– Lo he puesto por escrito -dijo Laurel después de acercarse despacio a él y entregarle un papel doblado-. Y te he extendido un cheque. Con la fecha de pasado mañana.
Sean agarró el papel y el cheque y los guardó en el bolsillo del esmoquin.
– Gracias.
– ¿No vas a leerlo? -preguntó ella.
– Confío en ti -Sean se encogió de hombros. Luego miró los ojales de la camisa-. No hay botones.
– Hay gemelos -Laurel metió la mano en un bolsillo del pantalón y agarró un paquetito-. Ten.
Quiso sacar un gemelo, pero le temblaban los dedos de los nervios. Se le cayó al suelo y rodó bajo la silla.
– Nunca se me han dado bien estas cosas.
– Déjame -dijo Laurel, quitándole el gemelo de los dedos.
Se quedó quieto delante de ella, con la camisa abierta. Cuando lo rozó con los dedos, sintió un chispazo en el cuerpo. Sean contuvo la respiración mientras le ponía los gemelos, tratando de no imaginar que Laurel le quitaba la camisa y posaba los labios sobre su torso.
– ¿Son de tu talla? -la oyó preguntar de pronto.
Sean siguió la mirada de Laurel hasta el suelo, agarró el zapato el izquierdo y se lo calzó.
– Valdrán -contestó a pesar de que debían de quedarle grandes.
– No -Laurel se metió la mano en el escote del vestido y sacó unos pañuelos de papel-. Toma, póntelos en los zapatos. Total, no me hace falta el escote.
Sean contuvo una risotada. Su sinceridad resultaba conmovedora.
– ¿No estás nerviosa?
– ¿Por qué iba a estarlo?
– ¿No se supone que las novias están nerviosas?
– No voy a casarme -contestó Laurel-. Gracias a ti.
Sean notó un ligero reproche en su voz y lamentó haber sido el desencadenante de aquella situación apurada.
– Lo siento. Aunque creo que es mejor para ti -dijo-. ¿Lo querías mucho?
Ella puso la mano sobre su torso y fijó la mirada en brillo rosa de las uñas.
– Está claro que no lo conocía -contestó resignada. Luego se obligó a sonreír-. Supongo que deberíamos hablar de lo que va a pasar. Ya habrás ido a otras bodas, ¿no?
– A unas cuantas últimamente -dijo Sean, pensando en sus hermanos.
– Bien, entonces sabes cómo va todo. Irás hasta el altar y me esperarás.
– ¿Tengo padrino?
– No, Edward me llamó anoche para decirme que su hermano, Lawrence, no iba a poder al final. Tenía una urgencia familiar, no sé qué de su mujer embarazada. Claro que quizá fuera todo mentira. Quizá ni siquiera tenga hermanos -Laurel le acercó la chaqueta del esmoquin-. Será una ceremonia sencilla. Sólo tienes que oír al sacerdote y repetir todo lo que diga.
– Me veo capaz -Sean se dio la vuelta y Laurel le alisó los hombros de la chaqueta.
– Tengo que ir por el ramillete y hablar con el fotógrafo -dijo entonces-. Bueno, te veo en el altar.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? – le preguntó Sean tras darse la vuelta.
Laurel asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta. Pero se detuvo antes de abrirla.
– Otra cosa: ¿puedes hacer como si fuese el día más feliz de tu vida?
– Puedo intentarlo.
Laurel salió de la habitación. Sean se agachó por los zapatos y metió unos pañuelos en los dos. Se puso los calcetines antes de calzarse. Quería que la boda saliera bien. No estaba seguro de por qué. Lo único que sabía era que Laurel estaba en apuros y le había pedido ayuda.
Y tenía algo que lo atraía. No necesitaba medir cada palabra que le decía. Ella había sido totalmente sincera, confesándole lo que necesitaba y cómo se sentía. Le molestaban los jueguecitos habituales entre hombres y mujeres, las miradas insinuantes, los acercamientos y las retiradas que conducían al dormitorio. A sus hermanos se les daba bien, pero él tenía la sensación de que había faltado a clase ese día.
