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– ¡Vengacá, Victorino!-

Facundo Gutiérrez lo está esperando, robot de premeditación y castigo, con la hebilla de la correa anudada a la mano derecha, es una correa ancha y sombría, sacada del cuero de una bestia peluda, váquiro o quizás demonio en cuatro patas. Intentar la huida, sacar lances toreros a los cintarazos, son artimañas contraproducentes, lo sabe. Lo más sensato es encajar las mandíbulas entre los hombros como los boxeadores, como Ramoncito Arias; protegerse la paloma y las bolas con ambas manos para librarse de un mal golpe; ofrecer hombros, brazos, piernas, nalgas, lo secundario, al encuentro del látigo. También es aconsejable alargar el calderón de los quejidos, elevar el diapasón a sus vibraciones más altas, se alarma el vecindario, ¡A ese muchacho lo están matando!, se cohibe el verdugo. Esta vez Victorino ha preferido guapear, pujar el sufrimiento sin llorarlo a gritos, para que no se entere Carmen Eugenia de su humillación, ella está en la pieza de al lado, canturreando un bolero y planchando una camisa.

Facundo Gutiérrez no es un fustigador silencioso sino un caifas vociferante, acompaña sus correazos con sermones malignos, injurias personales y siniestras amenazas:

¡Mojón, malagradecido! Te voy a dejar lisiado, ¡esputo de tísico!

Le ha sacudido mayor número de golpes que nunca, el alcohol lo enardece como pinchazo de avispa, sabe Dios cuándo interviene Mamá, suplica que ya es bastante, Facundo Gutiérrez alucinado no la escucha, Mamá se ve obligada a enfrentársele físicamente, lo llama Herodes, le sujeta los brazos para impedir la prolongación del vapuleo, ¡Lo vas a matar!, Victorino huye en carrera.

Ha venido a llorar al corral más lejano, donde nadie lo vea ni lo compadezca. Se ha sepultado de espaldas entre la V de dos peñascos que se abre al pie de un cují corcovado. De los lavaderos desciende una melaza jabonosa, zumo de trapos sucios y peroles grasientos. Facundo Gutiérrez es su padre, no lo niega, pero lo odia con todas las púas de su corazón de negrito rencoroso, no existe debajo de sus costillas otro martilleo tan recio, ni el amor a Mamá, ni el deseo de ver desnuda a Carmen Eugenia, como su odio a Facundo Gutiérrez. En el dorso del terraplén yergue sus líneas, con donaire engreído de ánfora helénica, una bacinilla desfondada, el desgarrón le ha tallado en el peltre una corola de camelia enmohecida. Lo odiaría igual si jamás me hubiera puesto la mano encima. De la hojarasca terrosa que limita con el corral vecino surge una gallinita blanca con una lombriz en el pico, ¿por dónde andará el gallo pataruco de la gorda que recauda los alquileres?, la aplastaría nupcialmente bajo su poderosa pechuga, le daría lo suyo entre una tolvanera de plumas y espeluznos. Facundo Gutiérrez se levantó de la mesa, estaban comiendo, y cacheteó a Mamá en presencia de Victorino, sí señor, en su presencia. Ahora desfilan Carmen Eugenia y su embrujo frente a sus ojos nublados, ella bambolea las caderas para mortificarlo, entra sonriendo sigilosamente al cuarto de la letrina, y él (decepcionado de la vida) violenta su inventiva para imaginarla sentada en la poceta ruin, las pantaletas caídas a media canilla, visión que cura el enamoramiento. Facundo Gutiérrez se paró de la mesa vuelto una fiera, y le dio a Mamá una trompada en mi presencia, sí señor, en mi presencia, juro que.

A ras de tierra irrumpe en el corral un graznido patizambo y verde. Como lo sabe apaleado y doliente, el loro ha descendido del alambre en misión de consuelo. Se detiene familiarmente a la vista del niño abatido, le grita las únicas palabras que puede gritar:

¡Adiós, hijoeputa!

Victorino olvida la amistad que los une, olvida que el animal repite una laboriosa enseñanza suya, olvida todo el pasado afectivo, le arroja una pedrada frenética. De haber dado en el blanco, lo acompañaría hasta la hora de su muerte el espectro emplumado del más inicuo de los crímenes.

