– Creía que la esperaba dentro de una hora.
– Ya, pero… no quiero que termine la luna de miel. No puedo estar lejos de él ni un segundo -contestó justo antes de abrir la puerta, cerrar y echar a correr hacia el coche-. ¡Maldita sea!
¿Qué podía hacer? No había imaginado encontrarse aquel inconveniente. Durante las anteriores dos semanas, había trazado un plan perfecto. Cobraría su herencia, esperaría unos meses y escribiría a su tío para comunicarle que el matrimonio había sido un error. Hasta había decidido utilizar el verdadero pasado de Edward a su favor. Se había casado con un estafador que ya estaba casado. Así que había cumplido los requisitos para conseguir el dinero. Lo único que la preocupaba era que su tío era un hombre caprichoso y que decidiera que un matrimonio Frustrado no era un matrimonio de verdad.
– Necesito un marido -se dijo mientras arrancaba-. Tengo un marido. Sólo tengo que encontrarlo.
Mientras conducía hacia Boston, Laurel buscó en el bolso el teléfono móvil. Llamó a información y preguntó por Sean Quinn.
– Lo siento, señorita, no viene en la guía.
– Pruebe con S. Quinn, por favor.
– No aparece, lo siento.
Laurel gruñó. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Por diez mil dólares, debería haberle pedido el número de teléfono por lo menos. Tenía que haber alguna forma de encontrarlo.
– ¿Y el Pub de Quinn? -preguntó entonces-. Está en el sur de Boston.
Esperó unos segundos, conteniendo la respiración hasta que la operadora contestó:
– Tome nota.
Una voz grabada le dictó el teléfono y un minuto después ya tenía la dirección del pub e indicaciones para llegar.
Hasta ese momento, no había considerado posible volver a ver a Sean. Pero después de lo que había ocurrido entre ambos, no había podido evitar fantasear con un reencuentro. Había estado a punto de pedirle que se fuera con ella a Hawai esa noche al despedirse, y había lamentado no haberlo hecho.
Mientras conducía, trató de pensar en la mejor manera de abordar el problema. Diez mil dólares era mucho dinero por un día de trabajo. Tal vez pudiera convencerlo de que le debía más tiempo. Si le pedía más dinero, quizá pudiera ofrecerle unos cientos. O quizá aceptara esperar a obtener un cachito de la herencia.
Cuando aparcó frente al pub, rezó por que se lo encontrara. Se miró al espejo del retrovisor, agarró el bolso y se aplicó un poco de pintalabios. Luego salió del coche y corrió hacia el bar.
Sonaba música irlandesa. Una barra de madera recorría una pared lateral y un espejo reflejaba la tenue iluminación. Sólo había estado una vez en Dublín, durante unas vacaciones cuando iba a la universidad, y los pubs que habían visitado eran como aquél. Un hombre canoso la saludó cuando se acercó a la barra.
– Me gustaría encontrar a Sean Quinn. ¿Sabría decirme cómo localizarlo?
– ¿Para qué quieres hablar con Sean? -preguntó el hombre con un fuerte acento irlandés.
– Un asunto personal -contestó Laurel-. ¿Sabes dónde está?
– No estoy seguro. ¿Por qué no le dejas una nota y se la doy cuando…
– No -atajó con impaciencia ella-. Tengo que verlo ahora.
– No sé quién crees que eres, pero…
– Soy su mujer -espetó Laurel. El hombre canoso se quedó helado, estupefacto, y Laurel lamentó tener la lengua tan suelta. Pero necesitaba encontrar a Sean-. No exactamente su mujer, pero…
– Un momento, voy a llamarlo -la interrumpió el hombre. Se marcho al otro extremo de la barra y, tras una breve conversación, regreso-. Viene de camino.
– Gracias -dijo Laurel al tiempo que notaba como si se le formase un nudo en el estómago. Se mesó el pelo y se alisó las arrugas del vestido. Si quería que las cosas salieran bien, tendría que controlar su temperamento. Siempre había sido demasiado impulsiva… motivo por el cual había acabado casándose con un hombre al que ni siquiera conocía.
– ¿Quieres beber algo? -le preguntó el hombre canoso.
– Un vino blanco, por favor.
