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Emplazaron escalonadamente los cartuchos, guiados por la aguja de sus agravios, de sus aborrecimientos. Uno quedó tras la puerta batiente de la cocina, humillado por el tufo abyecto de los pellejos de los frijoles agusanados. Otro se arrebuja entre los encajes del altar mayor, disimulado bajo un libraco cómplice del padre Pelayo, cómplice de su misa forzosa que encallece las rodillas de los alumnos y satura sus conciencias de dudas y divagaciones sacrilegas, no hay fe que resista tanta rezadera, padre Pelayo. La tercera bomba aguarda su momento escondida en el aula donde el bachiller Arismendi explica con pérfido cinismo las prerrogativas constitucionales de los ciudadanos bajo los regímenes democráticos. Y la última, la de mayor tamaño y poderío, la más esmerada y cariñosamente elaborada, esa madura sus intenciones bajo la silla cuasi gestatoria del Director, el Director no estará sentado ahí en la aurora libertaria de la explosión, ya lo saben, pero la voladura del solio vacío será una ceremonia de edificante simbolismo ético, ¿verdad Rojita?

El estallido superó sus más destructivas esperanzas. Eran las seis de una timorata tarde de octubre, los internos paseaban en ida y vuelta los corredores, concluidas las clases, a dos dedos del campanazo de la cena. Rojita y Victorino desaparecieron sigilosamente, se plegaron fantasmales a las paredes, rumbo a sus respectivas mechas, Rojita encendió las dos suyas en el norte, Victorino arrimó la luz de una cerilla a las otras dos en el sur, desanduvieron la ruta hasta reencontrarse en el tramo inicial del corredor, se reintegraron sin afectación a las conversaciones y disputas, Como te venía diciendo, Lo que no acepto es el fusilamiento de Piar, fueron alígeros y sincrónicos, nadie se dio cuenta de la correría. El primer reventón resonó en la cocina, su resoplido de volcán aventó las puertas de tela metálica, orquestó una erupción en fugato politonal de cacerolas y platos de peltre, la visión chamuscada del cocinero brotó de los escombros enmarcada por llamas y alaridos. A renglón seguido se escuchó el estruendo recóndito que desintegró el interior de la capilla, Se jodio la Virgen del Carmen, gritó Villegota. Rojita y Victorino vivieron unos cuantos segundos patéticos en la rígida espera del tercer zambombazo, les volvió el alma al cuerpo cuando su arrebato desencuadernó las puertas de la Dirección, hizo caer de espaldas a dos alumnos raquíticos de segundo grado, no dejó utilizable ni una astilla de la silla del tirano. Que la bomba destinada a los dominios del bachiller Arismendi no llegara a estallar, achaquémoslo a las fallas en su elaboración, o a imperfecciones en el acoplamiento de la mecha, ese fue un contratiempo secundario que no alcanzó a marchitar los laureles de la proeza nihilista, ¿verdad Rojita?

A Rojita le dio pánico, y a Victorino también, cuando aún la conjura no había salido de sus preparativos verbales. Fue una verdadera lástima, ahora lo lamenta Victorino bajo la cuchilla y el silencio de la madrugada. Jamás fueron más allá de copiar la fórmula de la dinamita y de mirar enamoradamente hacia las probetas transparentes cuyas curvas azules les coqueteaban desde las vitrinas de la farmacia. Ninguna divinidad adversa podrá impedir, en cambio, la muerte de Victorino bajo la campana, una abolición que lo libere, en primer término, de la comida que en este chiquero sirven bajo la imposición disciplinaria de comérsela, La sopa es obligatoria, Perdomo, tómese la sopa. ¿En qué mercado de escarnios encuentra el cocinero, lo de cocinero es un decir, esos pellejos briznosos, esos frijoles habitados, esas arepas correosas?, piensa. Madre manipula sus sartenes, de pie frente a la cocina de gas, de espalda a los manteles inmaculados donde Victorino se acoda con un cubierto empuñado en cada mano. Madre ha seleccionado para el almuerzo un trozo de cerdo jugoso y gordo, Victorino oye crepitar la deliciosa tocatina, un allegreto de cebollas fritas se despliega en volutas hasta el sensible corazón de uno. Se acerca Madre con la chuleta dorada establecida en el centro de una gran bandeja blanca, custodian su fragancia un escuadrón de papas fritas y una pareja pretoriana de pimentones sanguíneos. En ese instante conmovedor tañen, doblan sobre el duelo de Victorino, los tres campanazos que convocan al simulacro de desayuno. Qué difícil es morirse, piensa.

