– ¿Qué me estás haciendo? -murmuró él contra uno de sus pechos-. ¿Por qué te deseo tanto?
Introdujo un dedo entre las piernas y estuvo a punto de hacerla explotar. Pero Sean redujo el ritmo. Con respiración entrecortada, se agachó para recoger la cartera del bolsillo de los pantalones.
Laurel sonrió mientras lo veía sacar un preservativo. No tardó más que un segundo en enfundarlo y, acto seguido, la penetró con una fuerza y desesperación que ella no conocía. Le levantó las piernas, de forma que le rodeasen la cintura, y empujó cada vez con más fuerza.
En seguida perdió toda noción del tiempo o de la realidad, del agua que los salpicaba o el vapor que le llenaba los pulmones. Laurel enredó los dedos en su cabello y lo miró mientras Sean le hacía el amor, maravillada por la mezcla exquisita de placer y dolor que se dibujaban en sus facciones.
Como si hubiese advertido que lo estaba observando, Sean abrió los ojos y sus miradas se enlazaron. Aminoró la velocidad. Laurel notó que estaba esperándola. Arqueó las caderas y dejó que una ola de placer estallara en su interior.
Un segundo después de ver en su cara el placer del éxtasis, cayó con ella por el precipicio. La besó de nuevo mientras se desbordaba, gimió, murmuró su nombre y se apretaron con fuerza, fundidos en un abrazo.
Muy despacio, volvieron a la realidad. Laurel notó el agua sobre la piel, la pared tras la espalda. Apoyó una mejilla sobre el cuello de Sean y esperó a poder respirar con normalidad. Plenamente satisfecha, le dio miedo poner los pies en el suelo, no fuera a ser capaz de mantenerse en pie por sí sola.
Sean cerró el agua y abrió la mampara con el pie sin salirse de Laurel. Mientras la llevaba a la cama, dejando un reguero de agua por el camino, la besó con suavidad.
– Deberíamos acostumbrarnos a ducharnos juntos todos los días -dijo él.
– Para ahorrar agua.
Sean rió mientras la colocaba sobre la cama. Laurel le acarició una mejilla. Cuando Sean sonrió, sintió como si todo fuese posible, como si fuera a haber muchas más duchas que acabasen en la cama. Quizá fuera un sueño, una fantasía, un engaño. Pero, de momento, no pondría en duda su buena suerte. Simplemente iba a disfrutar de ella.
Sean abrió los ojos al sentir los rayos que se filtraban por la ventana. Se puso de costado, apoyándose sobre un codo, y observó a Laurel, acurrucada junto a él. El pelo, alborotado, le caía sobre la cara. Retiró un mechón y la besó en la mejilla.
Sus párpados se abrieron. Al verlo, Laurel sonrió. Sólo habían dormido tres o cuatro horas, pero Sean no echaba de menos haber descansado más. Pasarse la noche dentro de Laurel lo había dejado agotado y pletórico al mismo tiempo.
– Buenos días -la saludó sonriente.
– ¿Días o tardes?
– Sólo son las nueve. Dios, estás preciosa – dijo y Laurel se cubrió la cara. Al sentir que estaba despeinada, gruñó avergonzada-. En serio, estás preciosa.
– En cuanto anoche… -Laurel se puso seria.
– ¿Qué pasa con anoche? -Sean le dio un beso en los labios.
– Compartimos habitación -dijo ella- y fingimos que somos marido y mujer. Pero lo de anoche era de verdad, ¿no?
– Yo no estaba fingiendo -contestó él-. ¿Y tú?
Laurel se ruborizó y escondió la cara en el hombro de Sean.
– No, fue todo real… y maravilloso -aseguró. Luego lo miró a la cara-. ¿Te arrepientes de algo?
– No -respondió antes de darle un beso en la frente.
