– ¿Quién era? -le preguntó Alistair cuando hubo entrado en casa.
– Nadie -contestó Sean-. Se había equivocado de dirección,
Alistair lo miró con cierto recelo.
– ¿Están listos para desayunar? Puedo preparar algo.
– Bajaremos en quince minutos -respondió Sean. Luego subió las escaleras de dos en dos. Una vez en la habitación, encontró a Laurel remoloneando en la cama todavía-. ¿Estás despierta? -le preguntó mientras retiraba la colcha.
– Ahora sí.
– Eddie ha venido a verte.
– ¿Qué Eddie? -preguntó Laurel frotándose los ojos.
– Edward, el hombre con el que ibas a casarte.
La expresión soñolienta de la cara se le borró al instante.
– ¿Eddie está en casa? -preguntó, incorporándose como un resorte,
– Tranquila, ya se ha ido. No lo ha visto nadie. Abrí yo la puerta y me lo encontré. Dice que quiere hablar contigo- Que todavía te quiere -Sean la miró a la cara-. ¿Tú sigues queriéndolo?
– ¡No! -exclamó ella-. Ya te lo he dicho, nunca lo he querido.
– Entonces, ¿sólo re ibas a casar con él por el dinero?
– Nos llevábamos bien -contestó tras pensárselo unos segundos-. No sabía que fuese polígamo. Y necesitaba casarme. ¿Qué crees que quiere?
– A ti. Y tu dinero -dijo Sean.
– Podría causarnos problemas. ¿Y si se entera mi tío?
– Puede que vaya siendo hora de que hables con él. Dile la verdad. No podernos seguir así. Acabará dándose cuenta.
Laurel salió de la cama y cubrió su desnudez con una bata. Sean miró hacia el escote, que dejaba al descubierto parte de un pecho que había saboreado esa misma noche.
– No… no quiero decírselo. Todavía no.
– Eddie no va a darse por vencido. Conozco a los tipos como él. Volverá.
– Puedo arreglármelas -dijo ella.
– No quiero que lo veas.
Laurel se giró hacia Sean y lo miró boquiabierta:
– ¿Qué? No puedo creerme que hayas dicho eso. ¿Que tú no quieres que vea a Eddie? Ni que fueras mi marido. Mira, he cuidado de mí perfectamente durante siete años y puedo seguir haciéndolo.
El cambio de humor fue tan brusco que no le dio tiempo a ajustarse a la situación.
– Sí, has cuidado de ti perfectísimamente. Primero te ibas a casar con un estafador y luego me contratas para hacerme pasar por tu marido y sacarle cinco millones de dólares a tu tío.
– No voy a sacarle nada que no sea mío – replicó ella, cruzando los brazos-. Y, además, no te importa. Te pago para que hagas tu trabajo y cierres la boca. Si ves que no puedes, quizá deberías marcharte -añadió justo antes de abrir la puerta y encontrar a Alistair esperando justo al otro lado.
– El desayuno -anunció con jovialidad.
– No tengo hambre -gruñó ella, pasándolo de largo.
– Menudo genio -comentó el mayordomo, mirando confundido hacia Sean.
– No sé qué he dicho para que se ponga así -dijo éste.
Alistair entró en la habitación y puso la bandeja del desayuno sobre la cama.
– ¿Me permite un consejo?
– Supongo -respondió Sean tras mesarse el cabello.
– Déle unas horas para que se tranquilice. La señorita Laurel puede ser muy testaruda cuando se empeña en algo. No deja que nadie se interponga en su camino. Ni un anciano que se ocupa más de sus sellos que de su sobrina, ni un joven apuesto que se hace pasar por su marido.
– Gracias, Alistair -dijo Sean con una sonrisa en los labios. Luego probó una de las salchichas del desayuno-. Si alguna vez soy rico, contrataré un mayordomo como tú. No me explico cómo he sobrevivido hasta ahora sin ti.
Alistair asintió con la cabeza, obviamente complacido por el halago.
– Gracias, señor.
Capítulo 6
El sol brillaba en lo alto del cielo. Laurel estaba en la parte profunda de la piscina, mirando el agua reluciente. Respiró hondo, se dio impulso y se lanzó de cabeza. Se sumergió, dio un par de brazadas buceando y al salir se dio la vuelta para mirar hacia el cielo.
