Cerraron la puerta y avanzaron por el pasillo sin verme, Claudia delante, y entonces me encaminé hacia la cocina. Allí tomé asiento y me serví ginebra (un disparate la mezcla), y desplegué el periódico español que había comprado por la tarde. Era del día anterior, pero para mí las noticias eran nuevas.
Oí cómo mi amiga y el médico entraban en la habitación de los niños, que estaban pasando el fin de semana con otros niños, en otra casa. Ese cuarto, con un largo tramo de pasillo por medio, quedaba justo enfrente de la cocina, así que al cabo de unos minutos desplacé la silla en la que había tomado asiento hasta poder captar, con el rabillo del ojo, el marco de su puerta. Había quedado entornada, habían encendido una luz muy tenue, tan tenue, me dije, como la que había iluminado el estudio mientras ella y yo conversábamos y ella esperaba. No los veía, no oía nada tampoco. Volví a mi periódico y leí, pero al cabo de un rato desvié la mirada otra vez porque sentí que ahora había una presencia en el marco de su puerta, la de ellos entornada. Y entonces vi al médico, de perfil, con una inyección en su mano izquierda, alzada. Sólo vi la figura un instante, ya que estaba a contraluz, no pude verle la cara. Vi que era zurdo: era el momento en que los médicos y practicantes elevan su inyección en el aire y la aprietan un poco, para comprobar que sale líquido y que no hay peligro de obturación o, lo que es más grave, peligro de inyectar aire. Así lo hacía Cayetano, el practicante, en mi casa cuando yo era niño. Después de hacer este gesto dio un paso adelante y desapareció de mi campo visual de nuevo. Claudia debía de haberse echado en la cama de uno de los niños, de donde seguramente venía la luz, para mí tan tenue y para el médico suficiente. Supuse que la inyección sería en las nalgas.
Volví a mi periódico, y pasó demasiado tiempo antes de que se enmarcaran de nuevo en la puerta, ella o el médico republicano, ninguno. Tuve entonces una sensación vaga de entrometimiento, se me ocurrió que tal vez esperaran justamente a que yo me retirara a mi cuarto para salir y separarse. También pensé si, enfrascado como había estado en la lectura de una noticia deportiva polémica, habrían salido en silencio y yo no me habría dado cuenta. Procurando no hacer ruido para en todo caso no despertar al viejo Hélie, que dormiría desde hacía rato, me dispuse a retirarme. Antes de salir de la cocina con mi periódico bajo el brazo apagué la luz, y la luz apagada y mi quietud de un instante (el instante previo a dar un primer paso por el pasillo) coincidieron con la reaparición en su marco de las dos figuras, la de mi amiga Claudia y la del doctor nocturno.
Se pararon en el umbral, y desde mi oscuridad vi cómo escrutaban en mi dirección, o eso creí. En aquel momento, en que lo que vieron fue la luz de la cocina apagada y yo aún no hice el menor movimiento, sin duda pensaron que, sin advertirlo ellos, yo ya me había marchado a mi cuarto. Si les dejé creer semejante cosa, si de hecho seguí sin hacer el menor movimiento después de verlos, fue porque el médico, a contraluz siempre, volvía a enarbolar una inyección en su mano izquierda, y Claudia, con su camisón y su bata, estaba cogida de su otro brazo como si le infundiera valor con su tacto, o con su respiración aplomo. Así cogidos de su inminencia dieron unos pasos fuera de la habitación de los niños y dejé de verlos, pero oí cómo se abría la puerta de la alcoba matrimonial, en la que Hélie estaría durmiendo, y oí cómo se cerraba. Pensé que quizá escucharía a continuación los pasos del médico prosiguiendo su marcha tras dejar a Claudia en su cuarto, para abandonar la casa una vez cumplida su misión sanitaria. Pero no fue así, lo penúltimo que oí aquella noche fue cómo se cerraba la puerta del matrimonio, en el que también se había introducido un médico nocturno con paso quedo y una inyección en la mano izquierda.
Con mucho cuidado (me descalcé), recorrí todo el pasillo hasta llegar a mi habitación. Me desvestí, me metí en la cama y acabé el periódico. Antes de apagar la luz esperé unos segundos, y fue en esos breves segundos de espera cuando por fin oí la puerta de la calle y la voz de Claudia, que despedía al médico con estas españolas palabras: ‘Hasta dentro de quince días, entonces. Buenas noches y gracias.’ La verdad es que me quedé con ganas de hablar un poco más en mi lengua aquella noche, en que perdí por dos veces la ocasión de hacerlo con un médico compatriota.
A la mañana siguiente yo regresaba a Madrid. Antes de salir pude preguntarle a Claudia cómo estaba y me dijo que bien, los dolores habían pasado. Hélie, en cambio, se encontraba indispuesto por los varios excesos de la noche anterior y se disculpaba por no poder despedirme.
