– Eso no es una respuesta. ¿Por qué no dices lo que sientes por una vez en tu vida?
– No sé lo que siento -Sean empezó a dar vueltas por la cocina-. Te tengo cariño. Quiero verte feliz. Pero no soy tu marido. Y tú no eres mi mujer… No sé, Sinclair se ha ido, quizá sea mejor que pase la noche en mi apartamento.
Sí, necesitaba poner un poco de distancia entre los dos. Si conseguía alejarse un poco y olvidarse de esa cara tan bonita y aquel cuerpazo increíble, quizá consiguiera pensar y discernir qué sentía. Sentir algo por una mujer era una experiencia novedosa y se sentía muy confundido.
– No -dijo Laurel.
– ¿No?
– Te pago para que estés aquí y quiero que te quedes. Me he pasado casi toda la tarde preparando la cena y tienes que disfrutarla -Laurel le sirvió vino y le entregó la copa-. Toma, bebe. ¿Quieres picar algo? -añadió al tiempo que le ofrecía unas galletas recién horneadas.
– Qué rica -dijo Sean tras probar una.
– ¿Lo dices porque te gusta o porque te pago para que digas que está rica?
– Está rica -repitió él.
– Termino de preparar la cena enseguida – dijo Laurel, satisfecha con la respuesta de Sean-. Había pensado cenar en la terraza. He puesto la mesa afuera. ¿Por qué no vas sacando el vino y la ensalada?
Sean agarró la fuente de la ensalada y la botella de vino, y salió. Vistos los ánimos de Laurel, la cena prometía ser tensa. Pero lo curioso era que no le molestaba: seguía siendo la mujer más bella, sexy e intrigante que jamás había conocido.
Al ver las velas que adornaban el centro de la mesa, prendió una cerilla para encenderlas. Laurel había creado un escenario romántico, con la mesa en la terraza, con vistas al césped y la piscina.
Una suave brisa hizo temblar la llama de las velas. Anochecía. Tenía muchas cosas que decirle a Laurel, pero no sabía cómo expresarse. No encontraba las palabras. No estaba acostumbrado a hablar de sentimientos. Pero sí sentía algo por ella. Y algo profundo.
– Huele bien -murmuró cuando la vio llegar con una bandeja.
Se sentaron y Laurel retiró los cubre platos. Sean se quedó impresionado con la cena, pero esperó educadamente a que ella diera el primer bocado. Laurel agarró el tenedor, pero, antes de llevárselo a la boca, Sean alzó la copa de vino.
– Deberíamos brindar -dijo.
– ¿Por?
– ¿Qué tal por la amistad? Laurel dudó. Por fin levantó su vaso y lo hizo chocar con el de Sean.
– De acuerdo. Por la amistad -accedió ella, esbozando una leve sonrisa. Empezaron a cenar en silencio, pero, al cabo de unos minutos, Laurel se atrevió a romper el silencio-. Alistair me ha ayudado a preparar la cena. Sabe lo nuestro, que en realidad no estamos casados.
– Sabía que lo sabe -reconoció Sean.
– ¿Y no me lo habías dicho?
– Ya tenías muchas cosas en la cabeza – contestó él y Laurel asintió.
– Dice que has ido a ver a tu familia.
– He estado hablando con mi madre… por primera vez en mi vida, que yo recuerde.
– Creía que tu madre te abandonó cuando eras pequeño.
Lo sorprendió que se acordara de la conversación que habían tenido.
– Lo hizo. Volvió a Boston en enero del año pasado con mi hermana, Keely, que nació después de que mi madre se marchara. No he podido hablar con ella desde que vino.
– ¿Por qué?
Se había guardado sus sentimientos tanto tiempo, que no estaba seguro de ser capaz de expresarse. Pero al mirar a Laurel comprendió que ella lo entendería:
– No sé. Estaba enfadado. No confiaba en ella. Cuando era pequeño, creía que era mi ángel de la guarda y me protegía desde el cielo. Mi padre nos había dicho que murió en un accidente de coche.
– Y no era verdad -dijo ella con voz cálida-. Debiste de sentirte muy confundido.
– Una noche fui a buscar a mi padre al bar -continuó Sean tras dar un sorbo de vino- y estaba presumiendo de haber echado a mamá de casa porque la había pillado con otro hombre. Entonces empecé a odiarla. La culpé de todas las cosas malas que nos pasaban. Pero nunca le dije a nadie lo que había oído.
