Sean puso una botella de cerveza sobre la mesa pegada al sofá y se quitó el jersey. Luego se sentó y se quitó los zapatos y los calcetines.
– Has tenido un día ajetreado.
– Sí… Estabas hablando con Alistair -contestó Laurel sonriente-. Fui a buscarte. ¿De qué habéis hablado?
– Nada especial.
– Creía… creía que te habías marchado. Para siempre.
– Tenemos un trato. No voy a echarme atrás -aseguró él.
Laurel se sorprendió mirando el torso desnudo de Sean. Al levantar los ojos, advirtió que la había pillado.
– No… no te culparía si quisieras irte. Es una locura de plan.
– Lo es -Sean echó mano a los botones de los vaqueros y ella apagó la luz. Tardó unos segundos en que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad de nuevo y, para entonces, Sean ya estaba en calzoncillos. Laurel tragó saliva. Quizá no se había sentido así de atraída hacia Edward porque no tenía el cuerpo de un dios griego.
– Quizá debieras decirme por qué te importa tanto ese dinero -comentó él tras sentarse en el sofá.
– Quiero hacer algunas cosas -murmuró Laurel-. Y quiero empezar a hacerlas ya.
– ¿Por ejemplo? -Sean se levantó, dio unos pasos y se sentó en un borde de la cama-. Cuéntamelo.
Apenas podía verlo, pero sentía el calor de su cuerpo, oía el sonido suave de su respiración. Sean le agarró la mano, entrelazó los dedos y la levantó para darle un beso en la palma.
– Ten… tengo un plan -dijo ella-. Quiero hacer algo bueno con el dinero. Pero no puedo hablar del tema. Me da miedo gafarlo.
– Puedes contármelo, Laurel -insistió Sean justo antes de besarle la punta de un dedo. Laurel tembló, dio gracias por no tener ningún secreto embarazoso. Porque no podría mantenerlo si Sean seguía haciendo eso-. He visto un edificio antiguo en un barrio de Dorchester y quiero abrir un centro artístico. Habría clases extraescolares de teatro, música, baile, puede que pintura… Deberías ver el edificio, es perfecto. Espacioso, con una parada de autobús justo al lado. Y tiene dos institutos muy cerca -añadió tras encender la luz una vez más, emocionada de pronto por poder compartir su proyecto.
– ¿Para eso quieres el dinero?
– Cuando era pequeña, mi madre me matriculó en clases de pintura y ballet -respondió ella al tiempo que asentía con la cabeza-. Cuando murió, no podía pensar en esa parte de mi vida, porque me recordaba demasiado a ella. Me dolía demasiado. Pero luego empecé a dar clases de música y recuperé la pasión por el arte.
– Es una idea estupenda.
– ¿De verdad te lo parece? -Laurel le apretó la mano.
– ¿Quién sabe? Un centro así podría haberme cambiado la vida.
– Yo te he dicho mis secretos -dijo ella sonriente-. Ahora te toca contarme los tuyos.
– No tengo secretos -contestó Sean.
– Te prometo que no te juzgaré -Laurel le agarró la mano y empezó a besarle las puntas de los dedos. Luego lo miró a los ojos y sintió una descarga eléctrica. A veces le parecía que la deseaba. ¿Acaso fantaseaba con ella de la misma forma que ella con él?
– De acuerdo -dijo Sean-. Hazme hueco. Laurel se desplazó a un lado de la cama y Sean se tumbó a la derecha. La proximidad de su cuerpo, el roce casual de su hombro al recostarse… ¡resultaba todo tan excitante!
– No tuve la mejor de las infancias -arrancó él-. Mi padre era pescador y estaba fuera de casa todo el tiempo. Mi madre se marchó cuando tenía tres años. Mis hermanos y yo crecimos solos. Yo… me sentía confundido. Y furioso. Y rebelde.
– ¿Te metiste en algún lío?
– Di un par de pasos en lo que podía haber sido una prometedora carrera como delincuente.
– ¿Y qué te hizo cambiar?
Sean se encogió de hombros, gesto al que recurría habitualmente. Se encogía de hombros cuando necesitaba más tiempo para pensar, siempre midiendo lo que desvelaba de él, sin dejar que nadie lograra conocerlo. Era un hombre de pocas palabras y Laurel había aprendido a apreciar esa cualidad.
