ya se la ha asumido en el tiempo. Me senté, tía Mónica me dejó a solas, ‘Voy a averiguar para cuánto rato tiene’, dijo. Esperé su regreso, sabía que tendría que producirse antes de la aparición deseada, un edecán la señora. Y sin embargo no fue así, la señora tardó, no volvía, tuve ganas de buscar el cuarto de baño en que se estuviera duchando la puta y entrar y verla sin más espera, pero la asustaría, y a los dos cigarrillos fue ella quien descendió por las escaleras con el pelo mojado y bravío, en albornoz pero calzada con sus zapatos de calle, los dedos al aire, las uñas pintadas, las hebillas sueltas como único signo de que también sus pies estaban en casa, de retirada. El albornoz no era amarillo, sino azul celeste.