– Es un secreto muy grande para un niño pequeño.
– A partir de entonces me puse una coraza para no sentir nada. Y hoy he descubierto que estaba equivocado. No rompió sus votos matrimoniales. No sé qué hacer.
– Date tiempo -dijo Laurel-. Cuando mi madre murió, sentí mucha rabia contra ella sin saber por qué. Tenía diez años y la culpe por haberme abandonado sin luchar más. Si me quería, debería haber superado el cáncer. Hasta que un día se me pasó. Empecé a recordar los buenos tiempos y volví a quererla.
– Yo no tengo ningún recuerdo.
– Entonces date la oportunidad de tenerlos-sugirió ella-. Pasa más tiempo con tu madre, invítala a comer, descubre cómo es en realidad. Al menos tienes esa oportunidad. No la desaproveches.
Sean estiró un brazo, le puso la mano tras la nuca y le acercó la cabeza. El beso empezó como un gesto de gratitud, pero, al cabo de unos segundos, se convirtió en una disculpa, una promesa y una invitación al mismo tiempo. Ambos se pusieron de pie, separados todavía por la mesa.
Sean la rodeó sin dejar de besar a Laurel. La abrazó. La rabia se había desvanecido, sustituida de pronto por una necesidad urgente. Quería hacerle el amor allí mismo, asegurarse de que ella lo quería de verdad. Necesitaba a Laurel como no había necesitado a una mujer jamás.
– ¿Cómo te volviste tan sabia? -le preguntó mirándola a los ojos justo antes de besarla de nuevo y recorrer las curvas y los ángulos de su cuerpo con las manos.
Estuvo tentado de llevarla a la cama, pero el intercambio de la noche anterior los había confundido y había dado lugar a la discusión posterior de esa mañana. Necesitaban tiempo para asimilar sus sentimientos, dejar que crecieran de forma natural. Gruñó para sus adentros. El instinto le decía que disfrutara de Laurel mientras fuese posible. Pero Sean no estaba interesado en un placer a corto plazo. Si de veras había algo sólido entre Laurel y él, tenía que saberlo y ésa era la forma de averiguarlo.
– La cena se está enfriando -dijo sonriente tras separarse de ella.
– Sí -Laurel tragó saliva y forzó una sonrisa-. La cena.
Pasaron el resto de la velada charlando tranquilamente. Lo asombraba la facilidad con la que podía hablar con Laurel de su infancia. Ella lo escuchaba, hacía algún comentario, alguna pregunta para obtener más información. Pero, durante toda la conversación, Sean no pudo dejar de preguntarse cuánto tiempo aguantaría hasta volver a acariciarla.
Consiguió superar el postre y la ayudó a recoger los platos y fregar. Mientras los secaban, se terminaron la botella de vino.
– Se ha hecho tarde -comentó Laurel cuando acabaron de limpiar la cocina-. Son cerca de las doce.
Sean la rodeó por la cintura y se la acercó al cuerpo. Una vez más, posó los labios sobre su boca y la besó. Cuando se retiró, Laurel seguía con los ojos cerrados.
– Hora de acostarse.
– Sí -dijo ella-. Estoy cansada. Y tú has tenido un día muy largo.
– Ya que no está tu tío, creo que será mejor que encuentre otro sitio donde dormir.
– ¿No quieres dormir conmigo? -protestó Laurel decepcionada.
– Por supuesto que quiero -aseguró él-. Pero creo que debemos tener un poco más de cuidado, ¿no te parece?
– ¿Cuidado? -Laurel trató de entender el razonamiento de Sean-. Sí… bueno, entonces hasta mañana -añadió sin mucho convencimiento.
– Gracias por la cena -Sean le acarició una mejilla-. Estaba deliciosa.
La besó de nuevo y se obligó a apartarse. Luego la miró salir de la cocina y, una vez solo, respiró profundamente y dejó salir el aire despacio. Esperó unos minutos y la siguió escaleras arriba. Al pasar por la puerta de su dormitorio, se paró. Pero resistió la tentación de entrar y perderse dentro de aquel cuerpo increíble. Se la imaginó quitándose el vestido negro que se había puesto, despojándose de la ropa interior. Se imaginó a sí mismo explorando su cuerpo desnudo y posándola sobre la cama.