Y, sorprendentemente, era cierto. Nunca en la vida había hecho el amor con una mujer sin arrepentirse después. Al despertar siempre se había sentido incómodo, pero con Laurel se sentía contento. Podía imaginarse una relación con ella, ir juntos al cine y a cenar, pasar noches tranquilas en casa viendo la tele, despertar abrazados, hacer el amor hasta el amanecer.
Había ocurrido lo que siempre había tratado de evitar. Había caído víctima de la maldición de los Quinn y se había enamorado. Pero lo curioso era que no lo sentía como una maldición. No sentía que le hubieran robado el corazón, sino que éste se hacía más grande por segundos, rompiendo la coraza con la que lo había protegido toda la vida.
– Voy por el desayuno. Espérame en la cama.
– Una tostada -murmuró ella-. Y café. Nada de salchichas.
– Tostada y café -repitió él sonriente.
Sean se puso los vaqueros, prescindiendo de los calzoncillos, y agarró una camisa. Miró a Laurel mientras se le cerraban los ojos de nuevo, con una mano doblada junto a la cara.
Quizá no debería haber entrado en esa ducha la noche anterior, pero una fuerza irresistible lo había empujado a hacerlo. Una fuerza que no podía seguir negando. Desde la primera vez que la había besado, Sean había tenido la certeza de que acabarían así. Laurel lo hacía olvidarse de todos sus miedos. Con ella, se sentía seguro y fuera de control al mismo tiempo, dos sentimientos que nunca había experimentado hasta entonces.
Allí estaba, con treinta años y nunca se había permitido acercarse a una mujer. Nunca había tenido una relación de verdad, al menos de las que implicaban sinceridad y confianza recíprocas. Hasta ese momento. Con Laurel había ocurrido.
Sean suspiró antes de bajar las escaleras. Debería saber qué estaba pasando. Había rescatado a Laurel de un estafador y había acabado casándose con ella. Pero, aunque el matrimonio no fuese legal, la relación era auténtica. Le gustaba estar con ella. Se sentía bien… feliz.
Mientras bajaba las escaleras, oyó que llamaban a la puerta.
– Abro yo, Alistair -avisó. Como no oyó que el mayordomo respondiera, siguió hacia la puerta. Al encontrarse frente a Eddie Perkins, lamentó haber abierto-. ¿Se puede saber qué haces aquí?
– ¿Nos conocemos? -Eddie frunció el ceño
– ¿No me recuerdas? -preguntó Sean tras salir y cerrar la puerta de la casa.
– Ah, sí… eres el tipo que estaba con los del FBI cuando me detuvieron -recordó el estafador-. ¿Qué demonios haces aquí?
– Evitar que te acerques a Laurel -murmuró Sean-. ¿Por qué no estás en la cárcel?
– Lo estaba, pero mi segunda esposa pagó la fianza. Tiene un alma muy compasiva, fíjate.
– Lárgate -lo advirtió Sean-. No vuelvas a acercarte a Laurel.
– Tengo todo el derecho del mundo a verla. Sigue siendo mi prometida.
– Era tu prometida -le recordó Sean.
– No me perdí la boda por gusto -contestó Eddie-. Y quiero arreglar las cosas. Estábamos enamorados y creo que podemos volver a estarlo.
– Nunca te quiso. Créeme. Y créeme también cuando te digo que voy a hacer todo lo que pueda para protegerla de canallas como tú.
– Oye, oye, sin faltar. No creas que no te entiendo. Laurel Rand está forrada. Y es realmente bonita. Pero recuerda quién te llevó hasta ella. Lo menos que puedes hacer es repartir el botín.
– ¿Quieres que te parta la cara ahora o te doy unos metros de ventaja?
– Tranquilo, hombre. No quiero líos. Sólo pido mi parte del pastel -dijo levantando las manos en señal de paz?. Luego se dio la vuelta y se metió en un descapotable que había aparcado en la acera-. Dile a Laurel que volveré,
Sean maldijo para sus adentros. Lo último que necesitaban era otra visita de Eddie Perkins. Si decidía ponerse pesado, su tío se enteraría de la verdad antes de lo previsto.