Y te mancharon bien, ¿eh? Con sus pegotes de sangre y todo.
Sí, me mancharon el pecho con ketchup y esperaron a que se secara y tiraron las fotos luego. No llevó mucho tiempo, con el calor fue rápido, el joven las hizo. Me dieron unos miles y me dijeron que me callara bien. -Con su pulgar hizo el gesto de cerrarse la boca, como una cremallera. Seguía hablando pero me iba perdiendo el miedo, no dejaría de hablar por eso, aunque habría notado que por mi cabeza había cruzado esa expresión o ese pensamiento, ‘la pobre’, todos notamos eso, y nos tranquiliza.- De eso hace ya bastante tiempo. Si hablas te mando a latigazos de vuelta a Cuba en un barco negrero, me dijo, eso dijo el inspector. Y ahora qué pasará con eso, ahora qué, me volverá para Cuba.
El joven -dije yo, y mi voz sonó aún alterada, aún no se podía estar del todo a salvo conmigo-, qué joven. Qué joven.
El muchacho que estuvo con él todo el rato, estaba en el servicio militar, tenía que volver al cuartel, hablaron de eso. -Y aún se atrevió Gómez Alday, pensé, aún se atrevió a decir que el lancero podía ser alguien acostumbrado a clavar bayonetas, ahí te pudras con el corazón lleno de hierro aunque no estemos en guerra, un saco más, saco de harina saco de plumas saco de carne, kretek kretek.- Ya yo no sé más, llegué y me fui de allí por la tarde, con mi dinero y los cigarrillos, esos me los robé de la casa al salir cuando no me vieron, dos cartones. Aún me quedan tres o cuatro paquetes, los fumo lento y a la gente le impresionan, aún huelen mucho.
El motivo para fumarlos no era muy distinto del que tenía Dorta, algo en común tenían, él y Estela. Me senté a su lado en la cama baja y le pasé la mano por el hombro.
Lo siento -le dije-. El muerto era amigo mío y yo vi esas fotos.
Demasiadas veces tiene razón Ruibérriz de Torres, a todos nos conoce mucho. Después de todo yo llevaba tiempo viendo de tarde en tarde aquella cara doliente y aquellos pechos quietos y muertos y ensangrentados, y me daba alegría verlos en movimiento y vivos y recién duchados, aunque mi amigo en cambio siguiera muerto y hubiera habido tanto engaño. También fue una forma de pagarle y compensarle a la mujer el mal rato, aunque podía haberle dado el dinero por nada, o por la información tan sólo. Pero al fin y al cabo: tampoco iba a conciliar el sueño hasta que llegara la hora de las oficinas y las comisarías, aunque algunas de éstas pasan la noche en vela.
Dejé dinero en el saloncito al salir, quizá de más, quizá de menos, la tía Mónica se habría acostado hacía horas. Cuando me fui la mujer dormía. No pensé que la fueran a volver a Cuba, como ella decía.
Gómez Alday tenía aún mejor aspecto que la última vez que lo había visto, hacía casi dos años. Había ganado con el tiempo, lo habrían ascendido, estaría más tranquilo. Ahora que sabía que no compartía mi orgullo estúpido comprendí que se cuidara, los que lo tenemos nos cuidamos menos; no tuve tiempo ni humor para preguntas amables. No se negó a recibirme, no se levantó de su silla giratoria cuando entré en su despacho, se limitó a mirarme con sus ojos velados que no denotaron gran sorpresa, si acaso fastidio. Me recordaba.
¿Qué hay? -me dijo.
Hay que he hablado con Estela, su muerta, y no a través de su fotografía. A ver qué me cuenta usted ahora de su lancero.
El inspector se pasó una mano por la cabeza romana que cada vez parecía tener más pelo, él sí ganaba para sus injertos, pensé un segundo, los pensamientos inoportunos vienen en cualquier instante. Cogió un lápiz de su mesa y tamborileó con él sobre la madera. Ya no fumaba.
Así que se ha puesto a hablar -contestó-. Cuando llegó se llamaba Miriam, si es que se refiere a la puta cubana.
¿Qué pasó? Va a tener que contármelo. Usted no quiso investigar con los julas, para qué iba a perder el tiempo. No sé ni cómo se atrevió a llamarlos así.
Gómez Alday sonrió un poco, quizá un fantasma de rubor. No parecía más alarmado que un muchacho al que se ha descubierto en un embuste. Un embuste menor, algo que no tendrá consecuencias más allá de la riña. Tal vez sabía que yo no iba a irle a nadie más con el cuento, quizá lo supo antes de que lo supiera yo mismo. Tardó en contestar, pero no porque vacilara: era como si estuviera sopesando si yo merecía la confesión.
