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– Podías probar a contarle tus planes a Sinclair -dijo Sean tras sujetarla por la cintura-. Quizá te apoye.

– No lo conoces -Laurel negó con la cabeza-. Su concepto de las mujeres debió de formarse allá por la época de los neandertales. Para él, mi único futuro es casarme y tener hijos. Su idea del marido perfecto no tiene nada que ver con el amor. Basta con que sepa llevar la cuenta de mi dinero.

– ¿Querías a Edward? -le preguntó Sean de pronto. No quería saber la respuesta, pero tema que hacerlo.

– No -contestó Laurel tras considerar la respuesta unos segundos-. Pero ha sido el único hombre que me ha pedido que me case con él. Y creía que era la clase de hombre con quien podría convivir. Me conformaba con eso.

– Te vendes por poco -dijo él.

Sean la soltó y se acercó a examinar una puerta rota. ¿Por qué no veía lo maravillosa que era? Era guapa, atractiva, inteligente, la clase de mujer con la que cualquier hombre soñaba,

– ¿Cómo puedes saberlo? -Laurel siguió a Sean-. ¿Crees que debería renunciar a mis sueños y esperar a que un hombre acudiera en mi rescate? Quiero tomar las riendas de mi vida y no podré hacerlo si Sinclair no me da mi dinero,

– Busca el dinero por otros medios -replicó cortante Sean.

– ¿Quién me va a dar cinco millones de dólares?

– Tú misma lo has dicho; alguna fundación, una subvención del gobierno quizá. ¿Lo has intentado?

– No me ves capaz de hacerlo, ¿verdad? – repuso irritada Laurel-. Eres igual que mi tío.

– No es eso. Yo sólo…

Un movimiento repentino sobresaltó a Laurel, que pegó un grito al ver una paloma pasar entre ambos. Un segundo después, estaba en brazos de Sean, respirando casi sin resuello.

– Sólo es una paloma -dijo éste mientras le acariciaba el pelo, al tiempo que la paloma se posaba sobre una tubería cerca del techo.

Sean esperó a que Laurel se retirase y rompiese el contacto. Pero los ojos de ella estaban clavados en su boca. Sean pasó el pulgar por el perímetro de sus labios y ella cerró los ojos. Parecía un ángel, con el sol que se filtraba por una de las ventanas bañando su cabello de luz celestial. Se acerco, rozó su boca y Laurel respondió al instante, abriéndose al beso. Era como tocar el paraíso y saborear la inmortalidad. Cada célula de su cuerpo estaba centrada en la sensación de sus labios bajo su boca.

Besar nunca había tenido el menor misterio para él. No era más que un pasatiempo agradable y un paso necesario en el proceso de seducción. Pero con Laurel era una experiencia incomparable. Parecían comunicarse con el tacto de las lenguas y los labios.

Era todo cuanto necesitaba y, al mismo tiempo, no era suficiente. Sean la rodeó con ambos brazos y la levantó sin perder el contacto con su boca en ningún momento. No sabía hacia dónde avanzaba, pero cuando llegó a un muro de ladrillo, la atrapó contra él, dejando que Laurel le rodeara la cintura con las piernas.

El beso se volvió más fogoso. Laurel plantó las manos bajo la camiseta y se la subió, torso arriba. La sensación de tener las manos sobre su piel era como una descarga eléctrica. No podía frenarse aunque quisiera. No podía.

Sin dejar de sostenerla con un brazo, Sean le desabrochó los botones de la blusa hasta poder posar la boca sobre un hombro desnudo. Tenía la falda arrugada, le acarició las piernas.

De todos los lugares posibles para perder el control, no podía haber elegido uno peor. Hacía un calor infernal y no había ningún sitio cómodo donde seguir adelante con la seducción. Si continuaba adelante, no habría vuelta atrás… porque quería hacer el amor con Laurel, explorar el resto de su cuerpo como había explorado su boca.

