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La puerta de los aseos se abrió un instante antes de que pusiera la mano en el pomo. Laurel apareció ante él, con una mezcla de sorpresa y cautela en su expresión. Sean trató de decir algo. Se le ocurrieron varias frases para romper el hielo y abrió la boca para probar suerte con una. ¿Qué le pasaba con esa mujer? Tan pronto se sentía cómodo con ella como era incapaz de hablar y pensar con normalidad.

De pronto, Laurel se lanzó a sus brazos y lo besó. Al principio se quedó demasiado asombrado como para responder. Pero cuando separó los labios, Sean no vio razón alguna para no disfrutar de lo que le ofrecía. La sujetó por la cintura, la atrajo contra su cuerpo y aumentó la intensidad del beso hasta dejarla rendida en sus brazos. Cuando Laurel se apartó, tenía las mejillas encendidas y los ojos chispeantes.

– Hola -dijo Sean.

– Hola -Laurel esbozó una sonrisita-. Supongo que te estarás preguntando qué hago aquí.

– No -contestó él. Lo cierto era que desde que había rozado su boca, había dejado de preocuparse por el motivo de su visita. El beso era motivo de sobra. En las últimas dos semanas casi había olvidado el sabor de sus labios, la sensación de tenerla entre sus brazos…

– ¿No?

– Bueno, quizá -reconoció Sean-. ¿Qué tal en Hawai?

– Bien: buen tiempo, playas preciosas. Era la única mujer soltera en un chalé de luna de miel, así que me sentía un poco rara. Pero me venía bien descansar un poco. Ha sido una buena forma de celebrar mi veintiséis cumpleaños.

– Felicidades -dijo él al tiempo que le acariciaba un mechón sobre la oreja.

– Gracias -dijo Laurel-. Un año más vieja, pero no un año más sabia.

– Laurel, ¿Qué haces aquí?

– Yo… quería verte -contestó. Luego se quedó callada. Negó con la cabeza-. No, no es verdad. Tío Sinclair se ha mudado a la mansión donde vivo a pasar una temporada. Hasta que se celebre una subasta de numismática. Y, claro, no se le ha ocurrido alquilar una habitación de hotel cuando yo tengo ocho habitaciones vacías.

– ¿Le has dicho lo de Edward?

– Necesito que me hagas un favor -respondió inquieta Laurel-. Sé que te dije que sólo tendrías que hacerte pasar por mi novio un día; pero creo que voy a necesitarte un poco más de tiempo. Y me preguntaba si podía… alquilarte unas semanas más.

– ¿Alquilarme?

– Contratarte. Necesito que vuelvas a ser mi marido -Laurel le agarró una mano y lo metió dentro del servicio de mujeres-. Hay una cosa que no te conté el día de la boda. No sólo me resultaba violento quedarme plantada en el altar. Necesitaba casarme ese día.

– ¿Estás embarazada? -preguntó él, dirigiendo la mirada hacia su vientre automáticamente.

– ¡No! Tenía que casarme antes de cumplir los veintiséis para poder heredar cinco millones de dólares de un fideicomiso -reconoció Laurel-. Mi tío es el administrador del dinero que mi padre me dejó al morir. Parece que no me ve capaz de manejarlo si no estoy casada.

– O sea, que no era porque te diera vergüenza. Era por dinero -dijo Sean decepcionado. La mujer con la que creía haberse casado desapareció ante sus ojos. De pronto comprendió que la atracción que habían compartido no había sido más que un acto motivado por intereses mercenarios.

– Necesito el dinero. Ya. Si no me caso, tendré que esperar a cumplir treinta y uno. Son cinco años, no puedo esperar tanto.

– ¿Te falta dinero para comprarte modelitos y joyas? -preguntó Sean con sarcasmo.

– No, no es eso.

Se había quedado cautivado por su honestidad y al final todo había sido un engaño. En realidad no era distinta a las demás mujeres: sólo le interesaba lo que pudiera hacer por ella, lo que pudiera darle. Sean se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros para no tocarla de nuevo. No debería haber confiado en ella. Por muy bonita que fuera.

– ¿Qué me estás ofreciendo?

