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Sí, puede ser -dijo el guardaespaldas, como si no hubiera pensado en ello-. Se está haciendo famosillo. Es de la banca, ¿sabe? No le digo quién, pero es de la banca. Pero oiga, vamos un poco al paddock, que habrá que ir apostando para la tercera.

Fuimos hasta allí, y de camino rasgamos por fin nuestros boletos, ea, al suelo, tras ver que habíamos perdido. Me crucé con un filósofo que no falta un domingo, también con el almirante Almira (su predestinado e incompleto apellido) y con su guapa e inmerecida esposa, quienes me saludaron con la cabeza sin dirigirme palabra, quizá se avergonzaron al verme en compañía de aquel individuo un poco gigante, yo le llegaba sólo a los hombros. Yo llevaba ahora al cuello sus prismáticos y en la mano los míos rotos, los míos son pequeños y potentes, los suyos eran enormes y muy pesados, la correa me tiraba de la nuca, pero no podía correr el riesgo de que también se cayeran. Mientras mirábamos dar vueltas a los caballos, le vi al escolta intenciones de preguntarme a qué me dedicaba yo, y como no me apetecía hablar de mí mismo me adelanté y le dije:

Qué, qué le parece el 14.

Bonita estampa -dijo él, que es lo que dicen siempre de los caballos los que no entienden nada-. Yo creo que le voy a apostar.

Pues yo no, lo veo un poco nervioso. Se puede quedar en los cajones, incluso.

¿Sí? ¿Usted cree?

Aquí no vale la cara de rico.

El hombre se echó a reír. Era una risa inmediata, sin el más mínimo pensamiento previo, la risa de un hombre sin pulir todavía, la risa de un hombre que no piensa en la conveniencia. No tenía mucha gracia lo que yo había dicho. A continuación me cogió sus prismáticos sin pedirme permiso y miró rápidamente con ellos en dirección a la tribuna de autoridades, que desde el paddock no podía verse. Se resintió mi nuca, el hombre tiró de más de la correa, un poco.

Qué, no ha llegado -dije.

No, por suerte -contestó él, por intuición, supongo.

¿Le da mucho trabajo? Quiero decir si tiene que intervenir a menudo, intervenir en serio, con peligro.

No tanto como yo quisiera, verá usted, este es un trabajo de mucha tensión y a la vez inactivo, hay que estar alerta permanentemente, todo consiste en anticiparse, en un par de ocasiones me he abalanzado sobre personas ilustres que solamente iban a saludar a mi jefe. Les he puesto las manos a la espalda y las he reducido, sin ningún motivo, se han llevado algún golpe ducho. Me he ganado broncas por ello. Así que hay que tener mucho cuidado, no anticiparse demasiado tampoco. Hay que adivinar intenciones, eso es. Luego, casi nunca pasa nada, y se hace difícil mantener la vigilancia si uno tiene la sensación de que en realidad no hace falta.

Claro, bajará usted la guardia.

No, no la bajo, pero me cuesta esfuerzo obligarme. Mi compañero, el que va con él cuando yo voy por delante, la baja mucho más, me doy cuenta. Yo a veces le echo regañinas. Se abstrae en videojuegos portátiles mientras espera, tiene ese vicio. Y eso no puede ser, ¿comprende?

Comprendo. Y él, el jefe, ¿qué tal los trata?

Bueno. Para él somos invisibles, no se priva de nada porque estemos delante. Yo le he visto hasta hacer guarradas.

¿Guarradas? ¿De qué tipo?

El guardaespaldas me tomó del brazo para ir hacia las taquillas de apuestas. Ahora me dio a mí vergüenza ir así con un hombre tan alto. Su manera de cogerme era protectora, quizá no sabía establecer contacto con las personas más que de esa clase: él protegía. Pareció dudar un momento. Luego dijo:

Bueno, con tías, en el coche, por ejemplo. La verdad es que es bastante sucio, la cabeza un poco sucia, ¿sabe? -se tocó la frente-. Oiga, no será usted periodista.

No, se lo aseguro.

Ah bueno.

Yo aposté al 8 y él al 14, era un hombre terco, o supersticioso, y volvimos a las gradas.

Tomamos asiento, a la espera del inicio de la tercera carrera.

¿Cómo hacemos con los prismáticos?

Yo miro la salida y usted la llegada, si le parece -contestó él-. Estoy en deuda.

Volvió a cogerme los prismáticos sin sacármelos antes por la cabeza, pero ahora estábamos muy cerca el uno del otro y no hubo de tirar de la correa. Miró hacia la tribuna un segundo y volvió a dejármelos sobre las rodillas. Miré sus botitas, eran incongruentes, daban a sus pies muy grandes un aspecto aniñado. Se excitó durante la carrera, gritándole ‘¡Vamos, Narnia, dales fuerte!’ al número 14, que no se quedó en los cajones pero salió mal y llegó sólo cuarto. Mi 8 quedó segundo, por lo que rasgamos nuestros boletos con gesto agrio, como debe hacerse: a la mierda.

De pronto lo vi abatido, no podía ser por la apuesta.

¿Le pasa algo? -le pregunté.