Bueno, hay que disimular, verdad -dijo por fin, e hizo una pausa, aún no había decidido. Luego siguió:- Yo no sé si conoce a estos chicos, algo le contó su amigo, verdad. Si son muy jóvenes no tienen sentido alguno de la fidelidad, tampoco de la oportunidad, se van con cualquiera una noche si los seducen con cuatro halagos, no digamos con algo de fama o un buen recorrido por los sitios caros. Salen por ahí, no tienen otra cosa que hacer, salen dispuestos a ser seducidos. Usted no sabe, son mucho más vanidosos que las mujeres. -Gómez Alday se detuvo, hablaba como si nada de aquello tuviera gran importancia y perteneciera a un pasado remoto, y es verdad que el pasado se hace remoto cada vez más pronto.- Bueno, el que estaba conmigo entonces. Me lo levantó una noche su amigo, por la calle, yo estaba de guardia. No me haga hablar mal de él, era su amigo, pero se pasó con el chico, la dichosa lanza, y éste se asustó y se puso nervioso con sus jueguecitos, usted lo dijo, me acuerdo, ocurre a veces, los arrepentidos, se pueden arrepentir por muchos motivos, también se asustan con lo que está fuera del programa. Perdió la cabeza y le arreó en la frente, y luego lo ensartó, vaya lanzazo, como si hubiera sido una bayoneta. No era mal chico, créame, estaba en la mili, aunque hace tiempo que no sé de él, lo mismo que aparecen desaparecen, no son sentimentales, a diferencia de los chulos de putas y los maridos. Me llamó aterrado, había que componer algo y alejar sospechas. -Gómez Alday pareció desamparado y débil por un momento, el pasado se hace remoto de golpe cuando desaparece de nuestra vida la persona que constituía el presente, el hilo de la continuidad se rompe y de pronto ayer queda muy lejos.- Qué quiere que le diga, qué iba a hacer sino echarle una mano, qué se gana con arruinar dos vidas en vez de una sola, sobre todo si la primera está despachada del todo.
Me quedé mirando su figura algo gruesa, se la veía alta hasta sentada en su silla. A él no le costaba sostenerme la mirada, sus ojos soñolientos podrían no haber parpadeado ni haberse desviado nunca, hasta el infierno sus ojos de bruma.
Ya no hubo más debilidad en aquel rostro, fue un segundo.
¿Quién le puso las gafas? -dije por fin- ¿A quién se le ocurrió ponérselas?
El inspector hizo un gesto de impaciencia, como si mi pregunta le hubiera hecho pensar que yo no merecía a la postre la explicación ni el relato.
Déjese de historias -dijo-. No me pregunte por travesuras en medio de un homicidio. Haga sólo preguntas que importen.
¿Y qué -le hice caso-, nadie quiso ver el cuerpo de la muerta tan viva? El juez, el forense.
Se encogió de hombros.
No sea ingenuo. Aquí y en la morgue hacemos lo que queremos. Se investiga lo que interesa y nadie hace preguntas a quien no debe. De algo tuvieron que servirnos cuarenta años de hacer lo que nos diera la gana sin rendir cuentas a nadie, un aprendizaje largo. Me refiero a Franco, no sé si se acuerda. Aunque es parecido en todas partes, se aprende de muchas formas.
Gómez Alday no carecía de humor. No era alguien a quien debiera hacérsele tal pregunta, pero se la hice:
¿Por qué apoyó tanto al chico? Aun así, se jugó usted mucho.
Hubo un fogonazo breve en los ojos adormecidos antes de que repitiera un gesto que ya le había visto con anterioridad: hizo girar su silla y me dio la espalda como si con ello pusiera punto final a su trato conmigo tan esporádico.
Vi su nuca ancha mientras me decía:
Me lo jugué todo. -Calló un momento y luego añadió desenfadadamente:- ¿Qué, usted no ha estado enamorado nunca?
Di media vuelta y abrí la puerta para marcharme. No contesté nada, pero me pareció recordar que sí.
En el tiempo indeciso
Lo vi dos veces en persona y la primera fue la más alegre y la más desdichada, aunque lo segundo sólo retrospectivamente, es decir, lo es ahora pero no lo era entonces, luego en realidad no debería decir tal cosa. Fue en la discoteca Joy a altas horas de la noche, sobre todo para él, se supone que los futbolistas deben estar acostados desde muy temprano, permanentemente concentrados en el próximo partido, o entrenando y durmiendo, viendo vídeos de otros equipos o del suyo propio, viéndose a sí mismos, sus aciertos y fallos y las oportunidades perdidas que siempre vuelven a perderse hasta el fin de los tiempos en esas películas, durmiendo y entrenando y alimentándose, una vida de bebés casados, conviene que tengan mujer para que les haga de madre y les vigile el horario. La mayoría no hacen ni caso, detestan dormir y detestan los entrenamientos, y los grandes piensan en el partido sólo cuando salen al campo y ven que más les vale ganarlo porque allí hay cien mil personas que sí llevan una semana dándole vueltas al enfrentamiento o pidiendo venganza contra los odiados rivales. Para los grandes los rivales sólo existen durante noventa minutos y nada más que por un motivo: están ahí para impedirles a ellos lograr lo que ansían, eso es todo. Luego podrían irse de copas con esos adversarios, si no estuviera mal visto. El resentimiento pertenece a los jugadores mediocres.