¿Tiene mucha prisa? -me preguntó sin preámbulos.
Mucha. -No me importaba lo que pudiera entender, al cabo de un rato entendería bien, y era ella quien debía darme explicaciones. Miraba sin curiosidad, sin mirar del todo, no como Gómez Alday pero sí como alguien que no aguarda sorpresas en su circunstancia. Era una mujer guapa imperfecta, o a pesar de sus imperfecciones resultaba guapa, al menos para el verano.
¿Quieres que me vista o va bien así? -pasó a tutearme, quizá se sintió con derecho tras saber de mi urgencia. Vestirse para desvestirse, pensé, por si quería yo ver lo segundo.
Va bien así.
No dijo más, hizo un gesto con la cabeza hacia una de las puertas de la planta baja y echó a andar hacia allí como una oficinista que va a buscar un impreso, la abrió. Yo me puse en pie y la seguí en el acto, debía de notar mi impaciencia equívoca, no parecía atemorizarla, más bien otorgarle superioridad sobre mí, sus maneras eran condescendientes, qué errada estaba si era ella y tenía que responder de una noche antigua y quizá ya olvidada. Entramos, era la misma habitación aún no aireada en la que acababa de debatirse con el tipo tosco, había allí un olor ácido pero más soportable de lo que habría supuesto. Un ventilador giraba en el techo, desde mi rendija no había podido verlo. Allí estaba el sombrero vaquero, tirado en el suelo, para uso de clientes quizá con complejos o con cabeza de huevo invertido, de alquiler también el sombrero. Un elemento vaquero en la última noche de Dorta, me había hablado de unas botas inverosímiles, de piel de cocodrilo.
Ella se sentó en la cama que no era colchón ni cama, uno de esos lechos japoneses bajos que no recuerdo cómo se llaman, creo que están de moda.
¿Te han dicho ya el precio? -la pregunta era desganada, mecánica.
No, pero no importa, lo hablamos luego. No habrá problemas.
Con la señora -dijo Estela-. Lo hablas con la señora. -Y añadió:- Bueno, ¿cómo lo quieres? Aparte de rápido.
Abrete el albornoz.
Obedeció, se desanudó el cinturón dejando ver algo, pero no me bastaba. Parecía aburrida, parecía hastiada, si antes no había habido deseo ahora habría rechazo tácito. Su acento era centroamericano o caribe, sin duda ya endurecido por una estancia en Madrid de años.
Abretelo más, del todo, bien abierto, que te vea -dije, y mi voz debió de sonar alterada, porque ella me miró por vez primera del todo y con una ráfaga de aprensión. Pero se lo abrió, se lo abrió tanto que hasta los hombros le quedaron al descubierto como a una estrella antigua de cine en noche de gala, maldita la gala que había esta noche, allí estaban, los pechos bien conocidos en blanco y negro, allí los reconocí en color sin dudar un instante pese a la penumbra, los pechos sugerentes y bien formados pero de consistencia blanda, cederían en las manos como bolsas de agua, seguía siendo pobre para meterse plástico, durante dos años yo los había mirado ensangrentados en una fotocopia cada vez más languideciente, más veces de las que habría debido, más de lo que lo imaginé que lo haría cuando le hice a Gómez Alday mi extravagante petición morbosa, era un hombre comprensivo. En los pechos algo menos morenos que el resto no había ningún boquete ni raja ni cicatriz ni tajo, toda la piel uniforme y lisa y sin ninguna herida excepto por los pezones, demasiado oscuros para mi gusto, uno se acostumbra a saber qué le gusta y qué no al primer golpe de vista.
Y en seguiria me vinieron agolpados demasiados pensamientos, la mujer viva y siempre viva por tanto, el gesto de dolor en la foto, los ojos apretados y también los dientes, aquellos ojos cerrados no eran ojos de muerta porque los muertos no hacen ya fuerza y todo cesa cuando expiran, incluso el daño, cómo no había pensado que aquella expresión era la de alguien vivo o la de alguien muriendo, pero nunca la de alguien ya muerto. Y aquellas bragas, por qué su cadáver tenía puestas las bragas, por qué conservar una prenda cuando se llega tan lejos, las bragas las conserva solamente alguien vivo. Y si ella estaba viva podía también estarlo mi mejor amigo, Dorta el bromista y el resignado, qué clase de broma me había gastado haciéndome creer en su asesinato y en su condena, qué clase de broma si estaba vivo.
De dónde has sacado los cigarrillos -le dije.
¿Qué cigarrillos? -Estela se puso alerta de pronto, y repitió para ganar tiempo:- ¿Qué cigarrillos?
