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– ¡Qué cara puso el pobre matusa!-

La hazaña que celebran sucedió anoche, joda privada de despedida a los diecisiete años de Victorino que concluían en la madrugada. A Victorino le encorajina el alma oír hablar del miedo (en el colegio pretendieron infructuosamente hacerle leer un libro abyecto donde, según adelantó la profesora, el invencible Héctor prefiere huir como un venado antes que enfrentarse a la lanza de Aquiles) como de un estado de ánimo llevadero, como de una enfermedad corriente y curable. Cuando el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, su padre, se siente Bertrand Russell de sobremesa, sostiene ante la familia deslumbrada que el miedo es la fuente primordial de todas las religiones (el creador de Dios, nada menos), la energía motriz de la historia y sus rueditas, la pasión alentadora de los experimentos científicos, el tuétano de la pintura abstracta. Victorino, por su parte, jamás ha sentido en su interior ese derrumbamiento correoso que llaman miedo, ni está dispuesto a sentirlo mientras viva. Lo acosaba, eso sí, la curiosidad de contemplarlo como en el lente de un microscopio, estancado en una superlativa palidez, o en el azogar de unos ojos, convulso en el escalofrío de una voluntad.

Ramuncho lo ha traído a horcajadas en la parrilla de su motocicleta, hasta esta avenida solitaria cuya única luz es la mirada esclerótica de una bombilla pública. Un viejo noctámbulo avanza erguido hacia ellos. No está borracho, opina Ramuncho, se retrasó quizás en una partida de poker, esta no es hora de regresar a sus casas los padres de familia. Justamente cuando su silueta adquiere rasgos en el cono lechoso que mana de la bombilla (de otro modo la oscuridad les impediría saborear a plenitud el espectáculo) Victorino irrumpe de las sombras y le apoya la pistola en el pecho, una Colt virgo de alta potencia que ronroneaba su hastío engavetada en el escritorio de su padre.

– ¡Este es un atraco, arriba las manos!-

Detrás de la media negra de mujer que le cubre el rostro, con dos agujeros por ojetes, Victorino atisba la desintegración de aquel pajarraco, una trepidación de mazmorra zangolotea los pellejos, comienza a lloriquear sin darse cuenta, no encuentra en ningún recoveco de su organismo el pequeño impulso necesario para levantar las manos, se ha orinado los pantalones.

– ¡Arriba las manos, viejo pendejo, o te metemos dos balazos!- dice Ramuncho despiadado desde la penumbra.

El temblequeo del anciano repercute en el estómago de Victorino, lo pone en los límites del vómito, le asaltan ganas de escupirlo, de patearle el trasero cuando el hombre suplica: -"Por favor, señores, no me maten, tengo cinco hijos y dos nietecitos, no me maten".- El miedo frente a frente no valía la pena mirarlo.

El botín se reduce a una roñosa billetera descosida por el sudor y el roce de los bolsillos. Contiene una fotografía ramplona, tamaño postal, de una familia paliducha en trajes domingueros, y dos desvaídos billetes de a veinte. Victorino cede gustosamente el dinero a Ramuncho, arroja la billetera vacía a la maraña de un matorral, se guarda la fotografía como souvenir.

– ¡Qué cara puso!-

El Maserati avanza majestuoso por entre una doble hilera de jabillos, la risa de Ramuncho se extingue en una estridencia agria de saxofones, "ese toro enamorado de la luna", canta la radio.

El juego consiste en permanecer ausente de este mundo el mayor tiempo soportable. Victorino se ve obligado a practicarlo sin compañía, ningún otro niño del barrio, y menos aún los angelotes estrábicos del colegio de monjas, osarían competir con él en esa prolongada sepultura bajo lápidas de frescores azules, en ese sometimiento de la respiración a la batuta de un mandato inquebrantable, en ese ir y venir olvidado de la tierra como los peces, en ese abrir los ojos para enfrentarse impávido a los sables del agua. La cabeza emerge inesperadamente al pie del trampolín, los mechones rubios se le estampillan a la frente, las córneas vibran enrojecidas por el voluntarioso desafío.