Victorino Peralta

Es esta, ¿quién lo discute?, una maquinaria celestial, el carromato de Neptuno, y es éste, ¿quién se atreve a dudarlo?, el día más feliz en la vida de Victorino, el único día de su vida que ha merecido el infeliz epíteto de feliz. Lo ha detenido suavemente, a cincuenta metros de la casa de Ramuncho, en un callejón sin portales, contempla a sus anchas los pormenores del tablero, como un recién casado examina avaramente los pezones y el ombligo y el pubis de su novia tras haberla despojado de los velos y corpinos que ocultaban tales santuarios. Botones, palancas, suiches, agujas sensitivas, anillos de metal, órbitas de vidrio, establecen sobre la madera una ordenación nunca igualable por la más armoniosa obra de arte. 1) Mecanisno que registra la temperatura del agua. 2) Amperímetro. 3) Contador de revoluciones. 4) Graduador de la intensidad de las luces. Ningún miembro de la familia creyó en serio que su padre, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, descendería a la descabellada debilidad de comprarle a Victorino el Maserati que venía mendigando, otras veces reclamando, desde hace catorce meses, ninguno lo creyó, no obstante que Victorino ponía en juego con taimada diplomacia todos sus aceitados resortes de seducción, sus mañas y prerrogativas de primogénito, sus derechos de único hijo varón con tres hermanitas anodinas y enfermizas. 5) Cilindro que regula el aire del carburador. 6) Manecilla que señala el nivel de la gasolina. 7) Tentáculo que hace parpadear los faros. 8) Clavija que deja en libertad la tapa del motor. No entraba dentro de la lógica, al menos dentro de la lógica de los cuerdos, que su padre, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, cediera ante las ambiciosas

instancias de Victorino, no precisamente en virtud del costo del Maserati (el ingeniero no se encomienda a Dios ni al diablo cuando se trata de echar por la ventana su parte de la inagotable, de la siempre en proceso de mayor valía herencia que dejó a sus hijos don Argimiro Peralta Dahomey, latifundista por los Peraltas y rentista por los Dahomey, haciendas improductivas que se convirtieron en urbanizaciones de a trescientos bolívares el metro cuadrado, corralones de chivos donde brotaron edificios de veinte pisos, acciones de compañías anónimas que cada año acrecientan su valor, el rey Midas al lado del abuelo de Victorino era un rudimentario alquimista). 9) Llave para poner en movimiento el abanico del parabrisas. 10) Cuentakilómetros parcial. 11) Botón para elevar la antena de la radio.12) Manivela para abrir los postigos que airean los pies del conductor. Al padre de Victorino, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, no lo cohibía la firma de un cheque más sino las presumibles intromisiones de sus compañeros de bridge: "Estás loco de remate, Argimiro, solamente a un hombre que ha perdido la razón puede ocurrírsele el disparate de regalarle un Maserati a un muchacho que no ha cumplido todavía dieciocho años, dos trenes". 13) Encendido de la calefacción (si calefacción se necesitara en el bochorno del trópico). 14) Palanca del freno de mano. 15) El boliche de mango rojo que está a mi derecha es el cambio de velocidades. 16) Reloj infaliblemente suizo. 17) Radio poderosamente alemana, sintoniza las estaciones más fenomenales, Aquí Wollongong, ¿donde quedará esa vaina? 18) Fastuoso rectángulo de una guantera con pretensiones de cofre para guardar diamantes. La circunstancia decisiva en el triunfo de Victorino fue el invalorable refuerzo de Mami, Mami que se había mantenido neutral dijo inesperadamente detrás de su té con limón: "¿Por qué no complaces a Victorino y le compras el Maserati como regalo de cumpleaños, Argimiro?" Gris claro metálico como yo lo deseaba, capaz de llegar (el 220 está estampado en números indiscutibles, a la derecha del registro de velocidades, en el ángulo derecho), capaz de llegar a 220 kilómetros por hora, ¿qué me van a tirar, puretos de mierda? Mami estuvo exquisita esta mañana, entró en el cuarto de Victorino envuelta en la más vaporosa de sus batas de encaje, lo besó en la frente para inaugurar el aniversario y dijo al desgaire, como si hablara de un asunto triviaclass="underline" "Asómate a la ventana y verás el regalo de cumpleaños que te encargó tu padre". Y aunque Victorino sabía ya de qué se trataba (Johnny, el chofer trinitario no tuvo entereza para guardar el secreto), rugió de

felicidad cuando lo divisó, gris claro metálico como él lo fantaseaba, al pie de los chaguaramos del pórtico.

No podía ser otro sino Ramuncho corazón de tigre, pana inseparable de Victorino, el primero en pasear a su lado en el Maserati, orgullo de la industria automovilística italiana, corona roja de tres puntas en campo gris, único ejemplar existente en la Gran Colombia. Ramuncho se desplomó atónito sobre el asiento de piel azul, masticando como chicle obtusas palabras (¡Coño, vale, parece un sueño de James Bond, un sostén de Brígitte Bardot, la morronga de Supermán, una cápsula espacial con la bragueta abierta!) y luego se consagró a escrutar el tablero con reverencias de monaguillo. El Maserati avanza por las avenidas en la cadencia eclesiástica de su mínima velocidad, cruza las esquinas en pomposa andadura de elefante faraónico, atraviesa triunfalmente el asombro de las muchachas en flor, una carcajada de Victorino estría la solemnidad de la ceremonia. Ramuncho, su risa triturada de saxofón, desafina un acompañamiento.