– Siéntate -le dijo a Alistair, dando una palmadita a su lado. Este extendió una toalla a sus pies y se sentó-. Tienes que quitarte los zapatos y los calcetines.
– Señorita, no creo que eso fuese correcto. Laurel se inclino y le quitó de sendos tirones sus relucientes zapatos negros. Alistair se despojó de los calcetines y se subió con cuidado los bajos de los pantalones.
– Mételas dentro -elijo ella al tiempo que balanceaba las piernas dentro del agua.
El mayordomo obedeció y, nada más sentir el frescor, sonrió:
– Muy agradable -comentó-. Refrescante.
– A Sinclair le daría un ataque si te viera – bromeó Laurel-. A veces parece un carcamal.
– La quiere mucho, señorita Laurel.
– ¿Sean? -preguntó confundida ella.
– No, su tío.
– ¡Anda ya! -Laurel soltó una risotada-. Disfruta complicándome la vida.
– Tiene miedo de que se marche y no vuelva a visitarlo si le da el dinero.
– ¿Cómo lo sabes?
– Trabajo en esta casa desde antes de que tu madre viniera a vivir hace veintisiete años. He tenido los ojos abiertos.
– ¿Y qué has visto?
Alistair hizo una pausa antes de hablar, como si estuviera tratando de decidir hasta dónde quería revelar.
– Yo estaba presente la noche en que su padre conoció a su madre. Sinclair y Stewart estaban en Nueva York y la noche anterior Sinclair había ido a un musical en el que actuaba su madre. Se quedó tan fascinado por su actuación, que no habló de otra cosa.
– ¿Sinclair? -preguntó extrañada Laurel.
– La noche siguiente volvió al teatro, pero se llevó a Stewart para sentirse apoyado -continuó Alistair tras asentir con la cabeza-. Sinclair estaba decidido a conocer a su madre. La esperaron a la puerta de los camerinos y cuando salió, le pidió que los acompañara a cenar. Y en esa cena su madre se enamoró perdidamente… de su padre.
– Pobre Sinclair -murmuró Laurel.
– Creo que nunca dejó de amarla. Toda la vida, mientras vivió aquí con Stewart, cuando te dio a luz más tarde y después de morirse, Sinclair siguió enamorado de ella. Pero no podía decir nada. No habría sido prudente.
– Por eso no le caigo bien -dijo Laurel-. Porque soy hija de Stewart y…
– No… -dijo él-. Creo que se parece usted tanto a su madre, que Sinclair la ve a ella cada vez que la mira. Ve el amor que perdió. Por eso la mantiene a distancia y la retiene al mismo tiempo.
– Yo creía que me odiaba -dijo ella con lágrimas en los ojos-. Supongo que estaba equivocada.
– Si supiera que le he dicho esto, me despediría sin pensárselo dos veces. Pero creo que ya era hora de que entendiera por qué hace lo que hace.
Laurel miró hacia el fondo de la piscina.
– ¿Y entenderá él algún día por qué hago lo que hago?
– Déle una oportunidad, señorita Laurel. Puede que le cueste un poco, pero acabará aflojándose.
Laurel agarró la mano de Alistair y la apretó cariñosamente un segundo.
– Quizá debería ir a hablar con él.
– Creo que tiene otros asuntos que resolver antes… con su marido.
– Pero si le explico a tío Sinclair…
– En mi opinión, es mejor que no descubra todavía sus cartas -se adelantó el mayordomo.
Laurel frunció el ceño. Si era verdad que su tío la quería, tenía que haber alguna forma de convencerlo para que le dejase utilizar el dinero del fideicomiso en su proyecto. ¿Por qué quería Alistair que siguieran adelante con la farsa del matrimonio? Por otra parte, Alistair era la única persona del mundo en quien podía confiar de verdad, así que quizá fuera mejor hacerle caso.
– El señor Sinclair y yo partimos esta tarde a Nueva York -continuó el mayordomo-. Tal vez podría prepararle una cena rica a su marido para suavizar las cosas.
– No soy buena en la cocina -dijo ella.
– Pero yo soy muy buen profesor -replicó él.
– Y un buen amigo también -Laurel le dio un abrazo.
– Gracias, señorita Laurel -dijo Alistair con los ojos humedecidos-. Me ha conmovido.