Johnny, el chofer trinitario, ha hecho guardia perrunamente al borde de la piscina, no para prestarle ayuda de emergencia a quien no la quiere ni la aceptaría, sino para transmitir una orden que lo ha acompañado escaleras abajo:

– Victorino, dice la señora que-

– Ya sabe lo que dice Mami.- Que hoy es el santo de Gladys (no cree Victorino que haya existido santa ninguna con ese nombre de puta inglesa, pero hay que celebrarle su fiesta a la hermana de todas maneras) que hoy es el santo de Gladys y no debe olvidarlo. Después de Gladys nació Betty, y por último Margaret, y a Victorino, el primogénito, de no ser por la incontrovertible opinión de la abuela (doña Adelaida había hecho formales promesas a un mártir que aparecía en el calendario) le habrían puesto Richard, Ricky, una ignominia. Gladys, Betty, Margaret, son tres libélulas espolvoreadas de azúcar, envueltas en velos y cintajos azules, otras tardes son rosados o amarillos, que desgranan todo el arco iris de los llantos, desde que Dios amanece hasta que las acuestan entre polichinelas y sollozos.

Hoy es el santo de Gladys, ya has pasado más de una hora en la piscina, te vas a resfriar, es tiempo de vestirse para. Una pegajosa tarde de aburrimiento y pendejadas gravita sobre la cabeza de Victorino. Llegarán en tropel las amiguitas de Gladys, zapatitos de tiza, culitos de muselina, acompañadas de nodrizas negras con delantales impolutos que las traen de la mano, nodrizas negras suspirando por bomberos y medias de seda. Vendrá inevitablemente Lucy, le dedicará sus atisbos melancólicos de becerra destetada, le rociará promesas desde el pedestal de su ternura, hasta que él se acerque a llevarle un helado y ella le diga Muchas gracias Victorino, con un dejo empalagoso de te quiero mucho me muero por ti. Una fiesta ridícula, postiza e inaguantable como las óperas italianas o como los animales afeminados de Walt Disney.

También vendrán personas mayores, las amigas de Mami nimbadas de perfumes franceses y efluvios de novelas a medio digerir.

Las amigas de Mami se comunican a través de una jerga entrecortada, impromtu de claves, símbolos y alusiones: «¿Desde cuándo no la ven?, dice una; Muérete que me dijeron, dice la segunda; La otra tarde, dice la tercera; La familia, la ascendencia, dice la cuarta; Y la descendencia, dice la quinta; De espanto, sí señor, de espanto, dice la sexta; Honi soit qui mal y pense, dice la séptima, educada en Londres; La otra tarde los vi desde lejos en el supermercado me puse a preguntar por el precio del fuagrá que estaba marcado claramente en la latica ella se acercó a saludarme era un lunes creo que era lunes, sí era lunes, porque Alfredo había salido de mal humor para la oficina lo peor era que llovía a cántaros, dice la octava, una octava en contrapunto politonal al pizzicato; ¿No les apetece un martini seco?, dice Mami.

No es posible aguantar la tarde entera al relente de miradas almibaradas de Lucy, estalactitas de caramelo le cuelgan a Victorino de la frente, se siente convertido en torta Saint Honoré. Como primera manifestación de antagonismo, Victorino se orina en la gran fuente de tisana, una ponchera de plata mexicana en cuyas ondas de oro (la contribución salina de sus riñones ha mejorado evidentemente el gustillo del menjurje, las niñas repiten con frecuencia, lo paladean extasiadas, Está soñado) navegan cubitos de pina, gajos de naranjas, fresas de Galipán. Como segunda jugada de repulsa se dio maña para introducir un par de sapos vivos en los carrieles charolados de Asunción y Caridad, dos de las negras niñeras endomingadas, chillarán a lo africano cuando los verrugosos salten en recuperación de su libertad. Pero se fastidia y deambula insatisfecho, desfigurado por la chaqueta de terciopelo amaranto que le ha puesto Mami, indumentaria indigna de un futuro cosmonauta.

Se encienden las luces, Victorino se refugia entre los mangos y limoneros del patio, el contacto con la naturaleza lo ayuda a elaborar un plan de verdadera trascendencia. La ventana que da al cuarto de los regalos se ofrece a su vista, arrebujada en los pliegues de una cortina. Una mano, la suya, entrará en la casa y regará con gasolina el sofá llovido del cielo que en la vecindad de la cortina acuna sus almohadones. Luego esa misma mano, la suya, trepada al naranjo que arrima sus ramas a los muros, arrojará un fósforo encendido por entre los barrotes de la ventana, el fuego es el principio explicativo de Heráclito, llamaradas danzarinas recorrerán la superficie del sofá, el fuego es el símbolo del Espíritu Santo, chispas voraces saltarán hasta el mantel de los regalos, yesca reseca será el papel florido de los envoltorios.