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Kate Hoffmann

Cuando llega el amor

Serie: 7°- Los audaces Quinn

Título originaclass="underline" Sean (2003)

Prólogo

Sean Quinn estaba sentado en las escaleras de su casa en la calle Kilgore, con la barbilla en la palma de la mano, el codo sobre la rodilla. No le hizo falta levantar la cabeza para saber que su hermano gemelo, Brian, se aproximaba. Pero en esos momentos no quería hablar con él. No quería hablar con nadie. Solo quería que lo dejaran en paz.

– ¡Sean!

– ¡Déjame! -gritó mientras Brian se sentaba a su lado.

– Venga, no seas así. ¿Por qué no te has acercado? Ella quería hablar contigo.

Sean apretó los puños y contuvo las ganas de ponerle un ojo morado a su hermanito.

– Quería hablar contigo -refunfuñó-. Solo finge que le caigo bien para acercarse a ti, no soy tonto. Veo cómo te mira.

Brian se quedó boquiabierto. Se le arrugó el ceño. Debía reconocer que todavía no comprendía las estrategias y motivaciones misteriosas de las chicas.

Sean aflojó los puños, consciente de que no podía pelearse con su hermano por el hecho de que fuera tonto. Aunque no le habría importado zurrarle un rato sólo para divertirse. Aunque eran gemelos, nada más se parecían en el físico. Brian formaba parte de los espabilados del colegio, siempre sabía cómo actuar y qué decir. Los profesores lo adoraban, las chicas estaban locas por él y nunca le faltaban amigos.

Mientras que él no era más que el hermano de Brian: el tímido, el tonto, el callado. Siempre había intentado integrarse, pero no era un chico sociable. Cuando Colleen Kiley había empezado a fijarse en él. Sean había concebido la esperanza, por un instante, de que había encontrado a alguien que lo aceptaba como era. Pero no había tardado en darse cuenta de lo que pretendía en realidad. Siempre había tenido la capacidad de intuir cuándo le mentían o lo manipulaban.

– No… no le gusto -tartamudeó Brian-. Me ha dicho que le gustas tú.

– Sí, claro, y voy yo y me lo creo -gruñó mientras se ponía de pie-. Invítala al baile de fin de curso y ya verás como te dice que sí. No quiere ir conmigo, quiere ir contigo. Me está utilizando para hablar contigo.

Sean abrió la puerta de casa, entró y dejó que cerrara de golpe. Pasó de largo por delante de Liam, su hermano pequeño, que estaba tirado en el suelo viendo la televisión, así como por delante de Conor, el mayor de los Quinn, que acababa de volver a casa de la academia de policía. Dylan, estudiante de último curso del instituto, había salido con un amigo y Brendan estaba sentado a la mesa de la cocina, con la nariz hundida en algún libro estúpido sobre la India.

Llevaban una vida relativamente normal toda vez que su padre, Seamus Quinn, había vuelto a embarcarse en el Increíble Quinn. Estarían sin él durante al menos un mes, aunque Sean casi prefería que no volviera nunca. Los raros periodos en que estaba en casa sólo servían para alterar la tranquilidad familiar y subrayaban el hecho de que los seis hermanos Quinn vivían al límite, a un paso de caer en manos de los trabajadores sociales y los cobradores de facturas.

Conor se las había ingeniado bastante bien para mantener a la familia unida. Tras terminar el instituto y empezar a trabajar, recibía un cheque al final de cada mes y el futuro parecía un poco más despejado. La suerte de su padre en las partidas de póquer ya no determinaría si se iban a la cama o no con el estómago vacío.

Sean corrió a su habitación y se encerró. Tras desplomarse en la cama, se cubrió los ojos con un brazo. A veces, su hermano gemelo era muy corto de luces. Para tener a tantas chicas babeando por él, ya debería haber descubierto sus trucos.

Cada uno de los hermanos Quinn tenía una cualidad que lo caracterizaba. Conor, de diecinueve años, era estable, protector. Dylan, el segundo mayor, era el ligón. Le bastaba con mover un dedo para conseguir a cualquier mujer a cien metros a la redonda. Luego estaba Brendan, el soñador. Tenía quince años y ya era el que mejor sabía contar historias, con mucho más arte que las de su padre sobre los Increíbles Quinn.

