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Dejó escapar un leve gemido y siguió andando. Si pretendía dormir un poco, tendría que encontrar una habitación lo más alejada posible de la de Laurel.

– Va a ser una noche larga -murmuró.

Capítulo 7

Laurel se quitó el pelo de los ojos y bajó las escaleras siguiendo el olor del café. Dado que Alistair estaba en Nueva York con Sinclair, Sean debía de haber madrugado o, al menos, haberse levantado antes de las diez, hora a la que había conseguido salir de la cama.

Se había pasado la noche en vela, incapaz de dormir o dejar de pensar en Sean. Se preguntaba si él habría logrado conciliar el sueño o si también lo habría perseguido el recuerdo de la noche que habían pasado juntos. Le parecía tan tonto dormir solos con la pasión que habían compartido hacía sólo veinticuatro horas…

Después de la conversación de la cena, se había sentido más próxima a Sean que nunca. Para ella, la relación había dejado de ser una cuestión de negocios exclusivamente. Pero, ¿qué sentía Sean?, ¿cómo reaccionaría si de pronto decidía no pagarle? Le había prometido veinte mil dólares al finalizar el mes; pero, ¿se quedaría si le dijese que no se sentía bien pagándole? ¿Sobrevivirían sus sentimientos hacia ella al final de aquel falso matrimonio?

Laurel suspiró y se paró a mirarse en un espejo alto. Lo que había empezado como un simple plan había terminado cambiándole la vida de arriba abajo. Pues el hombre al que había contratado para hacerse pasar por su marido se había convenido en alguien mucho más importante. Enamorarse de Sean Quinn no había formado parte del plan.

Tras convencerse de que no podía tener mucho mejor aspecto tras haber pasado la noche en blanco, empujó la puerta de la cocina y se quedó helada al ver a una bella mujer charlando de pie junto a Sean con una taza de café en una mano. Llevaba un vestido de verano muy favorecedor que se ceñía a su esbelta figura.

– Buenos días -saludó sonriente Sean. Se acercó sonriente a Laurel, le agarró un brazo y la condujo hacia la desconocida.

– Hola -dijo Laurel.

– Hola, soy Amy Quinn, cuñada de Sean – se presentó ésta-. Tú debes de ser Laurel,

El ligero aguijonazo de celos que había sentido instantes antes desapareció mientras le estrechaba la mano a la mujer.

– Encantada -dijo justo antes de mirar a Sean-. ¿Has venido a visitarlo?

– Ha venido a verte a ti -dijo él-. Le he pedido que se acercara.

La respuesta la pilló desprevenida. ¿Por qué quería Sean que un miembro de su familia hablase con ella? Aunque había conocido a Seamus. Sean no había parecido interesado en presentarle al resto de la familia.

– He venido a hablarte de tu plan -explicó Amy.

– ¿Le has contado lo de nuestro plan? -preguntó Laurel asombrada-. ¿Le has contado lo de Eddie?, ¿lo de…?

– ¿Quién es Eddie? -preguntó Amy.

– Ése es otro plan -Sean se dirigió a Laurel-. No le he dicho nada de ese plan. Me refiero al del centro artístico. Amy dirige una fundación benéfica. Concede subvenciones para sacar adelante proyectos como el tuyo.

– Las concede la junta directiva -dijo Amy.

– Pero yo no… -Laurel no sabía qué decir.

– Tú cuéntale lo que quieres hacer -insistió Sean mientras le acercaba una taza de café-. He llevado unos donuts a la terraza. ¿Por qué no salís y charláis un rato?

En vista de que no tenía otra opción, Laurel asintió con la cabeza. Amy Quinn parecía una persona agradable. Y si Sean creía que podía ofrecerle algo, lo menos que podía hacer era escucharla.

– Tengo entendido que Sean y tú os casasteis el fin de semana pasado -comentó Amy mientras caminaban hacia la terraza.

– ¿Te lo ha contado?

– No, me he enterado por los cotillas Quinn.

– En realidad no estamos casados -dijo Laurel-. Sólo hacemos como si lo estuviéramos. Es una historia muy larga.

