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Las caderas de Malvina se adaptan al ritmo de Victorino, la cadencia los lleva por encrespados mares de agua miel, ella le clava las uñas dementes en la espalda, arrulla como paloma versos que no ha pensado, sacude sus pétalos mojados contra los huesos combatientes de Victorino, él se quema en, dame tu boca amor que la he perdido, muere conmigo amor que ya estoy ciego.

Ahora se enfrenta al trance irrespetuoso de pasarle por delante, con los pantalones evidentemente empegostados, al retrato de su tío Jacinto Eulogio, ¡adelante Victorino!, él estará sumido en los tremedales del Derecho Canónico, o se hará el desentendido, si Dios quiere.

ni cuando invitaron a pasear en sus pintorreados automóviles a tres maricones callejeros, la más loca del trío solfeó en aceptación arrumacos inadmisibles, "gracias, colegas de la jailaif, hermanas nuestras!", los tres maricones se pavoneaban bajo las arcadas desprestigiadas del Centro Simón Bolívar, era medianoche, los acarrearon hasta el hoyo 18 del club Valle Arriba, allí los dejaron en cueros a merced de una llovizna banderillera de frío y humillaciones, cruzados a correazos los culitos contranaturales, embadurnadas de pintura negra las barriguitas rastreras;

ni cuando despeñaron a empujones desde el repecho de la avenida hasta las profundidades de la piscina (al día siguiente hubo necesidad de utilizar una grúa portuaria para restituirlo a la superficie) el Rolls Royce majestuoso del doctor Echenagucia, sanción merecida a la nociva pedantería del millonario, los llamaba vandálicos adolescentes inadaptados, en sus intermedios de brid

ge, los llamaba bandas delictivas de la clase alta y otras bolserías por el estilo;

ni cuando trasegaron el contenido de doce latas de asbestina roja al tanque corporativo que suministra agua al Country, los tubos de todas las quintas comenzaron a desembuchar un líquido sanguinolento, ellos mismos se encargaron de propalar que el agua había sido envenenada rencorosamente por los extremistas, y nadie se atrevió a bebería, ni a bañarse, ni a usar el bidet durante varios días;

ni cuando irrumpieron a lo pirata en un banquete solemne de la aristocracia judía, los rabinos llegaban de la sinagoga, llegaban enlevitados y quejumbrosos a presidir una de sus comilonas ancestrales, ellos salieron disparados hacia la calle con la punta del mantel entre las manos, rodaron por tierra las ánforas samaritanas, el pan ácimo, el huevo quemado, la raíz amarga, el cuello de pollo, las tortas de nueces, todo rodó por tierra junto con las amenazas más perversas de Ezequiel y Jeremías;

ni cuando brindaron hospitalidad prometedora en sus vehículos a dos laboriosas caminadoras de la Avenida Casanova, una rubia falsa y la otra ecuatoriana, las llevaron bajo quimeras de pie nic nocturno por una carretera rudimentaria que trepa los contrafuertes del Avila, las obligaron a sumergirse en el más intrincado de los matorrales, alimentaron una pira lustral con sus enaguas profesionales y sus zapatillas infatigables, las abandonaron desnudas y descalzas en aquel espinero, a manera de despedida las previnieron humanitariamente: ¡Tengan cuidado con las culebras que son mapanares!;

ni cuando oficiaron una bacanal babilónica en la mansión benemérita de la familia Bejarano, padre madre hijos andaban por Grecia en champú cultural, la casa quedó custodiada por un mayordomo portugués nacido en el siglo de las luces de carburo, ellos le atornillaron un candado exterior a la puerta del cuarto donde el octogenario adormilaba sus saudades, liberaron el champagne de las tinieblas de la cava, Mona Lisa con sus dos amigas (tan escolopendras como ella) desenfrenaron un strip tease con acompañamiento estereofónico y bachiano de La Pasión según San Mateo, al amanecer se cagaron coreográficamente en las alfombras persas;

