– No, gracias -contestó Sean. Hizo ademán de echarse mano a la cartera, pero Laurel le agarró el brazo para frenarlo.
– Ya nos ocupamos nosotros -dijo ella-. Dile al tío que bajaremos en veinte minutos. Gracias, Alistair.
– Iba a darle una propina -comentó Sean cuando el mayordomo se hubo marchado-. ¿No está bien?
– No, Alistair trabaja para mi tío. Pero se ocupa de mí, y de ti ahora, porque quiere. No por obligación -explicó Laurel. Luego fue hacia la mesita de noche donde el mayordomo había dejado la bandeja con la cena. Agarró uno de los suculentos sandwiches y le dio un bocado-. ¿Tienes hambre? Alistair cocina de maravilla.
– No -contestó Sean, quieto en medio de la habitación, como si no supiera bien qué debía hacer.
Laurel se acercó al armario, abrió el cajón superior y sacó toda su ropa interior.
– Puedes guardas tus cosas aquí. Si necesitas otro cajón, me lo dices -Laurel metió la ropa interior en otro cajón con más prendas-. El baño está ahí. Tendrás que cambiarte antes de bajar -añadió apuntando hacia la puerta.
– ¿Que pasa con la ropa que llevo? -preguntó Sean.
Laurel deslizó la vista por aquel cuerpazo. Una camiseta se ceñía a su pecho musculoso y los vaqueros negros le caían por debajo de la cintura.
– Mi tío insiste en ir bien vestido a partir de las seis de la tarde. Es una de sus reglas. ¿Qué has traído?
– Vaqueros, camisetas -Sean buceó entre la ropa de la bolsa hasta sacar un jersey negro-. ¿Qué tal esto?
– ¿No tienes una chaqueta con corbata?
– Nunca he tenido chaquetas o corbatas – respondió Sean-. Si alguna vez necesito ponerme elegante, le pido la ropa prestada a mi hermano Brian.
– Entonces tendremos que ir de compras – Laurel abrió otro armario-. Creo que Edward se dejó algo en casa.
– No pienso ponerme su ropa -Sean fue a meter su ropa en el cajón de arriba, donde Laurel se había dejado un sujetador suelto. Rojo.
– Me lo regaló mi cuñada en navidades – comento Laurel sonrojada-. No me lo he puesto nunca.
– Me pondré el jersey -dijo él sin más justo antes de quitarse la camiseta.
Pasó tan rápidamente que Laurel no tuvo ocasión para prepararse o encontrar otro lugar donde fijar la mirada. Sus ojos cayeron sobre su torso, liso y musculoso. Aunque Laurel tenía la sensación de que no era de los que se machacaban el cuerpo en el gimnasio. No le pegaba.
– Te… tenemos que ponernos de acuerdo sobre qué contamos de la luna de miel -dijo Laurel mientras le alisaba las arrugas del jersey antes de dárselo-. Creo que deberías dejar que lleve el peso de la conversación. Añade algún comentario aquí o allá, pero no hables mucho.
– Nunca lo hago.
– Y tenemos que mostrarnos cariñosos. Tenemos que parecer… a gusto juntos. Mi tío tiene que ver que estamos enamorados, pero sin resultarle pegajosos. Es un hombre muy anticuado, con un sentido muy estricto del decoro.
– Dime qué debo hacer -dijo Sean.
– Podemos darnos la mano -sugirió ella. Sean estiró el brazo, entrelazó los dedos con los de Laurel.
– ¿Así está bien? -preguntó él.
– Sí. Y puedes tocarme de más formas. Rodearme con el brazo.
– ¿Qué tal? -Sean le pasó el brazo por la cintura y la acercó contra su cuerpo.
– Y… también puedes…
– ¿Besarte? -finalizó él.
– Sí.
– ¿Aquí por ejemplo? -Sean posó los labios sobre su cuello con suavidad.
– Creo que eso es demasiado… -dijo ella tras exhalar un gemido. De pronto, Sean se retiró, como si el contacto no le hubiera afectado en absoluto-. Acariciarse vale. Un beso de vez en cuando. Pero nada más… Si mi tío te hace alguna pregunta rara, síguele la corriente. Nunca ahonda en un tema mucho tiempo -añadió tras sentarse en el sofá y poner las manos entre las rodillas para que no le temblaran.