– Pues es una pena. Lo del matrimonio, quiero decir. Porque parece tenerte mucho aprecio. Nunca lo había visto tan… embelesado por una mujer.

– Es un hombre muy especial -dijo Laurel después de tomar asiento las dos.

– Que se merece una mujer especial -contestó sonriente Amy tras agarrar un donut.

– Sean me ha contado que tiene cinco hermanos -continuó Laurel-. Pero no sé mucho de ellos. Es hombre de pocas palabras.

– Es alto, moreno, guapo y muy callado – resumió Amy-. He de decir que nunca lo había oído decir tantas frases seguidas como en la conversación de antes de que llegaras. No sé qué le has hecho, pero está surtiendo resultado.

– ¿Los hermanos están unidos?

– Mucho. Los cinco hermanos y Keely viven en Boston. Están todos casados o prometidos. Yo soy la mujer de Brendan, el tercer hermano. Sean es… nunca recuerdo si es el cuarto o el quinto. Creo que Brian salió primero.

– ¿Salió?

Amy dio un sorbo de café y sacó del bolso un recorte de periódico.

– Sean tiene un hermano gemelo, Brian. Trabaja como periodista en el Globe. Antes estaba en las noticias de la tele. Algunos dicen que son clavados, aunque yo no los veo tan parecidos.

Laurel tragó saliva. Sean no le había contado que tuviera un hermano gemelo. ¿No era la clase de información que se compartía con la mujer a la que…? Se frenó antes de terminar de dar forma al pensamiento. Sean no la quería. Para él, no era más que una mujer con la que se había acostado. Sin compromisos. De hecho, cuanta menos información diera, mejor.

– Pero vamos al grano -sugirió Amy-. Dirijo la Fundación Aldrich Sloane.

– ¿Eres Amy Aldrich Sloane? -exclamó Laurel-. Ibas dos cursos por delante de mí en el instituto. Probablemente no te acuerdes de mí, pero yo sí te recuerdo. Solías ponerte ropa de cuero negro con el uniforme. Y tenías un mechón rosa en el pelo.

– Yo también te recuerdo -dijo Amy con alegría-. Laurie Rand. Dios mío, no me había dado cuenta de que fueras tú.

Laurel no había tenido muchas amigas en el instituto. Después de morir su madre, se había vuelto retraída. Seguramente, Amy recordaba más de lo que decía. Porque Laurel Rand era la chica que se sentaba sola en el comedor, la chica que prefería la biblioteca a charlar con la pandilla, la chica que parecía perdida entre los compañeros. Aunque las dos procedían de familias acomodadas, la fortuna de los Aldrich Sloane era mucho mayor que la de los Rand. Laurel tenía dinero para llevar a cabo una buena obra, pero la familia de Amy tenía muchos más recursos.

– Tengo un fideicomiso -arrancó Laurel-. Se suponía que tenía que recibir mi dinero al cumplir los veintiséis.

– A mí me pasaba igual -Amy asintió con la cabeza-. Nunca entendí qué tenían de especial los veintiséis años. Aunque me alegro de haber tenido que esperar. Si me hubieran dado el dinero antes, me lo habría gastado.

– También me piden que esté casada. Si no, tendré que esperar a los treinta y un años y será demasiado tarde.

– ¿Para?

– Tengo… un proyecto. Quiero abrir un centro de actividades extraescolares en Dorchester, cerca de donde daba clases -arrancó Laurel. A medida que fue hablando de su plan, el sueño parecía ir cobrando realidad. Podía imaginarse el centro en un plazo de dos años, lleno de niños en busca de ese talento que los distinguiese e hiciera sentirse especial. Desde la muerte de su madre, eran tantos los días en que se había sentido triste y en los que habría bastado un estímulo de ese tipo para alegrarse… Quería ofrecerles esa oportunidad a los demás, darles alas-. Se impartirían clases de música, ballet, teatro y pintura. Y habría un salón de actos para interpretar obras y una galería donde exponer los dibujos de los chicos. Ya le he echado el ojo a un edificio de Dorchester y creo que sería perfecto. Tiene una parada de autobús al lado y…