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Victorino le puso entonces atención a tus quejidos, Blanquita, un chorrito que parecía nacer bajo los ladrillos del piso:

No me vayas a matar mi amor te juro que no hice nada malo te lo juro por mi madre yo sé que no me vas a creer me emborraché anoche en El Edén para acordarme de ti me emborraché completamente tú sabes mi amor que me da mucho miedo dormir sola cuando tengo tragos en la cabeza me parece que me van a salir los muertos entonces le dije al Maracuchito que me trajera a este hotel y él se quedó a dormir conmigo era muy tarde yo con los pies para abajo y él con los pies para arriba yo sé que tú no me vas a creer mi amor no hicimos nada malo te lo juro por mi madre que está muerta no me vayas a matar.

Se equivocaba Blanquita. Victorino nunca había pensado matarla sino dibujarle un par de navajazos que le dejaran en el cuerpo la rúbrica eterna de la jugada que le había hecho mientras él estaba preso. Le rebanaría del primer viaje una tajada del seno que se le asomaba por la sobaquera del túnico, un seno de tembloroso pezón endrino, se fue acercando poquito a poco al revoltillo de sábanas donde ella moqueaba, la epidermis de Blanquita olisqueó el descenso silbante del hierro, se escurrió como anguila hacia la pared, apenas pudo arañarle la teta, un arañazo que le sacó sangre, es verdad, pero tan superficial que ni marca le dejaría.

Así quedó, encallejonada entre la navaja de Victorino y la pared, de espaldas y desguarnecida, lagrimeando todavía palabras inútiles, No he hecho nada malo, No me mates mi amor, y el túnico se le había arremangado por encima de las caderas, y sus nalgas mulatas lo instigaban, dos tinajas desnudas y frescas sus nalgas mulatas, y decidió en justicia cortarle el culo de banda a banda, y esa vez no podía fallar, y no falló, formó una cruz perfecta con la rajadura natural y el rejonazo de la navaja. Blanquita no pudo contener un grito de loca, se arrepintió en seguida de haber gritado, los asuntos de ellos no debían trascender de las cuatro paredes del cuarto, hasta ese momento había jipeado y suplicado en voz baja, el arreglo de cuentas era asunto de ellos dos y de más nadie, ¿Me quieres matar, mi amor?

La cortada de las nalgas no se quedó en rasguño como la otra sino se hundió en un surco largo y profundo de carnicero. Allá adentro palpitaban tejidos de un hermoso color dorado. La sangre escandalosa embanderaba las sábanas y ennegrecía rosetones en el colchón, una gotita de tinajero empezó a picotear sobre los ladrillos. Las manos de Blanquita lograron capturar la muñeca derecha de Victorino, la de la navaja, y se abrazaba a él sacudida por las cinco palabras que repetía como un viejo fonógrafo, No me mates mi amor, No me mates mi amor, No me mates mi amor hasta que Victorino se bebió la sal de tus ojos sin darse cuenta, él nunca ha querido a nadie como te quiere a ti, Blanquita, por quererte tanto perdió la cabeza cuando te halló acostada con otro hombre, y por quererte tanto le duele en el corazón esa herida espantosa que te cala las nalgas, y tu sangre es un trapo que borra todo lo que hiciste, y te besa la boca que todavía sabe a menta y a tabaco, y llora como un pendejo junto contigo.

El italiano escenifica a Sparafucile al pie de la escalera, bajo de ópera rígido entre las bambalinas cochambrosas del corredor, Victorino desciende penosamente los peldaños, el pie lujado no ha dejado de dolerle, la mujer herida baja apoyada en sus hombros.

Per la Madonna! Che hai fatto?

El perfil del italiano se ha vuelto mascarón de proa, madero absorto ante la huella roja que los talones de Blanquita empozan en su recorrido.

Carogna, che non sei altro!

Victorino la encamina con esmerada dulzura hacia el zaguán, la deja recostada al marco del portón como un objeto, dos transeúntes la observan al pasar sin discernir si es mujer baldada o maniquí mortuorio, los gestos desmesurados de Victorino detienen un taxi.

¡Llévatela al puesto de socorro que tiene una hemorragia, maestro!

El chofer le conoció en los ojos que no era una simple hemorragia sino una puñalada, por las dudas lo ayudó a tenderla en los asientos traseros, Blanquita estaba tan pálida que ni hablar podía, ni para quejarse tenía aliento, ni para la despedida sacó ánimos, Victorino le entregó al chofer la moneda que le había prestado el motociclista y le repitió apremiante:

¡Llévala al puesto de socorro rápido, maestro!

El hombre le disparó una mirada rencorosa antes de arrancar, se leía en el aire lo que estaba pensando. Amanecí salado, esa mujer me va a manchar de sangre los asientos, ya me los manchó, si la policía se entera, se va a enterar, me voy a ver metido en un lío de interrogatorios y citaciones, pero arrancó de todas m.meras, el carro dobló la esquina con Blanquita adentro, Victorino se quedó sembrado en medio de la calle, se le olvidó que la sangre le empapaba los pantalones, se sentía abandonado como un caballo muerto, Blanquita, te quiero mucho, ¿qué necesidad tenías de echarme esta vaina?