Mientras daba el primer sorbo, Laurel echó un vistazo a su alrededor. En la parte de atrás había una mesa de billar y unas dianas. Cerca de la barra colgaba una pizarra con un menú de platos irlandeses. Cuando le sonaron las tripas, advirtió que hacía seis horas que no comía nada.
– Me gustaría comer algo. ¿Tiene sopa? – preguntó tras hacerle un gesto para llamarlo.
– La sopa de patata está muy rica. O quizá prefiera la de guisantes con jamón.
– La de patata, por favor.
– Ahora mismo.
Laurel se tomó el resto del vino de un trago con la esperanza de que le infundiera valor. Había pagado a Sean para que se hiciera pasar por su novio un día y no tenía obligación de ayudarla. ¿Cómo podría convencerlo para que siguiera interpretando su papel?, ¿qué clase de oferta aceptaría?
No sabía cuánto debería pagar por un marido, pero supuso que no podía ser más de lo que pudiera ganar en su trabajo. Al fin y al cabo, no era un trabajo difícil. Empezaría a negociar a partir de veinte mil dólares. Veinte mil dólares no era tanto a cambio de obtener los cinco millones.
– Aquí tienes, sopa de patata -el hombre canoso se acodó sobre la barra-. Dime, ¿cuándo te has casado con mi hijo?
La cuchara estaba a medio camino cuando el hombre formuló la pregunta. Laurel se atragantó y se limpió con la servilleta. Los ojos empezaron a llorarle.
– ¿Es… tu hijo?
– Sean es mi hijo, sí. Soy Seamus Quinn. ¿Y tú eres?
– Laurel Rand.
– Me sorprende que Sean no nos haya contado que había encontrado a una mujer. Claro que el chico nunca ha sido muy hablador.
– En realidad no soy su mujer. Al menos técnicamente -Laurel se levantó y agarró el bolso para arreglarse el rímel corrido de los ojos-. ¿Me disculpas un momento? En seguida vuelvo.
El aseo de mujeres estaba en la parte de atrás, pasada la mesa de billar. Una vez dentro, echó el cerrojo y se miró al espejo.
– Tranquila -se dijo-. Si acepta la oferta, todo irá bien. Y si se niega, ya te las arreglarás.
Luego abrió el bolso y sacó el neceser de los cosméticos. Iba a tener que utilizar todas las armas que estuviesen a su alcance, incluida perfumarse y perfilarse los ojos y la boca de modo que resultaran irresistiblemente sexys.
Sean entró en el Pub de Quinn y buscó a su padre con la mirada. Seamus lo había llamado hacía diez minutos, nervioso, pidiéndole que fuera al pub de inmediato. Había dicho que era urgente, pero se había negado a entrar en detalles; de modo que había tenido que interrumpir el partido que había estado viendo en la tele para acercarse al bar.
Mientras se dirigía hacia allá había pensado que tal vez hubiera mucha gente y simplemente necesitaba que alguien le echara una mano. Pero la gente que había allí era la normal para un sábado. Sean tomó asiento en un extremo de la barra, agarró un mandil, se lo puso y vio que su padre se acercaba a él.
– Me alegra verte -dijo Seamus.
– ¿Qué pasa?
– Está aquí. En el aseo.
– ¿Quién?
– Tu mujer. Hemos estado hablando un poco y dice que estás casado.
Sean frunció el ceño. Una cosa era querer llamar la atención del único hermano Quinn que quedaba libre y otra llegar a esos… Dios, ¿se estaría refiriendo a Laurel Rand?
– ¿Qué aspecto tiene, papá?
– Tiene aspecto de acabar de casarse.
– ¿Es rubia?, ¿con el pelo ondulado? -Sean se puso la mano en la barbilla-. ¿De esta altura?
– Ha dicho que se llamaba Laurie o…
No se molestó en continuar la conversación con su padre. Se quitó el mandil, lo dejó sobre la barra y fue hacia el servicio de mujeres. Al despedirse de Laurel aquella noche después de la boda, se había dicho que no volvería a verla. Y aunque sentía curiosidad por lo atraído que se había sentido hacia ella, había preferido no prestarle atención. No estaba preparado para enamorarse y sospechaba que nunca lo estaría.