Los que estuviste fumando antes, en el restaurante, con sabor a clavo. Déjame ver el paquete.
Instintivamente se cerró el albornoz, sin anudárselo, como para protegerse de su descubrimiento, estaba allí con un tipo que la había observado y seguido desde La Ancha o tal vez desde antes, todo aquel rato. Mi tono debía de ser lo bastante nervioso y colérico, porque señaló su bolso dejado en una silla, la silla que había aguantado la ropa del hombre tosco.
Están ahí. Me los dio un amigo.
Le había metido miedo, noté que me tenía miedo y que haría lo que le dijese por eso. Ya no había superioridad ni condescendencia, sólo miedo de mí y de mis manos, o de un arma blanca que hiciera boquete o rajara. Cogí el bolso, lo abrí y saqué el paquete estrecho, rojo y dorado y negro, con su tramo de rieles curvos en relieve y su anuncio, ‘Smoking kills’, fumar mata. Kretek.
¿Qué amigo? ¿El que estaba contigo? ¿Quién es?
No, yo no sé quién es él, él quería salir a cenar esta noche, ya yo estuve con él sólo otra vez.
Ah cómo detesto a los hombres que hacen daño a las mujeres y cómo me detesté a mí mismo -o fue luego- cuando le agarré el brazo a Estela y le volví a abrir su albornoz de un manotazo dejándola desprotegida y pasé mi pulgar por el canal de sus pechos como si de allí quisiera sacarle algo, lo pasé varias veces apretando mientras decía:
Dónde está el borquete, ¿eh? Dónde está la lanza, ¿eh? Dónde está toda la sangre, qué pasó con mi amigo, quién lo mató, tú lo mataste. ¿Quién le puso las gafas, di, se las pusiste tú, de quién fue la idea, fue tuya?
La tenía inmovilizada con su brazo retorcido y más retorcido a la espalda, y con la otra mano, con mi pulgar tan fuerte, le apretaba el esternón arriba y abajo, o se lo aplastaba, o se lo frotaba sintiendo a ambos lados el verdadero tacto de los pechos vistos tantas veces con mis ojos táctiles.
Yo no sé nada de lo que pasó, no me dijeron -dijo gimiendo-, él ya estaba muerto cuando yo llegué. A mí sólo me llamaron para hacer las fotos.
¿Te llamaron? ¿Quién te llamó? ¿Cuándo?
Nunca se sabe lo que pueden hacer nuestros pulgares, se habría alarmado alguien que me hubiera visto por la rendija de la persiana, los pulgares que no son nuestros parecen siempre imparables o incontrolables y que para ellos será siempre tarde. Pero estos eran míos. Me di cuenta de que no hacía falta asustarla más ni hacerle más daño, dejé de hacérselo, la solté, noté mis dedos calientes por el roce, como si ardieran momentáneamente, ese mismo ardor estaría en el canal de sus pechos como un aviso y un recordatorio, contaría lo que supiera. Pero antes de que hablara, antes de que se recobrara y hablara ya la idea me atravesó la cabeza, por qué los habían descubierto a la noche siguiente, tan tarde y con demasiado retraso, los dos cadáveres que sólo era uno, quizá para pensar y prepararlo todo y hacer las fotos, y quién hizo esas fotos que nunca se publicaron, tampoco la de ella, ni siquiera el rostro medio tapado por su cabellera echada hacia delante por su propia mano bien viva, sólo retratos de mi amigo Dorta en mejores tiempos, una composición esa cabellera que encubría un poco, la noticia contó lo que la policía dijo, no hubo versión de vecinos y las fotos las vi yo tan sólo, en el despacho de Gómez Alday tan sólo, las enseñaría a un juez como mucho.
La policía me llamó. El inspector me llamó, me dijo que me necesitaba para posar con un cadáver de muerte violenta. A veces hay que hacer cualquier cosa, hasta acostarse con un muerto. Aunque estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro, yo con él no hice nada.
Dorta estaba muerto. Durante unos instantes había vuelto a vivir para mi sospecha, en realidad nada extraño: el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia nunca se desvanezca, no ver a alguien puede ser accidental, hasta intrascendente, y no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia con quien ninguna mujer nunca hizo nada, ni vivo ni muerto, eso preocupaba a Estela, la pobre: ‘Estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro’; y ni sangres mezcladas ni semen ni nada, todo aquello lo había inventado Gómez Alday para contármelo a mí o a cualquier otro curioso o metomentodo y que yo lo asumiera en el tiempo, los periódicos se cansan pronto y no dieron tantos detalles, sólo que había habido sexo entre los cadáveres cuando aún no lo eran.