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– ¿Cuánto tienes? -preguntó Amy.

– Ahora mismo nada. Pero debería poder disponer de cinco millones pronto.

– Con ese capital de base, puedes obtener unos trescientos mil dólares de intereses al año, si inviertes bien y la economía está en alza. Con eso podrías pagar las facturas, tu sueldo y el de los profesores. Pero todavía tendrás que hacer frente a muchos gastos. Cinco millones parecen mucho, pero no lo son.

Laurel sintió que el corazón se le caía al suelo. Si Amy Quinn no veía viable el proyecto, quizá nunca pudiera cumplir sus sueños.

– Lo puedo sacar adelante. Estoy segura. Quiero darles esa oportunidad a los niños y…

– La idea es estupenda -interrumpió Amy-. Sólo digo que quizá deberías intentar solicitar alguna subvención. De ese modo, podrías utilizar tu dinero para gastos imprevistos. Nosotros podemos financiarte el proyecto. Necesitarías presentar un esquema, un presupuesto y tu currículo. Pero es probable que pudiéramos darte lo suficiente para poner el centro en marcha. Aparte, conozco a algunas personas que podrían ayudarte a solicitar otras ayudas. Hay muchas más fundaciones que podrían estar interesadas en una causa como ésta.

– No es posible, no puede ser tan fácil – dijo Laurel.

– Fácil no es, pero pareces entusiasmada con el proyecto y eso es lo más importante – Amy miró sobre el hombro de Laurel, la cual se giró y vio a Sean dentro dando vueltas de un lado a otro. Amy le hizo un gesto con la mano y luego le entregó una tarjeta a Laurel-. Llámame para fijar una entrevista. Te apoyaré en tu propuesta. Y si la junta directiva la aprueba, podrás ponerte manos a la obra… En fin, espero que todo te vaya bien, Laurel. Y no sólo con el proyecto, sino con Sean. Estaría bien que la maldición de los Quinn se cobrase la última víctima -añadió mientras se ponía de pie.

– ¿La maldición de los Quinn?, ¿qué es eso?

– Es una historia muy larga. Convence a Sean para que te la cuente -Amy rió y, en vez de darle la mano, se despidió con un abrazo. Luego le dio un beso en la mejilla a Sean-. Sé dónde está la puerta. Y no seas tan tuyo, lleva a Laurel al pub algún día. Todos están deseando conocerla.

Sean salió a la terraza, donde Laurel se había quedado de pie. Estaba emocionada, no sabía qué decir. Con una simple llamada, Sean había hecho realidad su sueño. Con trabajo y decisión, podría abrir el centro sin necesidad del dinero del fideicomiso ni la aprobación de su tío.

– Gracias -dijo por fin, no sabiendo si llorar o reír-. Muchas gracias.

– ¿Ha ido bien?, ¿le ha gustado tu idea?

– ¡Sí! -Laurel se lanzó a Sean y le dio un fuerte abrazo-. Dice que le encanta. Y si la junta directiva está de acuerdo, su fundación me financiará para que ponga en marcha el centro. Lo único que tengo que hacer es…

La interrumpió con un beso. Sean le agarró la cara con ambas manos y se apoderó de su boca. Laurel emitió un ligero gemido. Parecía que hubieran pasado semanas desde que la había besado por última vez. Cuando, en realidad, apenas habían transcurrido doce horas.

– Te he echado de menos -susurró él cuando separó los labios.

– Yo también te he echado de menos.

– Anoche no pude dormir.

– Yo tampoco. Quizá deberíamos volver a la cama.

Sean dudó un segundo y Laurel pensó que podría encontrar alguna excusa para rechazar su invitación. Pero luego se agachó, la levantó en brazos y cruzó la casa con ella hasta entrar en la habitación. Laurel quería darle las gracias por todo lo que había hecho. Y no se le ocurría una forma mejor de hacerlo.

Era la mujer más bella que jamás había acariciado o besado. La única a la que había amado.

Sean se movía sobre ella, consciente de que estaba a punto de perder el control. Tenía que ser amor. Nunca había sentido nada tan profundo como lo que sentía cuando estaba dentro de Laurel.

