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– No puede decirse que hayas actuado mucho como una madre -refunfuñó él.

– Lo sé. Tomé algunas decisiones equivocadas y acepto que me responsabilices por ello.

Sean permaneció callado un buen rato, considerando si quedarse y hablar o marcharse.

– ¿Por qué te fuiste? -le preguntó por fin-. Hazme entenderlo.

– Había muchas razones, pero ninguna es excusa suficiente -contestó Fiona mirándolo a los ojos-. Estaba agotada. Seamus no paraba de beber y gastarse el dinero jugando. Parecía que no hacíamos otra cosa más que discutir. Vinimos a Estados Unidos llenos de sueños. Pero, con el tiempo, Seamus olvidó esos sueños. No fue capaz de darme todo lo que me prometió al casarnos… Y creo que se avergonzaba de sí mismo -añadió tras hacer una breve pausa.

– ¿Así que saliste corriendo?

– Intenté que las cosas mejoraran. Quería que dejase la pesca y encontrara un trabajo que le permitiera estar en casa. Pero se negó. Y cuando volví a quedarme embarazada, decidí que tenía que separarme, para demostrarle lo mal que iba nuestra relación. Tenía que hacerle ver lo que se estaba jugando. Unos días se convirtieron en semanas, luego en un mes y, de pronto, ya no pude volver.

– Sé lo del otro hombre -dijo Sean entonces y Fiona puso cara de asombro.

– Había otro hombre -reconoció ella-. Nadie lo sabía aparte de tu padre.

– Yo lo sabía -dijo irritado Sean-. Y otros veinte amigotes de papá. Lo oí contárselo en el bar una noche cuando estaba borracho y no sabía que estaba escuchando. Dijo que tenías una aventura.

– ¡No! -exclamó Fiona-. Era un amigo y me aproveché de su amabilidad. Le contaba mis problemas y él me oía, eso fue todo lo que pasó. Pero se enamoró de mí y quiso que dejase a Seamus y me fuera a vivir con él.

– ¿Y nosotros?

– Quería que vinierais conmigo también. Pero yo no podía. No podía casarme con él, así que no me quedó más remedio que irme de Boston.

– Por Dios, mamá, estábamos en los setenta. Podías haberte divorciado. Podríamos haber tenido una infancia normal.

– No, no podía divorciarme. Yo era, y sigo siéndolo, una buena católica y, cuando me casé con tu padre, me casé para toda la vida. Sabía que, si me quedaba en Boston, podría romper los votos que había jurado en el altar, así que me fui. Pensé que no serían más que unos días, pero no encontraba el momento adecuado para volver. Luego había pasado demasiado tiempo y me dio miedo que tu padre no me quisiera.

– ¿Y nosotros? -volvió a preguntar Sean.

– Nunca dejé de quereros. Y tampoco dejé de querer a tu padre. Después de todo esto, sigo queriéndolo -Fiona sonrió-. Era todo un seductor cuando lo conocí. Nada más verlo, supe que era el hombre de mi vida.

– ¿Cómo lo supiste? -preguntó él. Había oído a sus hermanos decir lo mismo sobre sus esposas y había tenido esa sensación con Laurel; pero era un sentimiento irracional. Quizá su madre pudiese explicárselo.

– Aquel día había magia en el aire -contestó Fiona-. Sé que parece una tontería, pero, aunque no te acuerdes, eres irlandés, lo llevas en la sangre, Sean, y algún día lo sentirás. Eres un Quinn y llevas la magia dentro. Sólo tienes que darte permiso para sentirla -añadió para dar un sorbo de limonada a continuación.

– No creo en la magia -murmuró Sean.

– Tu padre me ha dicho que te has casado. Sean maldijo para sus adentros.

– No lo estoy. Sólo hago como si lo estuviera.

– ¿Por qué?

– Es una historia muy larga.

– Háblame de esa mujer. ¿Te gustaría casarte con ella?

– Yo no soy de los que se casan -dijo Sean con impaciencia. Aunque siempre había estado convencido de ello, las palabras le sonaron huecas de repente. ¿Acaso no se merecía la misma felicidad que sus hermanos habían encontrado?