Victorino Pérez

Victorino abrió la puerta de un puntapié y se fue hundiendo gradualmente en su desgracia. El primer infortunio, la blusa machucada sobre el asiento de la silla, las faldas barriendo el suelo como bandera en derrota, el primer infortunio fue un vestido rojo de mostacillas que Blanquita no descolgaba desde hacía mucho tiempo, Victorino llegó a pensar que lo había empeñado, lo había vendido, lo había regalado en el vecindario. Su segunda fatalidad fue desviar el rostro demudado hacia la cama.

La cabeza de Blanquita destrenzaba guirnaldas de vaselina y pachulí sobre la almohada, por toda vestimenta la cubría un túnico sumario que concluía bastante más arriba de las rodillas y dejaba entrever la pelambrera del sexo. Al lado de la cabeza de Blanquita se erguían en ángulo agudo unos pies de hombre envainados en calcetines blancos. El sujeto estaba tendido en dirección contraria a la ritual, no le tapaba el cuero otra cosa sino aquellos calcetines de primera comunión y unos calzoncillos jockey pernicortísimos.

Victorino reconoció sobre la marcha a un mestizo a quien apodaban el Maracuchito, no se le sabía oficio, porque ni ladrón era. El Maracuchito malbarataba noches de sábados recostado al mostrador de El Edén, su indolencia goajira dejaba entibiar la cerveza en el vaso, ninguna música lo indujo a la tentación del baile, veía pasar con pinta de chulo avezado y tolerante a las ficheras que cruzaban apremiadas hacia el baño, Crisanto Guánchez aseguraba que era un sapo a sueldo, que suministraba informaciones a la policía, pero jamás pudieron comprobarse esas acusaciones, Crisanto Guánchez no creía en nadie.

El Maracuchito también lo reconoció a él, un maretazo de sangre en las fosas nasales le advirtió bruscamente al Maracuchito el funesto atolladero en que se había metido. Aquel semblante indignado que adquirió cuando alguien tocó perentoriamente la puerta, transformóse en rebrillar de rata acorralada, en esfuerzo por anular un pánico que le sería mortal si llegaba a agarrotarle los pasos. Había vislumbrado la intención de los dedos de Victorino al deslizarse crispados hacia el bolsillo del pantalón, había visto blanquear la cacha de la navaja en la semipenumbra, había escuchado el clic premonitorio de la hoja al abrirse. Intuyó que su única, aventurada, riesgosa, pero única escapatoria estaba en la luz de la puerta, no obstante la mano armada de Victorino que le bloqueaba el camino. Su instinto de conservación, o su lógica indígena que filtraba en goterones, le indicaban que el peligro mayor residía en la permanencia expectante dentro del cuarto, a Victorino le crecería la ferocidad a medida que se prolongara el testimonio del agravio, a Victorino se le endurecería el aplomo a medida que amainara su sorpresa, paralizarse acurrucado en la oscuridad era resignarse a morir degollado como un marrano. El Maracuchito se escabulló de la cama en calzoncillos jockey y calcetines blancos, resbalaba estampillado a la pared, trataba de acortar palmo a palmo los dos metros malsanos que lo separaban de la puerta. Avanzaba con los ojos clavados en el puño negro que apretaba la navaja y, cuando ese puño se adelantó relampagueante, el Maracuchito retrocedió en retorcido repliegue de látigo o de llama, el filo heridor cortó el aire a milímetros de su ombligo. Del intestino le brotó una voz miserable:

¿Me vas a matar por una fichera, mi hermano, por una puta vulgar? dijo un renacuajo baboso y pálido, adherido a la madera rosada de un aguamanil.

Y por haber dicho esa vaina no lo maté, Blanquita, a él no le faltaba razón cuando alegaba que tú no eras sino una fichera, una puta vulgar aunque para mí eres mi mujer, pero ese sentimiento mío no tenía él por qué conocerlo, por haber dicho esa vaina Blanquita, en vez de clavarlo sobre las tablas del aguamanil, le grité: ¡Coje tus pantalones y vete corriendo, coñoemadre!, y él no se lo hizo repetir dos veces, brincó como gavilán sobre la silla, engarzó los pantalones y la camisa de un manotón, desapareció pata en el suelo, a los zapatos ni adiós les dijo, desapareció por la puerta del cuarto, por las escaleras, por el portón del hotel, no lo paraba nadie hasta los cerros del Guarataro.