Se echó a un lado y la puso encima de él, de modo que lo sentara a horcajadas. Pero ver su cuerpo desnudo, el pelo cayéndole sobre la cara, la piel bruñida de sudor era más de lo que podía soportar. Le sujetó las caderas para impedir que siguiera moviéndose y contuvo la respiración para retrasar la caída definitiva.

– No… no te muevas -susurró. Laurel abrió los ojos, sonrió, le rozó los labios.

– De acuerdo, seré buena -dijo con picardía. Sean estiró los brazos para enredar los dedos en su cabello. Quería decirle lo que sentía, pero le daba miedo que Laurel no le correspondiese. Introdujo una mano entre los dos y la tocó en medio, la llevó al límite. Laurel gimió, cabalgó un par de veces sobre su mano, hasta que, de pronto, se quedó sin respiración y empezó a sacudirse con los espasmos del orgasmo.

Solo entonces descargó Sean también. Una descarga silenciosa pero potente. Luego la oyó gritar de placer y un segundo después Laurel se desplomó sobre él y acurrucó la cara contra su cuello.

– Podemos echarnos una siesta si te apetece -murmuró ella.

– Se me ha quitado el sueño -dijo Sean mientras le acariciaba el pelo.

Laurel se echó a un lado y se apoyó sobre un codo para mirarlo.

– Amy me ha dicho algo de no sé qué maldición familiar. ¿A qué se refería?

– Es una tontería -dijo él.

– Cuéntamelo.

Ya le había abierto el corazón antes y cada vez se había sorprendido de lo fácil que le había resultado. Al principio había creído que se debía a lo a gusto que se sentía con Laurel. Pero quizá tenía que ver con el matrimonio que compartían. Había tenido la oportunidad de ver cómo podía ser estar casado. Había llegado a imaginar que Laurel podría estar a su lado, no sólo un día o un mes, sino el resto de su vida. De repente, la maldición de los Quinn no le parecía tan importante.

– De pequeños, mi padre solía contarnos historias sobre nuestros antepasados. Siempre eran hombres fuertes, inteligentes y valerosos. Muchas de las historias eran fábulas y mitos irlandeses, pero siempre les daba su toque, de modo que las mujeres aparecían siempre como el enemigo.

– ¿Por qué lo hacía?

– Estaría despechado por el abandono de mi madre y quería protegernos del mismo destino – Sean se encogió de hombros-. Las historias surtieron el efecto esperado. Los seis hijos de Seamus Quinn hemos permanecido solteros, hasta la irrupción de la maldición hace unos años.

– ¿Y en qué consiste la maldición?

– En realidad no estoy seguro de que exista. Mi padre dice que se remonta a cuando estábamos en Irlanda. Pero aquí, en Boston, empezó con Conor. Conoció a su esposa, Olivia, al rescatarla de un mafioso. Y Dylan rescato a Meggie de un incendio, y Brendan salvó a Amy de una pelea en un bar.

– ¿Y eso es una maldición? -dijo Laurel-. Una maldición es algo malo y lo que ellos hicieron está bien.

– La maldición es que se enamoraron de la mujer a la que salvaron -explicó sean-. Según la teoría de Seamus, mis hermanos son víctimas, no héroes. Y yo soy el único que queda.

Laurel levantó una mano para quitarse el pelo de los ojos.

– Si no quieres ser una víctima, no rescates a nadie.

– Ya lo he hecho -dijo Sean.

– ¿A quién?

– A ti. Te libré de Edward.

Sobrevino un silencio prolongado. Quizá no hacía falta que le dijera que la amaba. Quizá llegase a la conclusión ella sola. Si creía en la maldición, no estaba en sus manos: estaba destinada a amarla.

– Cuéntame una de esas historias -le dijo ella.

– No se me da bien contarlas -gruñó Sean-. A Brian sí, pero yo me haré un lío.

– Inténtalo -Laurel le dio un mordisquito en el cuello-. Si tú me cuentas un cuento, yo te doy diez besos.

– ¿Diez? Veinte y trato hecho.

– Quince -regateó ella-. Quince besos largos y profundos por un cuento. Es un precio justo. No vas a conseguir una oferta mejor.

Sean no tenía intención de ir comparando. Le gustaba cómo besaba Laurel.