– Mereces que te quieran -dijo Fiona, como si le adivinase el pensamiento-. Todos merecemos que nos quieran. El amor es la clave de la vida. Pero, si no crees en la magia, nunca la verás. Aunque la tengas delante de las narices – añadió al tiempo que estiraba un brazo para agarrarle una mano.

Sean miró los dedos de su madre y tuvo una extraña sensación de deja vu. Era la primera vez que lo tocaba desde que era un niño pequeño y su mano seguía haciéndolo sentirse seguro y confortable. Se le hizo un nudo en la garganta que le impidió hablar durante unos segundos.

– Quizá podamos volver a charlar otro día -añadió por fin, mirándola a los ojos.

– Me encantaría -dijo Fiona-. Siempre que quieras.

Sean aparcó el coche de Laurel frente a la mansión y miró hacia la fachada. Después del encuentro con Fiona, había estado conduciendo sin rumbo, tratando de aclarar el caos de ideas y sentimientos que lo aturdía. Hasta hacía unas semanas, su vida había sido bastante sencilla. Trabajaba, comía y dormía.

Pero, de pronto, se había dado cuenta de que aquello no era vivir. Estaba existiendo, observando la vida desde la barrera, de pie en medio de un vacío emocional absoluto. Desde que había besado a Laurel en el altar, su vida había cambiado irrevocablemente. De repente tenía nuevas emociones a las que hacer frente y decisiones que tomar.

Pensó en la discusión que había tenido con Laurel por la mañana, y luego en la noche anterior. Sólo recordarla desnuda entre sus brazos lo hacía sentir una sacudida de deseo por todo el cuerpo. Pero, tras una noche de ensueño, la mañana había mostrado la verdadera cara de la relación entre ambos: seguía haciendo un trabajo por el que ella le pagaba. Y cuando dejara de necesitarlo, lo expulsaría de su lado. Se iría con mucho más dinero, pero no estaba seguro de si pagaría un precio demasiado caro.

Llegó hasta el panel de seguridad, tecleó la clave y entró. El vestíbulo estaba en silencio. El olor de la cena lo condujo hacia cocina. Abrió la puerta. Esperaba encontrar a Alistair, pero le sorprendió ver a Laurel entre cacerolas.

– La pasta se saca diez minutos antes de servirla en la mesa -la oyó leer en voz alta.

Laurel agarró un vaso de vino que había en la encimera y dio un sorbo. Después se giró y vio a Sean.

– Hola -la saludó éste.

– Has vuelto a casa -dijo ella sonriente.

Era bonito pensar que aquélla era su casa. Pero Sean sabía que pertenecía a Laurel. Él sólo era una visita o, como Alistair, un empleado.

– He vuelto -contestó.

– He preparado la cena. Tomaremos filetes de ternera y pasta con salsa de champiñones. Y una ensalada. De postre, mousse de chocolate. Lo he hecho yo -dijo y se ruborizó-. Bueno, Alistair me ha ayudado.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido con mi tío a Nueva York. La subasta de monedas es mañana, así que estamos solos.

– Laurel, creo que deberíamos…

– Hablar sobre lo de esta mañana -se adelantó ella-. Quiero pedirte disculpas. No pretendía ser brusca. Lo siento. Pero estaba tensa por la visita de Eddie y me descargué con quien menos se lo merecía.

– No debería haberte dado mi opinión. No tengo derecho.

– Sí que lo tienes -Laurel cruzó la cocina y le agarró una mano.

– No, yo sólo estoy haciendo un trabajo.

– ¿Eso es lo que sientes? -preguntó Laurel.

– Dímelo tú -contestó él-. Hicimos un trato. ¿Lo de anoche era parte del trato?

– ¿Crees que necesito pagar para hacer el amor con un hombre? -replicó ella. Se dio la vuelta y movió con la cuchara la cacerola de la pasta-. Yo no te pedí que te metieras en la ducha. Ni siquiera te invité. Que yo recuerde, viniste tú sólito.

– Tampoco me rechazaste -Sean maldijo para sus adentros. Había ido con intención de limar asperezas y parecía que las cosas se estaban complicando más todavía-. No quiero discutir.

– ¿Qué es lo que quieres? Dímelo.

– No puedo querer nada en estas circunstancias -contestó él.