Выбрать главу

Le cogí los prismáticos y volví a mirar hacia la tribuna, ahora con las lentes de aumento. Estaba casi vacía, andarían todos en el bar o en el paddock, aún faltaban unos minutos para la salida. El gesto fue aún más inútil, porque yo no conocía a su jefe, aunque quizá podría adivinar quién era por la cara de rico, si se la veía.

¿Está? -me preguntó temeroso y mirando hacia la pista.

No lo creo, no hay casi nadie. Mire usted.

No, prefiero esperar. Cuando vaya a empezar la carrera, cuando entren todos. ¿Me avisa usted?

Sí, yo le aviso.

Guardamos silencio. Yo volví a mirarle las botas (ahora los pies muy juntos) y él se miraba los gemelos de los puños de la camisa, rosa palo la camisa, los gemelos sendas hojas de tabaco. De pronto me vi deseando que un hombre hubiera muerto, que su jefe ya hubiera muerto. Me vi prefiriendo eso, para que no tuviera él que matarlo. Empezamos a notar que se llenaban las gradas, nos iba estrechando la gente, nos tuvimos que poner de pie para hacer sitio.

Tenga los prismáticos -le dije-, quedamos en que usted miraba las salidas. -Y se los alcancé.

El guardaespaldas los cogió y se los llevó a los ojos con brusquedad, con el mismo gesto que había dejado inservibles los míos. Vi cómo los enfocaba hacia los cajones, y cuando los caballos estaban a punto de salir disparados, volvió esos prismáticos hacia la tribuna unos segundos. Le oí contar:

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. No ha venido -dijo.

Ya salen -dije yo.

Volvió a mirar hacia la pista, y cuando los caballos tomaban la primera curva le oí gritar:

¡Vamos, Caronte, vamos! ¡Venga, Caronte, dale!

A pesar de su excitación y de su alegría tuvo la suficiente conciencia para pasarme los prismáticos cuando los caballos alcanzaban la última curva. Era un hombre considerado, cumplía su promesa de dejarme contemplar la llegada. Me los puse ante los ojos y vi cómo Caronte ganaba por medio cuerpo a Heart So White, segundo: ganador y gemela de mi acompañante de aquella tarde. Yo, en cambio, habría de rasgar una vez más mis boletos, al suelo.

Bajé los prismáticos y me sorprendió no oírle gritar de contento.

Ha ganado usted -le dije.

Pero él no debía de haber seguido la última parte de la carrera, no debía de haberse enterado. Miraba con sus propios ojos, sin ayudarse de nada, hacia la tribuna. Estaba quieto. Se volvió hacia mí sin mirarme, como si fuera un desconocido. Yo era un desconocido. Se abotonó la chaqueta. Su rostro había vuelto a ensombrecerse, estaba casi descompuesto.

Ahí están, ya han llegado. Han llegado para la quinta -dijo-. Lo siento, debo ir a reunirme con ellos, me querrá dar instrucciones.

No dijo nada más, no se despidió. En pocos segundos se abrió paso entre la gente y lo vi de espaldas, alejándose hacia la tribuna con su estatura gigante. Al caminar se palpaba la chaqueta a la altura del costado, llevaba la pistola en su funda. Me había dejado sus prismáticos. Rasgué mis boletos pero no los suyos, que estaban premiados. Me los guardé en el bolsillo, pensé que él no iba a querer cobrarlos.

Figuras inacabadas

No sé si contar lo que le ocurrió recientemente a Custardoy. Es la única vez, que yo sepa, que ha tenido escrúpulos, o quizá fue piedad. Venga, voy a hacerlo.

Custardoy es copista y falsificador de cuadros. Cada vez recibe menos encargos para su segunda actividad, la mejor retribuida, porque las nuevas técnicas de detección hacen casi imposible el fraude, al menos a los museos. Hace unos meses le llegó una petición, de un particular: un sobrino arruinado quería darle el cambiazo a su tía, que poseía un pequeño e inacabado Goya, escondido en su casa junto al mar. Ya no podía ni esperar su muerte, pues la tía le había comunicado que así como le legaría a él la casa, había decidido dejarle el Goya en herencia a una criadita joven a la que llevaba algún tiempo viendo crecer. Según el sobrino, la tía estaba idiotizada.

