– Dame un segundo -contestó éste. Laurel le agarró una mano y dio un tirón, pero él la atrajo hasta hacerla tumbarse sobre el colchón a su lado. Quería besarla, recorrer esas piernas increíbles con las manos. Pero Sean sabía que así no conseguiría rebajar… su estado.
– He dormido de maravilla -comentó entonces Laurel sonriente, tras sentarse de nuevo en la cama, con las piernas cruzadas frente a él-. Creía que notaría el cambio horario, pero estoy descansadísima. Me siento radiante. Y me muero de hambre. Deberíamos salir a desayunar algo.
– Me vendría bien un café -dijo Sean. Eso y una ducha fría-. ¿Crees que Alistair tendrá preparado?
– Deduzco que no eres una persona madrugadora.
– ¿Ya es de día?
– El sol ha salido. Son casi las nueve. Tenemos todo el día por delante. Venga, podemos tomar un café de camino -insistió Laurel-. Dúchate rápido y nos vamos.
Era normal. Una reacción natural. Una respuesta fisiológica común a la de muchos hombres al amanecer. Se levantó. Laurel se recreó en su torso desnudo, luego bajó hasta más allá de la cintura, hasta advertir el bulto evidente de los calzoncillos. Carraspeó y desvió la mirada.
– Aunque también te puedo ir preparando yo el café -añadió. Luego se puso la falda y salió de la habitación corriendo.
Cuando cerró la puerta, Sean se quitó los calzoncillos y echó a andar hacia el cuarto de baño. Entonces se abrió la puerta de nuevo. Sean se quedó helado. Giró la cabeza hacia airas y vio asomar la de Laurel.
– Perdón -murmuró esta y entornó hasta dejar abierta sólo una rendija-. ¿Azúcar? -preguntó casi sin voz.
– No.
Laurel cerró la puerta y Sean esperó. Tal como había previsto, Laurel abrió de nuevo.
– ¿Leche?
– Un poco, por favor.
Cuando volvió a cerrar la puerta, Sean sonrió. Teniendo en cuenta cómo la afectaba verlo sin ropa, quizá fuese la mejor forma de mantener las distancias.
Sacó de su neceser el cepillo de dientes y entró en el baño. Nada más hacerlo, se paró. Suspiró. Era casi tan grande como el dormitorio de su apartamento. Una bañera enorme se extendía a lo largo de una pared, cerca de la cual había una ducha. El mueble del lavabo, lleno de cosméticos, lociones y perfumes, tenía dos senos con remates de oro. Hasta el retrete tenía clase.
Sean abrió el grifo de la ducha. El olor del champú de Laurel envolvió la pieza de inmediato. Se lavó los dientes deprisa, corrió la mampara y entró en el plato. Exhaló un gemido de placer al sentir el agua sobre el cuerpo.
Como el resto de las cosas de la mansión, la ducha era funcional y lujosa. Echó la cabeza hacia atrás mientras se masajeaba el pelo. Luego se frotó con jabón. No quería pasarse el día oliendo a Laurel. Bastante le costaba ya no pensar demasiado en ella.
Estaba tan a gusto, que se quedó bajo el chorro de agua hasta que los dedos empezaron a arrugársele. El baño se había llenado de vapor cuando salió de la mampara y se cubrió con una toalla alrededor de la cintura. Al salir del baño, se encontró a Laurel esperándolo en la habitación, sentada en la cama con una bandeja llena de comida.
– Alistair nos ha preparado el desayuno – dijo-. Dice que todavía seguimos en nuestra luna de miel.
Estuvo a punto de decirle que el mayordomo sabía la verdadera naturaleza de su relación, pero decidió no revelárselo por el momento. Se guardaría el secreto para otra ocasión. Quería que la farsa continuase un poco más… por ver adonde los conducía.
Sean se reajustó la toalla al tiempo que se preguntaba qué ocurriría si la dejaba caer al suelo. ¿Saldría Laurel corriendo?, ¿o lo tumbaría sobre la cama para explorar su cuerpo con las manos? Echó a un lado cualquier fantasía a fin de no tener una nueva erección.
– Hay de todo -dijo ella mientras masticaba un cruasán-. Huevos fritos, champiñones, beicon, salchichas. Ideal para tener un infarto.
– Hay una cosa que me apetece más -dijo Sean sonriente.
– ¿El qué? Si quieres, llamo a Alistair, que te lo prepare.
Sean le puso un dedo bajo la barbilla y le giró la cara hacia él.