ni cuando ocuparon posiciones estratégicas en el balcón del Cine Altamira, Frank Sinatra cantaba Strangers in the night o cualquiera de sus plagios, Ramuncho lo interrumpió con un eructo de hipopótamo, a esa señal Ezequiel y el Pibe Londoño derramaron gallinas cluecas y líquidos pestíferos sobre las cabezas de los espectadores de patio, la garganta alucinante de Ramuncho gritó ¡Terremoto!, ¡Corran, terremoto!, Victorino abrió la manguera de incendios para irrigar duchas terapéuticas sobre las histéricas fugitivas;

ni cuando se llevaron hasta un lugar cualquiera de El Junquito a dos imprudentes alumnas del Colegio Americano, las obligaron a beber una mezcla de ron con tequila capaz de emborrachar a un coronel trujillano, después les hicieron de todo a las catiritas beodas, menos lo principal para evitarse complicaciones;

ni cuando Dalila Montecatini, tras haber sido confidente de la patota y novia de William, convirtióse de buenas a primeras al puritanismo, Dalila Montecatini iba de casa en casa hablando horrores de ellos, No los inviten a esa fiesta, Son unos malandros, entonces ellos la desgajaron a codazos de su Volkswagen en una tarde vindicatoria, la arrastraron según las normas de la TV a una casa desalquilada, la amenazaron con acribillarle los senos, el bestia de Ramuncho esgrimía torquemádico ante sus narices unas tijeras de jardinería, ¡Pídenos perdón de rodillas!, ¡Bésanos los zapatos uno por uno!, ¡También los de William aunque no se hablen!, Dalila Montecatini se postró mahometana para defender la integridad de sus teticas;

en ninguna de esas jodas históricas se ha divertido tanto el alma deportiva de Ezequiel Ustáriz, estudia tercer año de Derecho en la Católica pero tiene un alma deportiva, como en este auto cross competido encarnizadamente en los peladeros de más allá de Prados del Este.

Te regodeas en evocar otra vez la epopeya y añades nuevos detalles que los inventas, Ezequiel, o quizás los olvidaste en la versión anterior.

Victorino y William dice Ezequiel levantaron en La Castellana un Mustang color crema, recién salido del cajón que lo trajo de Pittsburgh o de Chicago, los números del cuentakilómetros no llegaban a 100, el cuero de los asientos olía a zapato sin estrenar, No es una máquina sino un arcángel mecánico, Ezequiel. Únicamente los americanos dominan la ciencia de insuflar a los metales esa elegancia aerodinámica, esa ordenación de Paolo Uccello. ¿Quién sería su dueña, Ezequiel? Supongamos: una dama despreciativa que hace pupú en francés, esconde los dedos en perfumados guantes negros, despilfarra las tardes en aspaventeras visitas de pésame, En Caracas ya no se puede vivir con este desorden, opina.

Nosotros por nuestra cuenta dice Ezequiel, el Pibe Londoño y yo le echamos bolas a un Mercedes Benz, no tan nuevecito como el Mustang, pero también casi virgo, modelo de este año, equipado a todo meter, aire acondicionado, radio Telefunken, tocadiscos Philips, salta a la vista que su dueño es esclavo de la buena música, Ezequiel, dispone de medios económicos para escuchar el Andante de Júpiter a 80 kilómetros por hora. ¿Quién sería el dueño, Ezequiel? Supongamos: un médico que cobra ocho mil bolívares por cada operación de apendicitis, luego consuela cínicamente a la paciente que gimotea a orillas de la anestesia, No se preocupe, señora, esto es algo tan sencillo como sacar una muela, ocho mil bolívares, está podrido de plata.

Cogimos la carretera que tuerce hacia Prados del Este, usted sabe, después de la plazoleta dice Ezequiel. Victorino iba adelante fajado con el Mustang, yo le iba atrás con el Mercedes, a la cola echaba el bofe la camioneta de panadería full de jueces y testigos, no quería perdernos de vista la camioneta de panadería.

¿Qué panadero loco, Ezequiel, qué amasador de aberraciones se atrevió a prestarle su vehículo de reparto a Ramuncho?, porque era Ramuncho en persona quien lo conducía.

Como era más de medianoche dice Ezequiel el tráfico no fue problema, en el cerro se nos acabó el macadam, caímos en un camino en construcción, los obreros dejaron dos linternas prendidas, cojonudas para punto de largada de nuestra prueba de velocidad, en el primer round nos dieron una paliza, salimos con el rabo entre las piernas, no lo niego.