Laurel Rand no jugaba. Cuando la había informado de que había metido a Eddie en la cárcel, le había contestado con un puñetazo. Cuando se había dado cuenta de que necesitaba ayuda, se había limitado a ofrecerle dinero a cambio. No había intentado manipularlo para hacer algo que él no quisiera. Una mujer así era digna de admiración.
Terminó de atarse los zapatos y se dispuso a enfrentarse a la pajarita, pero no conseguía que le quedara recta. Al quinto intento se conformó. Se pasó los dedos por el pelo enmarañado y se miró al espejo. No tenía tan mala pinta.
– Para mí que es el día más raro de mi vida -murmuró antes de darse media vuelta hacia la puerta.
Bajó por un pasillo lateral. Vio a Laurel a lo lejos, de pie a la entrada de la iglesia. Ésta se giró y sus ojos se encontraron un instante. Ella esbozó una sonrisa insegura y él le devolvió un saludo discreto con la mano. Se paró y se giró para que le diera el visto bueno a su aspecto. Laurel rió y sus tres damas de honor se giraron para mirarlo. Sean avanzó hasta el final del pasillo, donde se encontró con el sacerdote.
– Bueno, ya casi estamos -dijo este-. ¿Preparado?
– Supongo -murmuró Sean.
– Sé que no pudiste venir al ensayo general, pero será una ceremonia muy sencilla. Sólo tenéis que estar atentos a lo que os diga. Yo os guiaré… ¿Estás seguro?
– ¿De?
– El matrimonio es para toda la vida, hijo – dijo el sacerdote-. Si no estás preparado, es mejor no seguir adelante.
– Estoy preparado -aseguró Sean.
– Entonces vamos -dijo el sacerdote. Se dirigió al altar y Sean no tuvo más remedio que seguirlo. No sabía qué pecado acababa de cometer al mentir a un sacerdote, pero debía de ser muy grave-. Tienes que esperar a la novia aquí. Luego le das la mano y subís esos tres escalones -le susurró luego el sacerdote.
– Perfecto.
Darle la mano y subir los escalones, se repitió para sus adentros. Aunque no había motivos para estar nervioso, lo estaba. No quería meter la pata. La boda parecía muy importante para Laurel.
De pronto, el órgano sonó en toda la iglesia y las puertas se abrieron. Lentamente, las damas de honor, con vestidos verdes claro, echaron a andar por el pasillo central. Después apareció Laurel. Aunque el velo ocultaba sus facciones, Sean no había visto nunca una mujer tan preciosa. Por un momento, se preguntó si sería así como se sentiría un novio auténtico. Pero luego se recordó que los siguientes quince o veinte minutos no significaban nada. Todo era una farsa.
Cuando Laurel llegó a su altura, le tomó la mano y la puso en el pliegue del codo. Después subieron los tres escalones juntos. La ceremonia transcurrió sin mayores sobresaltos. Sean miró al frente hasta el momento de ponerse los anillos. Le sostuvo la mano mientras le introducía el anillo en el dedo y le sorprendió cómo le tembló la mano a Laurel cuando ésta le puso el suyo. Aun así, no se atrevió a mirarla a los ojos.
Cuando el sacerdote los declaró por fin marido y mujer, Sean exhaló un suspiro de alivio. No había sido tan difícil. Pero la siguiente frase hizo que el corazón le diera un vuelco:
– Puede besar a la novia.
– ¿Qué? -Sean miró al sacerdote.
– Levántale el velo y bésala -susurró él. Sean pidió permiso a Laurel con la mirada. A través del velo, la vio sonreír.
– Bésame -murmuró-. Y más vale que lo hagas bien.
No se hizo rogar. Agarró el borde inferior del velo y lo puso sobre su cabeza. Con delicadeza, tomó su cara entre las manos y la miró al fondo de los ojos. Luego, despacio, posó la boca sobre la de ella. Sólo había pensado rozarlos unos segundos, para que disfrutaran los invitados. Pero después de sentir sus labios no parecía capaz de poner fin al beso.
Perdió la perspectiva por completo; se olvidó de los invitados que los miraban y del sacerdote. Sean centró toda su atención en la dulzura de su boca, en el modo en que sus labios se separaron tímidamente y el gemido delicado que escapó de su garganta cuando sus lenguas se enlazaron. No pudo decir cuánto duró, sólo que cuando por fin se apartó, los invitados rompieron a aplaudir.