Custardoy estaba dispuesto a trabajar a partir de fotografías y del informe que años atrás había realizado un experto, pero pidió ver el cuadro al menos una vez para comprobar que el trueque sería factible, y a tal efecto fue invitado por el sobrino, que se llamaba Cámara y rara vez visitaba a la tía, a pasar un fin de semana en la casa junto al mar. La tía vivía sola con la joven criada, casi una niña a la que compraba los libros de texto y los plumieres: la niña iba todas las mañanas al colegio en Port de la Selva, regresaba para el almuerzo y pasaba el resto del día y la noche a la espera de que a su señora se le ocurriera ordenarle algún quehacer. La tía, de apellido Vallabriga, pasaba los días y las veladas ante la televisión o hablando por teléfono con amigas ya difuminadas de Barcelona. Más que a su marido, muerto diez años antes, echaba de menos a quien también había echado de menos en vida del cónyuge, un novio lánguido que se fue con otra en su juventud, minúscula y remota obsesión. Tenía un perro con tres patas, la posterior derecha amputada tras haber pasado una noche con ella martirizada en una trampa para conejos. Nadie había ido a rescatarlo, la gente de los alrededores había tomado sus aullidos por los del lobo. La mirada de ese perro, según el sobrino Cámara, decía la tía que le recordaba a la del novio perdido y doliente. ‘Completamente idiotizada’, añadía el sobrino. Con ese animal y la criadita solía dar la señora Vallabriga largos paseos a la orilla del mar, tres figuras inacabadas, la niña por su niñez, el perro por su mutilación, la tía por su falsa y su verdadera viudez.

A pesar de que Custardoy lleva coleta y largas patillas y alzas en los zapatos (la modernidad mal entendida, un aspecto reprobable fuera de las ciudades), fue bien recibido: la tía pudo coquetear ranciamente y a la niña le dio quehacer. Después de la cena la tía llevó a Custardoy al sobrino Cámara a ver el Goya, que guardaba en su alcoba, Doña María Teresa de Vallabriga, lejana antepasada sin el menor parecido con su descendiente sesgada. ‘¿Es posible?’, le preguntó Cámara a Custardoy en voz baja. ‘Ya te contaré mañana’, dijo Custardoy, y ya más alto: ‘Es un buen cuadro, lástima que el fondo no esté terminado’, y lo examinó con atención, pese a que la luz no era buena. Esa luz iluminaba mejor la cama. ‘Esa cama no la habrá visitado nadie en diez años’, pensó, ‘o tal vez en más’. Custardoy siempre piensa en lo que contienen las camas.

Esa noche hubo tormenta, y Custardoy oyó ladrar al perro cojo desde su habitación en el segundo piso. Se acordó de la trampa, pero esta vez no sería eso, sino los truenos. Se acercó a la ventana para ver si el perro estaba a la vista, y allí lo vio, junto al mar llovido -perdigones contra una tela agitada-, parado como un trípode y ladrando al zigzag de los rayos, como si los aguardara. ‘Quizá también hubo tormenta la noche en que permaneció en la trampa’, pensó, ‘y ya les perdió para siempre el miedo’. Acababa de pensar esto cuando vio aparecer a la criadita corriendo, en camisón, llevaba en la mano una correa con la que atar al perro e intentar arrastrarlo. La vio forcejear, su cuerpo bien visible bajo la ropa mojada, y oyó una voz angustiada bajo su propia ventana: ‘¡Que te vas a morir, que te vas a morir!’, decía la voz. ‘Nadie duerme en esta casa’, pensó. ‘Sólo Cámara, quizá.’ Abrió la ventana sin ruido y asomó la cabeza un poco, no queriendo ser visto. Notó la fuerte lluvia sobre la nuca, y lo que vio desde arriba fue la copa abierta de un paraguas negro, la señora Vallabriga anhelando la vuelta de sus inacabadas figuras, era su voz, y era su brazo el brazo desnudo que de vez en cuando aparecía crispado bajo el paraguas, como si quisiera atraer o asir al animal y a la niña, que forcejeaban, el perro sin pata mal podía correr o escapar, seguía ladrando a los rayos que alumbraban su mirada reacia de novio lánguido y el cuerpo más adulto de lo que pareció vestido el cuerpo de pronto acabado-. Custardoy se preguntó quién temía la tía que se fuera a morir, y al poco lo supo, cuando la niña se llegó por fin hasta la puerta con el perro a rastras y desaparecieron los tres, primero bajo el paraguas como una cúpula y luego en la casa. Cerró la ventana, y, ya desde dentro, oyó sólo dos frases más, las dos de la tía, la niña debía de estar sin habla: ‘Este chucho’, dijo. Y luego: ‘A la cama en seguida, niña, quítate eso.’ Custardoy oyó los cansados pasos que subían hasta su piso, y entonces, de nuevo tumbado y cuando se hizo el silencio tras el último ruido de una sola puerta que se cerró -una sola puerta-, se preguntó si acaso no se habría equivocado respecto a la cama que protegía el Goya y que nadie habría de visitar. No se lo preguntó demasiado, pero decidió que a la mañana siguiente cometería una traición: el informe que tenía que darle a Cámara sobre las posibilidades de falsificación diría que no valía la pena falsificar una copia. La heredera del Goya se lo tenía ganado. Le diría a Cámara: ‘Olvidémoslo.’