Repasó la discusión que había tenido con Sean por la mañana. Se había excedido. Quizá estaba un poco cansada o se sentía vulnerable, pero daba igual por qué había reaccionado así. Se había portado como una gruñona ingrata.
De día, se suponía que Sean y ella tenían que hacer como si fuesen marido y mujer. Pero la noche anterior habían hecho el amor. Y aunque le había pagado por lo primero, lo segundo había sido gratis. Si eran amantes. Sean tenía derecho a ciertas preguntas.
Desde el principio, Laurel había intuido que la creciente intimidad que compartían era peligrosa. En el momento en que Sean había entrado en la ducha con ella, ambos habían dejado de lado cualquier inhibición y habían dado rienda suelta a una pasión desbordante. Y aunque apenas conocía a Sean, lo conocía lo suficiente como para desearlo por encima de cualquier cosa.
Al mirarlo a los ojos mientras hacían el amor, había visto algo: había visto a un hombre del que se estaba enamorando. Era fogoso, irresistible. Era dulce, firme, alguien en quien poder apoyarse. Tenía las cualidades que muchas mujeres elegirían para un marido. Pero también tenía el defecto de poner barreras cuando se sentía vulnerable.
Laurel sabía que sufrir una infancia dura lo había vuelto receloso y desconfiado. Pero cuando estaban juntos, todas sus corazas desaparecían y encarnaba todo lo que jamás había sabido que quería en un hombre. Llegó al extremo de la piscina y apoyó los brazos sobre el borde.
Estaba en una especie de limbo extraño, entre un matrimonio de pega y una relación auténtica que cada vez se complicaba más. Su tío no había hecho mención alguna al fideicomiso todavía, a pesar de que, para él, llevaba más de dos semanas casada con Edward.
Pero tampoco ella se había animado a sacar el tema. Sabía que en cuanto su tío le entregara el dinero, la relación con Sean llegaría a su fin. Y no quería que terminase tan pronto. Quizá no formara parte de su futuro, pero, por el momento, necesitaba que Sean siguiese en su vida.
Tomó aire y se hundió. Cuando miró hacia arriba a través del agua, vio una silueta de pie junto a la piscina. Sean se había marchado antes sin decirle una palabra. Le había dicho a Alistair que probablemente volvería para la hora de la comida y Laurel no había querido pedirle al mayordomo que fuese más preciso. Ansiosa por disculparse con su supuesto marido, se impulsó hacia arriba hasta salir a la superficie.
– ¿Le preparo algo de comer, señorita Laurel? -le preguntó Alistair, que la esperaba junto a la piscina con varias toallas.
– Prefiero esperar a Sean… -dijo ella mientras se secaba-. Quiero decir a Edward. Prefiero esperar a Edward.
– El señor Sean ha llamado. No vendrá a comer -contestó el mayordomo sonriente-. Necesitaba ver a su familia.
– ¿Lo sabes? -preguntó estupefacta Laurel.
– En esta casa hay pocas cosas que pasen sin que yo me entere -respondió Alistair-. Sé lo de su ex prometido, Edward, y no puedo decir que lamente que lo hayan detenido. Y sé por qué tenía tantas ganas de casarse. Y aunque no soy quién para darle consejos sobre su vida privada, me gusta el señor Sean. Es un hombre de fiar.
– A mí también me gusta -contestó ella esbozando una sonrisa tímida.
– Parecen muy felices juntos.
– Lo somos. No esperaba que me gustara tanto.
– Creo que usted también le gusta -dijo Alistair.
– ¿Te lo ha dicho?
– No tiene que decirlo, señorita Laurel. El señor Sean es hombre de pocas palabras. Pero sus acciones hablan por él.
– Hemos tenido una discusión esta mañana.
– Me ha parecido, sí.
– Ha sido una tontería. Le he dicho cosas que no quería decir. No sé cómo hacer las paces.
– Creo que la perdonará -dijo el mayordomo.
Laurel agarró otra toalla para secarse el pelo, luego se sentó junto a la piscina.