Pareció sorprendida por la pregunta, pero Sean no se arrepintió de formularla. Si se trataba de una cuestión de dinero, no le ofrecería sus servicios gratis.

– He estado pensándolo. Tendríamos que negociar una cantidad razonable. Pero podemos dejarlo para luego. Ahora necesito que recojas tus cosas y te vengas a casa conmigo. Sean se apoyó contra la puerta del cuarto de baño y la observó con detenimiento. En las últimas semanas se había estado preguntando si habría caído en la maldición de los Quinn, si acudir al rescate de Laurel aquel día le costaría su libertad. Pero le alegraba comprobar que le había ganado la batalla a la maldición. Una mujer tan maquiavélica nunca podría conquistar su corazón.

– No hasta que lleguemos a un acuerdo – contestó-. ¿Cuánto tiempo vas a necesitar mis servicios?

– Un mes como poco.

– Mi tarifa son quinientos dólares al día – dijo Sean-. Treinta días a quinientos dólares hacen quince mil dólares. Gastos aparte, por supuesto.

– ¿Tu tarifa?, ¿eres fontanero?

– Soy detective privado -le recordó.

– ¡De acuerdo!, ¡perfecto! Quinientos dólares al día más gastos, hasta un máximo de cinco mil dólares más -Laurel extendió la mano y él la estrechó, sujetándola un poco más de lo necesario.

– Trato hecho.

– Bien, entonces vámonos. Tenemos que ir por tus cosas. Le he dicho a Alistair que volveríamos en una hora. El tiempo justo para repasar los detalles de nuestra supuesta relación.

Sean asintió con la cabeza, abrió la puerta del baño y se echó a un lado para dejarla pasar. Mientras se abrían paso entre los clientes del bar, dejó la mano reposando sobre el talle de Laurel. Cualquier marido lo haría. Se lo había visto hacer a sus hermanos con las mujeres a las que amaban. El problema era que le bastaba tocarla para olvidar que todo lo que había entre ellos era pura fachada.

– Me voy, papá -gritó Sean-. No volveré en unas semanas. Dale un toque a Rudy, que me sustituya en el bar.

– ¡No puedes dejarme colgado! -gritó Seamus.

– Te las arreglarás.

Laurel había aparcado frente al bar. Rodeó el coche hasta la puerta del conductor y Sean la siguió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Las llaves. Soy el marido. El marido siempre conduce.

– En este matrimonio no. Mi coche tiene mucho genio.

– ¿Vamos a tener nuestra primera discusión? -contestó él. Laurel le entregó las llaves a regañadientes y fue al lado del pasajero. Sean se acomodó frente al volante y se estiró para subir el seguro de la puerta de Laurel, pero ésta no la abrió-. Entra.

– Los maridos les abren la puerta a la mujer -replicó ella a través del cristal de la ventana.

Sean gruñó. Para no estar casado de verdad, ya estaba obedeciendo órdenes como un perrillo faldero. Salió del coche, lo rodeó y le abrió la puerta.

– No dejes de criticar cómo conduzco -le sugirió-. Y asegúrate de guiarme mal hasta tu casa. ¿No es eso lo que hacen las mujeres?

Luego, mientras cerraba la puerta, sonrió. Tal vez ese matrimonio fuese justo lo que necesitaba para convencerse de que él sí que se quedaría soltero.

Llegaron a la mansión una hora después. Alistair les dio la bienvenida en la entrada e hizo intención de tomar la bolsa de Sean. pero éste negó con la cabeza e insistió en subirla él mismo. Laurel se anotó en la cabeza que tendría que decirle a su marido que debía tener mucho cuidado con Alistair. Era un hombre leal a Sinclair y no dudaría en hablar con él si sospechaba lo más mínimo.

– Me he tomado la libertad de prepararles algo de picar -dijo el mayordomo, unos escalones detrás de ellos-. Unos sandwiches, una ensalada y fresas. Lo he puesto todo en la habitación. Al señor Sinclair le complacería que se tomara un coñac con él en la biblioteca cuando se haya instalado. ¿Quiere que le deshaga la maleta? -añadió tras entrar en el dormitorio de Laurel y encender la lámpara situada junto a un sofá.