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– ¿Quiere vaso? -le preguntó tras abrirlas.

– No, gracias -Sean dio un sorbo largo y miró la botella-. Guinness.

Alistair se sirvió su cerveza en una copa de media pinta.

– De vez en cuando, me apetece tomarme una cerveza negra.

– Mi padre tiene un pub irlandés en Southie y… -Sean se dio cuenta de que acababa de delatarse-. Quiero decir, que he estado en un pub…

– No se moleste -dijo Alistair-. Sé que es un juego.

– ¿Un juego? -Sean trató de mantener la calma-. No sé a qué te refieres.

– Podía decirme su nombre -dijo Alistair.

– Edward. Edward Garland Wilson -contestó Sean. Cuando el mayordomo enarcó una ceja, supo que era inútil-. Está bien. Me llamo Sean Quinn. ¿Cómo lo has sabido?

– No se parece nada al hombre del que Laurel hablaba. Sé que su tío la ha presionado mucho para que se case y que estaba ansiosa por conseguir el dinero de su padre. ¿Qué ha sido de Edward?

– No pudo ir a la boda.

– La verdad es que no estaba seguro ni de que existiera. ¿Y cómo se ha visto enredado en esta historia con la señorita Laurel?

– Necesitaba un marido y me hizo una oferta que no pude rechazar.

– Entiendo, ha tomado el toro por los cuernos -Alistair sonrió-. No me sorprende. La señorita Laurel siempre ha sido así.

– Supongo que está acostumbrada a salirse con la suya -comentó Sean.

– No crea que es una mujer mimada, en absoluto. Pero cuando se empeña en algo, va directo por ello sin pensar en las consecuencias primero. Es cabezota, pero nada egoísta -Alistair dio un sorbo y se limpió la espuma del labio superior-. No la culpo. Sinclair Rand juega con ella como un gato con un ratón. La señorita Laurel no tuvo una infancia fácil y Sinclair no la ha ayudado mucho de mayor. Siempre han estado enfrentados, a ver quién era más testarudo. La madre de Laurel murió cuando tenía diez años, y su padre nueve años después. Fue muy duro para ella.

– Perdí a mi madre cuando tenía tres años -comentó Sean.

– Entonces comprende lo que digo. Luego permanecieron varios minutos en silencio, bebiendo su cerveza y ensimismados en sus propios pensamientos. Alistair parecía conocer a Laurel mejor que nadie, incluido su tío, y Sean se alegraba de aquella oportunidad para conocer más cosas de ella.

– ¿Qué les pasó a sus padres?

– El padre de Laurel, Stewart Rand, era mayor cuando se casó con la señorita Louise. Era bailarina y actriz. Él y su hermano, Sinclair, habían reunido una gran fortuna y el señor Stewart estaba decidido a disfrutar del dinero en sus últimos años. A Sinclair no le gustaba Louise Carpenter. Se llevaban veinticinco años y le parecía una elección desafortunada.

– ¿Cómo murió? La madre -aclaró la pregunta Sean.

– La señorita Louise murió de cáncer tres días después de su duodécimo aniversario de boda. Laurel y su madre estaban muy unidas, lo hacían todo juntas. Su madre la apuntó a clases de teatro y ballet. Se matricularon en pintura y escultura. Mientras la mayoría de las niñas estaban jugando con muñecas, la señorita Louise se llevaba a Laurel a museos, óperas y conciertos sinfónicos. En su día creía que Laurel sería actriz. Pero todo cambió después de morir la señorita Louise. El señor Stewart se olvidó de la niña y tuvo que crecer sola. Falleció nueve años después. Sufrió un infarto al poco de entrar Laurel en la universidad. Quizá pensó que había terminado de educarla y que por fin podía reunirse con su esposa.

– Y Sinclair se hizo cargo de ella -comentó Sean.

– La miraba como si fuera un incordio, un motivo de vergüenza, como si le recordara que su hermano había sucumbido a los más bajos instintos. Tras salir de su casa, Laurel empezó a florecer, volvió a pintar y bailar, hasta intervino en varias obras de teatro. Pero Sinclair insistió en que estudiase algo práctico, decidió que hiciese Magisterio, amenazándola con no pagarle los estudios si se negaba a ir a clase.