Laurel se levantó y le ofreció una mano para incorporarse.
– Será mejor que vayamos metiéndonos en la cocina. Puede que sea una tarde muy larga.
La casa de la calle Beacon estaba en plena agitación cuando Sean llegó. Su hermana Keely y su cuñado Rafe llevaban un mes haciéndole obras y tenían intención de trasladarse a ella antes del día de Acción de Gracias. En la calle podían verse furgonetas de contratistas, así como máquinas y material de los obreros.
Sean sorteó a un electricista que estaba cableando el porche y atravesó la entrada. Pasó el vestíbulo, llegó a la escalera central y miró hacia arriba. Aunque no era una casa tan grande como la mansión de los Rand, prometía ser igual de lujosa. Rafe Kendrick no repararía en gastos para la casa que planeaba compartir con su esposa y su retoño.
Keely había comunicado que estaba embarazada en la última reunión familiar, a la cual no había asistido. El rumor se había corrido, como de costumbre, y Sean se había enterado de la noticia por un mensaje que Liam le había dejado en el contestador.
– ¿Hay alguien en casa? -preguntó.
– ¡Al fondo!
Sean caminó hacia la parte trasera de la casa, hasta la cocina. Keely estaba en medio, mirando unos azulejos que había puesto en el suelo.
– ¿Qué te parecen? -preguntó ella-. Necesito algo que no sea demasiado oscuro, pero tampoco demasiado claro.
Sean le pasó un brazo por el hombro y le dio un beso encima de la cabeza.
– Enhorabuena. Liam me ha dicho lo de tu embarazo.
Keely lo miró, como si la sorprendiera aquella muestra de afecto, y le pasó un brazo por la cintura.
– Gracias. Estamos muy contentos. Rafe está obsesionado con terminar la obra. Yo quiero ir con calma. Hay muchos detalles que decidir. Pero está empeñado en que nos traslademos aquí antes de que el bebé nazca.
– Va a quedar bonita -dijo Sean.
– Seguro que sí -convino Keely. Luego lo condujo hacia el patio trasero-. ¿Por qué no le echas un vistazo al jardín mientras preparo algo de beber? Tengo que contarte una cosa.
Sean abrió la puerta y salió al jardín. Aunque pequeño, era bonito; tenía un arce que daba sombra. Había una mesa de hierro forjado junto a una fuente. Sean tomó asiento frente a un banco de flores. No podía evitar preguntarse por qué había insistido Keely tanto en verlo. Obtuvo la respuesta segundos después.
– Hola, Sean.
Se puso rígido al oír la voz de su madre y se negó a darse la vuelta. Debería haber imaginado que Keely tramaba algo. Apretó los dientes y contuvo el impulso de levantarse y marcharse.
Fiona rodeó la mesa y se situó frente a Sean, pero éste no levantó la cabeza. Notó una mano sobre el hombro.
– Ya es hora de que tengáis una pequeña charla -dijo Keely-. Esto no puede seguir así -añadió justo antes de volver a retirarse dentro de casa.
Fiona puso una bandeja sobre la mesa y se sirvió un vaso de limonada.
– He sido yo quien le ha pedido a Keely que te llamase, así que no le eches la culpa. ¿Puedo sentarme?
– Claro.
Fiona asintió con la cabeza, tomó asiento frente a Sean y puso una mano encima de la otra.
– Hace mucho que esperaba este momento.
Sean la miró. Lo asombraba lo poco que había cambiado con los años, cuánto seguía pareciéndose a la mujer de la foto que había conservado. Era bella, de modo que tenía que haber sido mucho más hermosa el día en que se casó con Seamus Quinn.
Pero ya no era un niño estúpido. Sabía que no era su ángel de la guarda. Era la mujer que le había dado su cariño para luego dejarlo abandonado. Pero, aunque todavía se sentía rabioso, cada vez con menos virulencia. De alguna manera, había comprendido que si quería seguir adelante con su vida, tendría que resolver su pasado. Y enfrentarse a su madre era el primer paso.
– Sé que estás enfadado conmigo y no te culpo por ello -continuó Fiona-. Me fui de tu vida y no tienes por qué dejarme que vuelva a entrar por ser tu madre.