Y Brian. Era brillante. Sacaba las mejores notas, lo habían elegido delegado de clase y se le daban bien los deportes. Podía ponerse de pie delante de la pizarra y hablar de lo que hiciera falta sin ponerse rojo y trabucarse la lengua. Sean estaba convencido de que, algún día, Brian sería famoso. Quizá hasta saldría en la tele. El hermano menor, Liam, solo tenía diez años, de modo que Sean no sabía todavía qué se le daría bien.

Pero él no era bueno en nada. Emitió un gruñido suave y giró sobre la cama hasta un extremo para sacar del cajón inferior de la mesilla de noche una caja de zapatos. Luego se sentó sobre el colchón con las piernas cruzadas y colocó la caja enfrente, sobre la colcha remendada.

La abrió, revolvió la colección de sellos, los cromos de béisbol, hasta encontrar la foto enmarcada de la Virgen María.

Sean sabía que sus hermanos le tocaban sus tesoros, pero también sabía que a ninguno se le ocurriría quitarle esa fotografía. No sabía si por superstición, miedo a un castigo eterno o simple falta de interés en la religión, pero le daba igual. Lo importante era que la foto enmarcada era un escondite perfecto.

Abrió con cuidado el cierre trasero del marco y sacó una foto descolorida que había escondido allí hacía ocho años. Había conseguido ocultarla en secreto todo ese tiempo. Quizá ese fuese su don, pensó Sean mientras miraba la única fotografía que quedaba de su madre: sabía mantener la boca cerrada.

No había cumplido los cuatro años cuando Fiona Quinn había salido de sus vidas. La rabia y la tristeza de su padre habían ensombrecido la alegría habitual de la casa. Seamus había empezado a beber y a apostar más de la cuenta. Dos años después, Seamus les había contado que su madre había muerto en un accidente de coche. Había borrado cualquier rastro de ella en la casa. Aunque sus hermanos habían llorado la pérdida, no habían tardado en seguir adelante con sus vidas.

Pero Sean se acordaba. Se acordaba del lugar, desde entonces vacío, en el que ella solía ponerse delante de la cocina. Y su perfume… Recordaba que siempre llevaba perfume y un mandil rojo. Al descubrir aquella foto, extraviada tras un cajón de la cocina, la había guardado como única prueba de la existencia de Fiona Quinn.

Deslizó el pulgar con cariño sobre su cara, como si estuviera acariciándola. Era la mujer más bella que había visto en su vida. Le brillaba el cabello, los ojos le resplandecían. Y tenía una sonrisa que le hacía sentirse bien sólo con mirarla. Y era cariñosa, comprensiva. Era su ángel y, viva o muerta, seguía sintiendo su presencia.

– Mamá -murmuró. Cerró los ojos e intentó imaginarla diciendo el nombre de él. En algún rincón lejano de la memoria, rescató la voz de Fiona, suave, balsámica, hasta que la rabia que lo atenazaba se disolvió.

Llamaron a la puerta. Sean devolvió la fotografía a su escondite de un brinco. Después de guardar la caja de zapatos en el cajón, se tumbó en la cama.

– ¡No quiero hablar contigo! -gritó, sabiendo que sería Brian.

– También es mi habitación -contestó este al tiempo que llamaba de nuevo, esa vez con un poco más de fuerza.

Sean se levantó, quitó el cerrojo y volvió a tirarse sobre la cama.

– Eres un pesado.

– Entro si quiero. No puedes echarme de mi habitación.

– Lo que tú digas -murmuro Sean-. Pero no pienso hablar contigo.

Brian se sentó en el borde del colchón y se cruzó de brazos.

– No deberías estar enfadado. Al fin y al cabo, eres un Increíble Quinn. Se supone que a los Increíbles Quinn no deberían gustarnos las chicas. Papá dice que son peligrosas. Que arruinaremos nuestras vidas si nos enamoramos.

Sean soltó una risotada cínica. Llevaba oyendo aquellas historias sobre los increíbles Quinn desde que era un bebé y sabía a qué se debía tanto despecho hacia las mujeres.