– Esto es lo que quiero -contestó un instante antes de cubrir su boca y saborear la mermelada de fresa con que había untado el cruasán.
No se retiró de inmediato, sino que permaneció sobre sus labios hasta satisfacer ese apetito en concreto. Había estado conteniéndose demasiado tiempo. Y aunque había sucumbido y admitido lo atraído que se sentía hacia Laurel, un par de besos y caricias no significaba que hubiese caído víctima de la maldición de los Quinn. Sólo estaba siguiendo su instinto natural. Laurel era una mujer bella y él no era de piedra. Pero cuando llegara el momento de marcharse, lo haría sin dificultad.
– Una forma estupenda de empezar el día -comentó Sean tras poner fin al beso y partir un trozo de salchicha.
– ¿Lo dices por el desayuno? -preguntó Laurel, todavía un poco sorprendida.
– No, por el beso -Sean sonrió-. Aunque la comida también está rica.
Mientras disfrutaban del desayuno, Sean pensó que no le costaría acostumbrarse a esos lujos. Le estaban pagando un sueldo generoso por estar junto a una mujer hermosa. Y Alistair era un cocinero maravilloso. Todo era perfecto.
Pero al ver a Laurel meterse un trozo de tortilla entre los labios, todavía hinchados por el beso, comprendió que todavía podían mejorar las cosas… y complicarse al mismo tiempo.
Capítulo 5
Motas de polvo flotaban el aire cuando Sean y Laurel entraron en el viejo edificio. Los ventanales estaban rotos, cubiertos de mugre, señal de que el lugar llevaba un tiempo vacío. Olía a cerrado y a humedad, hacía calor en medio de una tarde de principios de septiembre.
– ¿Qué te parece? -preguntó ella. Sean miró a su alrededor. La veía tan emocionada con el sitio, que le daba miedo reconocer que había esperado algo más acogedor.
– Creo que tienes bastante trabajo por delante.
– Lo sé -contestó entusiasmada Laurel-. Pero será un centro fantástico. Y es probable que consiga alguna subvención para las obras de rehabilitación. Lo primero que voy a hacer es contratar a alguien a quien se le dé bien recaudar fondos. Los cinco millones no durarán mucho si no entra dinero.
– ¿Y si tu tío no te da el dinero?
– Tengo que ser positiva. Seguro que me lo dará -dijo ella con un ligero tono de ansiedad-. No puedo dejar escapar este sitio. Es perfecto.
A Sean no le parecía tan perfecto. De hecho, era lo menos parecido a la perfección que se le ocurría. Pero no podía combatir el entusiasmo de Laurel.
– ¿Cómo puedes estar tan segura de que esto es lo que quieres hacer?
Laurel se giró despacio, abarcando con la mirada la habitación entera.
– Simplemente lo estoy. Es como si mi pasado se hubiese conectado con mi presente. En algunos momentos me he sentido… a la deriva. Cuando mi padre murió, me sentí sola, desarraigada. Este sitio representa la oportunidad de recuperar mis raíces.
– Tiene que ser estupendo estar tan segura -comentó Sean.
– ¿Tú no lo estás?
Lo cierto era que Sean nunca había estado seguro de nada en su vida. Siempre había estado a la espera de la siguiente mala noticia, del siguiente desastre que llamara a su puerta. Sólo había una persona en la que de verdad podía confiar y apoyarse: él mismo.
– Sí -mintió.
– Lo llamaré Centro Artístico Louise Carpenter Rand -dijo Laurel-. En honor a mi madre,
– ¿Y si tu tío te pide alguna prueba antes de darte el dinero?, ¿que le enseñes la licencia de matrimonio?
– Ya me las arreglaré. La verdad es que mi padre no era consciente de lo que hacía poniéndome bajo el poder de Sinclair. De haberlo sabido, no le habría hecho custodio de mi fideicomiso. Y sé que me apoyaría si estuviera vivo. A mi madre también le habría encantado este proyecto. Tengo que ser positiva -repitió Laurel. Luego fue apuntando a distintos puntos del local-. Ahí estará la sala de baile. Pondremos espejos en toda la pared y cambiaremos el suelo. Y allí pondré una sala con caballetes para pintar. Detrás de esa pared estarán los materiales. Y abajo me gustaría hacer una pequeña galería para que la gente del barrio pueda acercarse y ver lo que hacen los alumnos -añadió justo antes de dar un giro de bailarina.