– No creo que cueste engañarlo. ¿Cuándo crees que te dará el dinero?
– No quiero engañarlo. El dinero es mío. Me lo dejó mi padre. Pero cometió el error de nombrar a mi tío como administrador del fideicomiso, así que tengo que aceptar sus reglas si quiero conseguir el dinero.
– ¿Por qué lo necesitas ahora?
– Es cosa mía -contestó Laurel. Nunca le había contado a nadie su proyecto. Hasta ese momento, la academia de artes había sido un sueño. Había llenado un montón de cuadernos con ideas, desde el ideario hasta la decoración de las clases, pasando por los profesores que tendría que contratar. Pero no quería comentar con nadie su sueño, por miedo a que alguna crítica negativa se lo echara abajo-. Tengo mis motivos.
– Como quieras -Sean se encogió de hombros, se puso el jersey y se pasó una mano por el pelo-. ¿Listos?
– De acuerdo, Edward -Laurel fue hacia la puerta-. A mi tío no le gusta que lo hagan esperar.
Mientras bajaba las escaleras, trató de serenarse. Había pensado que no le costaría seguir adelante con aquella farsa. Una vez que su tío se convenciera de que se había casado con Edward por amor, le daría su dinero. No se atrevería a pedir que se lo devolviera si el matrimonio fracasaba.
Aunque no le gustaba mentir, era por una buena causa. Podía haber esperado a encontrar a otro hombre; pero, ¿cuánto tiempo podía haber pasado? ¿Y cómo iba a fiarse de su propio criterio después de dejarse engañar por Edward? Y, desde luego, no quería esperar cinco años más para conseguir el dinero.
Una vez abajo, Laurel se detuvo a esperar a Sean. Le dio alcance segundos después, le agarró la mano y entrelazaron los dedos.
– Adelante -dijo él.
Encontraron a Sinclair sentado en un sillón enorme de la biblioteca. Alistair había puesto el coñac sobre una mesita y estaba de pie, quieto en la sombra. El tío de Laurel no se molestó en saludarlos al entrar y siguió con la nariz hundida en el libro que estaba leyendo.
Laurel se sentó frente a su tío e instó a Sean a que tomara asiento a su lado. Alistair les sirvió una copa y volvió a retirarse. Al cabo de cinco minutos, Sinclair levantó por fin la cabeza, como sorprendido al ver a su sobrina y a Sean en la biblioteca.
– Ya has vuelto -dijo mirando a Laurel-. Espero que te hayas aplicado protector solar.
– Hacía un tiempo maravilloso, tío.
– Maravilloso -repitió Sean.
– ¿Has visto algún pájaro?
– Había muchos. Seguro que habrías podido añadir alguna especie nueva a tu lista -contestó Laurel.
– ¿Te gustan los pájaros, Edward? -le preguntó Sinclair entonces.
– Sí, sobre todo los gorriones -respondió Sean. En vista de que Sinclair se quedó callado, añadió-. Tengo entendido que te gustan las monedas. ¿Cuál es tu favorita?
– Deja que te enseñe -Sinclair cerró el libro-. Alistair, tráeme el catálogo.
Laurel dio un pellizquito a Sean en la mano. A su tío le encantaba hablar de sus monedas con quienquiera que estuviese dispuesto a escucharlo. Se levantó, se acercó a la biblioteca y echó un vistazo a los títulos de los libros mientras Sinclair contaba la historia de sus monedas.
– Ésta es muy valiosa. Se acuñó en 1866. Sólo hay una en mejor estado y la subastan la semana que viene.
Sean parecía realmente interesado. De hecho, agarró una banqueta para poder sentarse al lado de Sinclair y examinar las monedas de cerca. Laurel lo contempló bajo la luz tenue de la sala, cautivada por lo dulce que podía resultar. ¿Cómo era posible que un hombre como Sean Quinn hubiera conseguido estar soltero tanto tiempo?
– Y ésta es de 1974 -continuó Sinclair.
– ¡Guau! Parece nueva.
– ¡Laurel! Trae la enciclopedia que te regalé por navidades en 1991 -dijo y su sobrina sacó de un estante un volumen-. Si te interesan las monedas, este libro es el mejor -añadió dando una palmadita sobre la Enciclopedia de monedas estadounidenses.