Llevó una mano hacia uno de sus pechos y lo ponderó sobre la palma. Siempre se había sentido incómodo con las mujeres; no en el momento de la seducción, sino con la intimidad posterior. El sexo no había sido más que una necesidad fisiológica. Pero sabía que con Laurel sería mucho más.

Sólo pensar en desnudar y dejarse arrastrar por el deseo hacía que el corazón le martilleara y la sangre le subiera de temperatura. Tenía una erección poderosa que crecía con cada roce contra el cuerpo de Laurel.

Un revoloteo de alas hizo que Laurel contuviera la respiración y Sean aprovechó la ocasión para recuperar el control. La deseaba como no había deseado a ninguna mujer hasta entonces. Pero no era el momento apropiado. Aunque sí muy pronto.

– Deberíamos irnos -murmuró.

Laurel parecía desconcertada. Sean la besó de nuevo como asegurándole que las cosas no se quedarían ahí. Luego la posó sobre el suelo.

– Supongo que no es imprescindible que actuemos como un matrimonio hasta ese punto.

– Tenemos que ser creíbles -contestó él mientras le abotonaba la blusa.

– Sí -Laurel suspiró y le acarició una mejilla-. Es verdad.

Siguieron tocándose mientras terminaban de recomponer el estado de su ropa. Laurel deslizó las manos por su torso, luego le apartó el pelo de los ojos. Y Sean aprovechó para rozarle el cabello de la nuca.

Era como si los dos supieran que lo inevitable se acercaba. Acabarían haciendo el amor y sería perfecto. Cuándo y dónde lo decidirían más adelante.

La noche estaba siendo tan húmeda y calurosa como lo había sido el día. Laurel salió hacia la terraza con vistas a la piscina. Aunque era un lujo, había insistido en que, si tenía que vivir en la mansión, Sinclair pagaría a un hombre que cuidara de la piscina.

Su tío prefería la casa que tenía en Maine, donde podía centrar toda su atención en sus monedas, sus sellos y sus demás obsesiones. Con tantas cosas que tenía para estar ocupado, ¿por qué seguía interfiriendo en su vida? Hasta la casa se había convertido en una fuente de fricción entre ambos. La mitad de la mansión le pertenecía a ella, herencia de su padre, pero la otra mitad era de Sinclair y ninguno podía venderla salvo que llegaran a un acuerdo.

Laurel se sentó en la mocheta que rodeaba la terraza. Había veces en que la mansión era una carga, otra cadena más que la ataba a su tío. Pero la sensación era muy distinta en esos momentos, estando Sean con ella. Se giró hacia las ventanas que comunicaban con el salón, iluminado por una araña de cristal que su padre había comprado en París.

Pensó entonces en el hombre que había metido en casa como si fuera su marido. Estaba sentado en la biblioteca con su tío, charlando sobre la colección de sellos de Sinclair. Sintió un ligero escalofrío. Tras el incidente de esa mañana, ambos habían intentado actuar como si no hubiese ocurrido nada. Pero cada vez que se daban un beso o se acariciaban se acercaban más al borde del abismo.

Laurel se giro hacia el césped que se extendía ante la terraza. Cerró los ojos, respiró hondo. Podría hacer el amor con él si de veras quería. Bastaría con dar el primer paso y seguir moviéndose hasta que Sean no pudiese parar.

Pero había actuado por impulsos. Nunca había pensado las cosas con calma. Porque sí, seguro que disfrutarían de una noche increíble juntos, quizá diez o veinte noches sensacionales. Pero si no tomaba precauciones, esa vez podría salir muy herida.

– ¿Qué haces aquí?

No se molestó en darse la vuelta. Sean la rodeó por la cintura y la atrajo contra su pecho. Le acarició las caderas con las manos y le dio un beso en el cuello.

– Disfruto del silencio -contestó ella.

– Acabamos de tener una discusión sobre corbatas -dijo Sean al tiempo que ponía la que llevaba puesta sobre el hombro de Laurel-. A mí ésta me gusta, pero Sinclair dice que las corbatas de hombres tienen que ser a rayas. Creo que cuestiona mi masculinidad.