Hablé con él por teléfono con posterioridad (esto es, cogió él el teléfono alguna vez que llamé desde Madrid a Claudia en los siguientes meses), pero la última vez que lo vi fue cuando salí de su casa aquella noche, tras la cena de siete personas, para acompañar a la amiga italiana cuyo nombre no recuerdo ahora. Precisamente porque no lo recuerdo no sé si la próxima vez que vaya a París me atreveré a preguntarle a Claudia por ella, pues ahora que Hélie ha muerto, no quisiera correr el riesgo de enterarme acaso de que también ella ha quedado viuda desde mi marcha.
La herencia italiana
Tengo dos amigas italianas que viven en París. Hasta hace un par de años no se conocían, no se habían visto, yo las presenté un verano, yo fui el vínculo y me temo que sigo siéndolo, aunque ellas no se han vuelto a ver. Desde que se conocieron, o mejor, desde que se vieron y ambas saben que conozco a ambas, sus vidas han cambiado demasiado rápido y no tanto paralelamente cuanto consecutivamente. Ya no sé si debo cortar con la una para liberar a la otra o cambiar el sesgo de mi relación con la otra para que la una desaparezca de la vida de aquélla. No sé qué hacer, no sé si hablar.
En principio no tenían nada que ver, aparte de un común y considerable interés por los libros, y sus respectivas bibliotecas por tanto, hechas ambas con paciencia y devoción y esmero. La más antigua amiga, Giulia, era sin embargo una aficionada: hija de un viejo embajador misino (neofascista, es decir), estaba casada, tenía dos hijos, alquilaba algunos pisos de su propiedad en Roma, vivía de ello y no trabajaba, disponía de casi todo su tiempo para su pasión, leer, y, en el máximo de la sociabilidad, recibir a escritores en pálida emulación de las salonnières francesas del XVIII como Madame du Deffand (los tiempos no dan para más). La más reciente amiga, Silvia, era en cambio una profesionaclass="underline" dirigía una colección, era algo más joven, soltera, sin patrimonio, vivía con ciertos apuros gracias a entrevistas y artículos librescos para la prensa de su país; no recibía a nadie sino que salía a encontrarse con los escritores en los cafés, en los cines, acaso para cenar. A mí mismo, aunque extranjero para ellas y extranjero en la ciudad, Silvia salía a encontrarme y Giulia me recibía. Cuando Giulia me recibía, el marido solía irse durante esas horas porque odiaba todo lo español. Era un hombre mayor, veinte años más viejo que su mujer, también escritor (pero de tratados de ingeniería), poseía una incierta fortuna de la que se servía Giulia con moderación. Hubo un verano en el que el marido debió ausentarse de más por razones profesionales. Desde la ventana de la cocina, Giulia empezó a fijarse en un joven que vivía un piso más abajo. Lo veía siempre sentado, con unas gafas puestas y sin camisa, aparentemente estudiando. Más tarde se lo cruzó en la escalera, y antes de que regresara el marido ambos eran amantes, se escribían cartas de buzón a buzón, sin remite. Tan sólo un mes después el marido pidió el divorcio y abandonó la casa. El vecino subía y bajaba.
Fue por entonces cuando la otra amiga, Silvia, me anunció que se iba a casar. Uno de aquellos escritores mayores con los que salía al café o al cine se le había hecho demasiado acostumbrado para prescindir de él. Era un hombre veinte años mayor que ella, muy inteligente (decía), escribía tratados sobre el Islam, gozaba de cierto renombre y de una fortuna personal heredada de su primera mujer, muerta diez años antes. Lo único que me alertó ya entonces fue que, según me contó Silvia entre risas, odiaba todo lo español, por lo que tal vez ella tendría que seguir viéndome en los cafés y los cines cuando estuviera en París. Pensé que aquel odio podía ser musulmán.
Mientras tanto Giulia, la primera amiga, se dedicó a llevar con el falso estudiante (las gafas lo juvenilizaban, era un hombre de treinta y tantos, la edad de ella, y tenía un buen trabajo, psicólogo de una multinacional) el tipo de vida que por edad y carácter su marido no había querido o podido llevar: no sólo en verano, como hace buena parte de la población mundial, sino en todos los periodos de vacaciones efectuaban complicados viajes a lugares remotos: en el plazo de nueve meses visitaron Bali, Malaysia, por fin Tailandia. Fue en Tailandia donde el psicólogo o falso estudiante se puso enfermo por causas desconocidas, despertando su caso tanto interés entre los doctores del hospital que hasta el médico de la Reina se acercó por allí a echarle un vistazo. Nadie supo qué había tenido, pero al cabo de quince angustiosos días sanó y pudieron regresar a París.