No contestó de inmediato. Miraba al suelo, hacia sus boletos rasgados, el tórax tan largo inclinado, la cabeza casi entre las piernas abiertas, como si se hubiera mareado y tomara precauciones por si vomitaba, no manchar los pantalones.

No -dijo por fin-. Es sólo que esta era la tercera carrera, mi jefe estará a punto de llegar con mi compañero, si llegan. Y si llegan, me toca.

Tiene que permanecer aquí para vigilar, ¿no?

Sí, tengo que quedarme aquí. ¿No le importa hacerme compañía? Bueno, si quiere volver al paddock y a apostar, vaya usted y vuelve luego para la carrera. Me quedo con los prismáticos mientras tanto, por si acaso pasa algo.

Iré a apostar un momento. No necesito ver los caballos.

Me dio diez mil pesetas para una gemela, otras cinco para ganador, bajé a hacer mis apuestas, no tardé nada, aún no había cola. Cuando regresé a las gradas el escolta seguía cabizbajo, no parecía alerta. Se acariciaba las patillas ensimismado.

¿Ha llegado ya? -le pregunté, por decir algo.

No, todavía no -respondió alzando la vista y a continuación los prismáticos hacia la tribuna. Se le había convertido en un gesto casi mecánico-. Todavía puede que no me toque.

El hombre seguía abatido, había perdido de golpe toda su bonhomía, como si se hubiera nublado. Ya no me daba charla ni me hacía caso. Estuve tentado de decirle que prefería ver esa carrera al pie de la pista, donde me arreglaría bien sin prismáticos, y abandonarlo. Pero temí por su trabajo. Estaba absorto, todo menos vigilante, justo cuando le tocaba.

¿Seguro que no le ocurre nada? -dije, y luego, más que nada para recordarle la inminencia de su tarea:- ¿Quiere que vigile yo por usted si se encuentra mal? Si me indica quién es su jefe…

No hay nada que vigilar -respondió-. Yo sé lo que va a pasar esta tarde. O quizá ya ha pasado.

¿El qué?

Mire, uno no le toma afecto a quien le paga para que lo proteja. Mi jefe, ya se lo he dicho, no sabe ni que existo, apenas mi nombre, para él he sido aire durante los dos últimos años, y de vez en cuando me ha metido alguna bronca por excederme en mi celo. Él da órdenes y yo las cumplo, me dice dónde y cuándo me quiere y allí voy yo, a la hora y el lugar indicados. Eso es todo. Cuido de que no le pase nada, pero no le tengo afecto. En más de una ocasión he pensado en atentar yo contra él para aplacar la tensión y hacerme sentir necesario, crear yo mismo el peligro. Nada serio, una pequeña paliza en el garaje, echarle un poco de comedia, emboscarme y hacerme pasar por un asaltante en mis horas libres. Darle un susto. No podía imaginar que fuera a llegar un día en que tuviéramos que cargárnoslo en serio.

¿Cargárnoslo? ¿Quiénes?

Mi compañero y yo. Bueno, o él o yo.

Puede que él haya podido hacerlo ya, ojalá. Si es así, el jefe no aparecerá tampoco para esta carrera, no habrá salido de casa y estará tirado en la alfombra, o metido en el maletero. Pero si viene, ve usted, será que él no ha podido, y entonces me tocará a mí, a la vuelta del hipódromo, en el mismo coche, mientras mi compañero conduce. Una cuerda, o un tiro fuera de la carretera. Ojalá no vengan, ya le digo, no le tengo afecto, pero la idea de encargarme yo. Eso me pone malo.

Pensé que estaba bromeando, pero hasta aquel momento no me había parecido un hombre dado a las bromas, más bien parecía incapaz de hacerlas, por eso -había pensado fugazmente- se había reído tanto cuando yo hice una sin mucha gracia. La gente que no sabe hacerlas se sorprende tanto de que otros las hagan, y lo agradecen.

No sé si le entiendo -dije.

El escolta seguía mesándose las patillas sin pudor. Me miró de reojo y dejó así la vista: fija en mí, pero de reojo.

Claro que me entiende, está bien claro lo que le he dicho. Le repito que no le tengo afecto, pero me sentiría aliviado si no vinieran, si ya lo hubiera hecho mi colega.

¿Por qué lo hacen?

Eso es largo de contar. Por pasta, bueno, no sólo, a veces no hay más remedio, a veces hay que hacerlas, porque peor es no hacerlas, ¿no le ha ocurrido nunca?

Sí, me ha ocurrido -dije-, pero no tan graves, supongo. -Miré de reojo hacia la tribuna de autoridades, un gesto inútil por mi parte.- Si todo esto es verdad, ¿por qué me lo cuenta?

Bah, eso da lo mismo. Usted no va a ir a contárselo a nadie, aunque mañana lo lea en el periódico. A nadie le gusta meterse en berenjenales; si va usted con el cuento, para usted los líos y las molestias. Y a lo mejor las amenazas. Nadie cuenta nada si no le trae algún provecho. Por eso a la policía no la ayuda ni Dios, allá se las compongan ellos, piensa todo el mundo. Y nadie dice nada. Usted hará lo mismo, hoy no me da la gana de tener secretos.