¿Te acuerdas de don Santiago? dice sorpresivamente Victorino por decir algo, pretende liquidar un silencio que ha adquirido peso y dureza de mineral, quisiera arrojar un puñado de ceniza sobre la luz envenenada que burbujea en la mirada de Crisanto Guánchez. Salmodian los gallos sus primeros cantos en la ventana abierta que da al barranco.

¿Te acuerdas de don Santiago?

Crisanto Guánchez se acuerda con nitidez de don Santiago pero no responde, como no respondería a ninguna otra pregunta. Don Santiago era un gallego afable y servicial, aguantador discreto como no hay otro, que ellos frecuentaban al iniciarse en las raterías. Victorino consintió en robar pequeñas cosas, no por vocación precisamente, ni porque le interesase su pertenencia, sino como un modo de hacerse digno de la estima de su nuevo amigo Crisanto Guánchez, garafaldo pirao de la isla de Tacarigua. Por ejemplo, el azar estacionaba una bicicleta colorada al costado de una calle medio desierta, ¿dónde diablos se habrá metido el propietario legítimo?, era sencillo echarle la pierna encima y alejarse cemento abajo con la mayor naturalidad. Al taller de don Santiago se entraba por un húmedo zaguán destechado, ruedas oxidadas y tuberías inconexas se recostaban a las paredes musgosas, había que atravesar dos puertas y zigzaguear un laberinto de metales ociosos antes de llegar a la pajarera donde don Santiago trabajaba con gallega tenacidad, sus alicates y martillos no conocían de domingos ni de días feriados, enaltecido por sus proceros bigotes blancos y por sus anteojos trepados a la frente, ¿quién se atrevía a sospechar que no se hallaba ante el más honorable de los ancianos? Uno comparecía a su presencia con la bicicleta en la mano, fingiendo los afanes de quien solicita la reparación de una pieza maltrecha, don Santiago justipreciaba la pata de goma al primer vistazo, ¡Te doy veinte bolívares por ella!, uno discutía que se trataba de una Raleigh casi nueva, don Santiago mejoraba la oferta si estaba de buen humor, uno salía por el zaguán sin bicicleta y silbando un porro barranquillero, Se va el caimán. De limarle las señales distintivas, de pintarla de un color menos escandaloso, de desfigurarla y revenderla quién sabe por cuánto, de tales pormenores se encargaría don Santiago, para eso cultivaba influyentes relaciones y disfrutaba del respeto público.

¿Te acuerdas de la americana de Bellomonte? Victorino recurre a una evocación que en toda otra ocurrencia, incluso cuando mal durmieron una semana presos en el retén Planchart, ha tenido la virtud de hacer sonreír a Crisanto Guánchez. Esta vez no sonríe sino permanece mirando el techo con tozudez de cadáver. Un murciélago desprovisto de su noche embiste contra las paredes recién clareadas.

Para la época de lo sucedido con la americana de Bellomonte ya no eran unos indios despojadores de bicicletas, no señor, para esa época no muy remota se habían especializado en el arrebatamiento de carteras femeninas. Justamente don Santiago les dispensó la confianza de fiarles una motocicleta legal, pagadera en futuras mercancías ilegales. Victorino conducía la moto en pos de la mujer y su cartera, Crisanto Guánchez iba encaramado a la parrilla trasera del vehículo, se apareaban a la perseguida en un tramo de poco tránsito, era más bien zarpazo de jaguar el manotón que dejaba a la mujer sin cartera, Crisanto Guánchez y el botín corrían a reencontrar la moto de Victorino diez metros más allá, Victorino aceleraba la marcha, una ruidosa humareda encapotaba los gritos de la víctima, daba risa el estupor de los escasos testigos.

La americana salió de un banco de Bellomonte con ese aire de supremacía que desparraman las mujeres solteras cuando han cobrado un cheque substancioso. Era una manzanota rubia y marcial, entrevista en las pantallas de televisión al frente de los bomberos neoyorquinos o del carnaval de Nueva Orleans. Victorino disfrutaba del seguimiento, porque la americana se gastaba unas nalgas merecedoras del Premio Nobel y de la legión de honor. Acontecimiento inusitado fue que el lamparazo de Crisanto Guánchez no lograra desprenderle la cartera o el brazo, la americana era campeona de tenis o de algo más hombruno, Crisanto Guánchez se vio precisado a colgarse del objetivo y arrearle a la aguerrida dama una patada de tal tonelaje que la obligó a soltar simultáneamente cartera y llanto, quedó gritando en correcto inglés, Pólice!, Pólice!, como si estuviera en Picadilly Circus. Y si regocijada fue la escena del atraco, aún más risueño fue el desenlace: abrir el cuero en una curva del ferrocarril de Palo Grande, enfrentarse al soplo perfumado de una suma jamás soñada, en papiros de quinientos bolívares rozagantes y recién firmados, qué mantequilla. Compraron trajes elegantes de casimir inglés, se codearon con militares y abogados en los cabarets, Victorino vio a Blanquita por primera vez en El Edén, más vale que no, Crisanto Guánchez se enamoró de una catira cucuteña que le contagió apasionadamente su blenorragia.