– Cometí bastantes delitos sin importancia. Hasta que un día robé un coche y me pasé una noche en el calabozo. Me di cuenta de que estaba a punto de perder las riendas de mi vida. Aunque todavía tardé un tiempo en tomarlas. Me echaron de unos cuantos trabajos, salí rebotado de la academia de policía. Luego me apunté a unos cursos y me saqué el título de detective privado.
– Y ahora te ganas la vida rompiendo bodas -bromeó Laurel y Sean rió.
No reía a menudo, así que le pareció un triunfo. Sean confiaba lo suficiente en ella para mostrarle ese lado de su vida que solía esconder. Siempre había creído que guardaba muchas cicatrices de la infancia, pero no tenía ni cicatrices: las heridas seguían abiertas.
– Creo que te hice un favor -dijo él después de pasarle un brazo por los hombros y atraerla hacia sí.
Laurel apoyó la mano sobre el torso de Sean y la miró subir y bajar con la respiración.
– Yo también lo creo -murmuró-. Me has salvado.
Lo miró con la esperanza secreta de que la besara. Y, entonces, la besó, con dulzura, delicadeza, vertiendo en su boca un mar cálido de sensaciones. Laurel se preguntó si sería consciente del poder que tenía sobre ella, de cómo un simple beso podía hacerle perder el sentido.
– Creo que necesitas descansar -susurró Sean, apartándole de los ojos un mechón de pelo.
Laurel se acurrucó contra él. De repente, se sintió exhausta.
– Estoy cansada.
– Estaré aquí cuando despiertes -dijo él. Sintió sus labios en la frente y sonrió. Quizá ese matrimonio no fuese tan malo después de todo. Si encontraba la forma de retenerlo en la cama, podría ser mucho mejor de lo que había esperado.
Sean abrió los ojos y se encontró en una cama extraña. Por un instante, no supo dónde estaba. Pensó si habría bebido mucho la noche anterior, pero no le dolía la cabeza. Se incorporó despacio sobre los codos y miró a su alrededor.
– Laurel -murmuró antes de recostarse de nuevo sobre la almohada. Se tumbó boca abajo y cerró los ojos. Nunca había pasado una noche entera en la cama de una mujer. Y el tiempo que había compartido siempre había sido por un intercambio sexual.
Aunque no habían llegado a tener un contacto íntimo, la idea de hacer el amor con Laurel le había rondado por la cabeza. Pero ella misma lo había dicho: la había salvado. Y si quería evitar la maldición de los Quinn, tendría que controlarse.
La puerta del cuarto de baño se abrió. Con la mejilla apoyada todavía sobre la almohada, Sean miró salir a Laurel. Llevaba un albornoz fino que se abría a la altura de los pechos.
Laurel miró hacia la cama, pero debió de parecerle que Sean estaba dormido. Un segundo después, dejó caer el albornoz, ofreciéndole una vista tentadora de su trasero. Contuvo la respiración mientras la miraba sacar unas braguitas y un sujetador del armario.
Estuvo a punto de emitir un gruñido mientras deslizaba los ojos desde su nuca hasta los pies. Tenía un cuerpo precioso, de curvas perfectas y una piel como la seda. Después de verla desnuda, no pudo evitar que le sobreviniera una erección. Sean sabía que debía dejar de mirar o, al menos, avisarla de que lo estaba haciendo. Pero esperó a que terminara de ponerse una blusa para moverse. Cuando lo hizo, ella se giró de inmediato.
– Buenos días -lo saludó Laurel mientras sacaba del armario una faldita floreada-. ¿Estás despierto?
Sean se incorporó, hizo como si estuviera más dormido de lo que en realidad estaba. En verdad la sangre le corría torrencialmente por las venas y el corazón le latía tanto, que podría haberse levantado y hacer cinco kilómetros en tiempo récord.
– Sí -murmuró. Estaba más despierto de lo que quisiera incluso.
– Levántate -le dijo ella-. Quiero llevarte a un sitio -añadió al tiempo que se acercaba a la cama.
Se sentó en el borde sin molestarse en terminar de vestirse. La desnudez de sus piernas no contribuyó en absoluto a aliviar la incomodidad de Sean.