– No sabía que fuera profesora.

– Hasta junio pasado, daba música en un instituto en Dorchester -contestó Alistair-. Le encanta dar clases. Y los niños. Pensaba que por fin había encontrado su lugar en el mundo, pero luego decidió casarse y dimitir. Fue una sorpresa para todos.

Tardó un rato en asimilar la información. Había dado por sentado que Laurel vivía de las rentas de su familia y que no era más que una niña mimada encaprichada con salirse con la suya.

– ¿Por que le importa tanto el dinero de la herencia?

– Quizá para ser independiente -Alistair se encogió de hombros-. Podría irse de casa e iniciar una nueva vida, apartarse de Sinclair. Pero el la retiene por todos los medios a su alcance. Creo que, a su manera, se ha encariñado de ella.

– ¿Le vas a decir a Sinclair lo nuestro? -pregunto entonces Sean.

– Esto es entre la señorita Laurel y su tío – dijo el mayordomo, negando con la cabeza-. A usted lo han pillado en medio, nada más. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos, ¿no?

– Lo veremos -Sean dio un sorbo a su cerveza-. Ha sido un placer hablar contigo -añadió sonriente.

– Buenas noches, señor Edward.

Mientras andaba por la casa a oscuras, se vio obligado a reconocer que podía haberse formado una idea equivocada sobre Laurel. Tal vez no fuera codiciosa. Se había precipitado al juzgarla. De modo que le concedería el beneficio de la duda. Al fin y al cabo, era su esposa. Era lo menos que podía hacer.

Laurel se volteó en la cama y dio un puñetazo a la cama, incapaz de relajarse. Aunque debía haber estado agotada, estaba tensa. Había supuesto que encontraría a Sean en el sofá al salir del cuarto de baño, pero se había marchado. Presa del pánico, había bajado las escaleras, hasta oír su voz, procedente de la cocina. -Tranquila -se dijo-. No se va a ir. Pero quizá no fuesen suficientes veinte mil dólares. Podía ofrecerle más, teniendo en cuenta que en realidad no tenía ni los veinte mil. Sólo podría pagarle si su plan tenía éxito y Sinclair le entregaba su herencia. Y en ese caso, no significarían mucho unos miles de dólares más o menos.

Laurel gruñó y se puso la almohada sobre la cara. Un mes de noches durmiendo en la misma habitación que Sean Quinn. Un mes de días viéndolo moverse, oyendo su voz, mirando su cara. ¡Sería imposible controlarse! Aunque no se había enamorado de Edward, le había caído suficientemente bien como para casarse con él. Se había limitado a ser pragmática.

Como apenas había existido chispa entre Edward y ella, no había tenido que preocuparse por desafueros pasionales. El hecho de que no mantuviesen relaciones sexuales probaba que su relación no pasaba de ser amistosa. Por muy caballeroso que le hubiera parecido que Edward le pidiera esperar a estar casados. Frunció el ceño.

– Eso debería haberme hecho sospechar – murmuró-. Ningún hombre deja escapar la oportunidad de acostarse con una mujer dispuesta.

Aunque quizá no fuera Edward. Sino ella. Quizá no había querido sacar su lado apasionado. Había visto a su padre desmoronarse tras la muerte de su madre. Durante nueve años, había llorado la ausencia de su esposa, incapaz de volver a interesarse por la vida. Esa clase de amor y deseo la asustaba, Y no había querido compartir unos sentimientos tan intensos… hasta conocer a Sean Quinn.

Laurel exhaló un suspiro. De repente, Sean había despertado todas esas emociones poderosas, dormidas hasta entonces, y no sabía qué hacer con ellas. Por primera vez en la vida, deseaba realmente a un hombre.

Tapada bajo la almohada, oyó abrirse la puerta de la habitación y el golpecito al cerrar.

– Has vuelto -dijo al tiempo que se incorporaba sobre la cama.

– Estás despierta -dijo él a la tenue luz que se filtraba por la ventana.

Laurel estiró un brazo, encendió la lámpara y se mesó el pelo.

– No puedo dormirme. Supongo que será el desfase horario. En Hawai ahora es de día.