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No es posible derrotarlo, Ezequiel. Victorino era un desencadenado demiurgo de polvo y estridencias, las ruedas del Mustang se desplazaban a brincos de venado por entre terronales y desniveles, el Mercedes Benz se rezagaba plúmbeo y señorial, la carrera concluyó en seco frente a la mole difusa donde el camino se volvió cerro, Victorino acató en última instancia el clarín avizor de William, ¡Frena que nos matamos!, pero ya te había vencido, Ezequiel.

Entonces dice Ezequiel, habló con un énfasis hipócrita de la adversa confrontación preliminar, ahora se engalla sinceramentenos abrimos al terraplén para saber quién era quién en la pega decisiva, nos pusimos.

La sabana es un circo atestado por la impalpable muchedumbre de la noche, la sabana los llama, Ezequiel. Están listos para iniciar el juego bizarro que calibra el aguante real de las hermosas carrocerías, de los capós y guardafangos, de los perendengues que encubren el alma grasienta de las máquinas. La fe del Pibe Londoño te apuntala desde el asiento vecino, Ezequiel; asegura el Pibe que, si bien es cierto que los jerarcas alemanes asesinaron a millones de hombres en los campos de concentración (ancianos, mujeres y niños con nietzcheana preferencia, Ezequiel), no por ese motivo han dejado de ser expertísimos fabricantes de automóviles. Tú compartes su confianza en el milagro industrial alemán, Ezequiel, pero no olvidas que el antagonista del Mercedes Benz no es esta noche otro artefacto Equis sino Victorino al comando de ese artefacto. La audacia, la seguridad en uno mismo, equivalen a las tres cuartas partes de la pelea ganadas, desde el rey David hasta Fidel Castro, y esos son los ingredientes de Victorino, Ezequiel.

Nos pusimos frente a frente dice Ezequiel a veinte metros de distancia, el cornetazo de la camioneta de panadería daría la señal, Ramuncho la dio y.

Se embisten a mediana velocidad, tú esquivas el topetazo inminente, Ezequiel, lo esquivas a escasas pulgadas del navio burriciego que viene en sentido contrario, hiciste bien, Victorino nunca pensó apartarse, tan rasante es el cruce que el garfio derecho del parachoque deí Mercedes se lleva en claro el guardafango trasero del Mustang, un clan clan pordiosero se arrastra por la sabana, le diste duro, Ezequiel.

Comprendí la importancia de un segundo carajazo dice Ezequiel y me devolví en semicírculo cerrado.

Las ruedas del Mercedes chirrían exasperadas sobre el tierral, bravo, Ezequiel, tu viraje violento sorprende a Victorino a mitad de la extendida elipsis que había planeado, la poderosa quilla del Mercedes se estrella contra el capó del radiador del Mustang, lo retuerce en pliegues de acordeón humeante y quejumbroso, lo jodiste, Ezequiel.

Con eso sobraba para dejarlo fuera de combate dice Ezequiel pero se trataba de Victorino, un rodillazo del Pibe Londoño me informó que el Mustang venía persiguiéndonos, ¿sería el fantasma del Mustang, verdad?

En efecto, Ezequiel, a tu espalda se oye el bufido jadeante del motor aporreado, se oyen los alaridos anglosajones de William, cualquiera pensaría que es Rudyard Kipling en acoso de indígenas. Tú intentas vanamente alejarte del envión, Ezequiel, rechinan desfondadas las costillas del Mercedes, el Pibe Londoño se va riesgosamente contra los cristales, por poco se parte la frente, un olor pertinaz a gasolina vertida serpentea entre las sombras. Pero aquella arremetida, Ezequiel, es tan sólo el último aliento de pelea que se saca Victorino, no de la máquina vencida sino de sus propios. Tú logras desprenderte del amasijo en un nuevo desgarramiento de cables y tornillos, las linternas de la camioneta de Ramuncho enfocan en la lejanía un guiñapo cremoso, un derrumbado gallo de riña, un agónico manantial de agua hirviente de cuyas entrañas emerge Victorino maldiciendo a George Washington personaje totalmente ajeno a aquellos sucesos y en seguida sale William por la misma portezuela, la otra es una lámina ciega y tumefacta que no volverá a abrirse jamás.

Pretendimos celebrar la victoria con una vuelta triunfal del Mercedes por los bordes del terraplén dice Ezequiel pero también el Mercedes se había vuelto mierda, a los veinte metros se quedó parado, se quedó parado, imponente pero inservible como la estatua de un general, Ezequiel. Los pasajeros de la camioneta, con Ramuncho a la cabeza, acuden a la ceremonia ritual de repartirse los despojos. Tú, el victorioso, te has reservado la radio resonante del Mercedes, el Pibe Londoño carga con dos neumáticos banda blanca, se los merece, Ramuncho hurga las entrañas del Mustang en cirugía de órganos susceptibles de transplante, los testigos hacen su agosto, a excepción de un catire exterminador, éste se concentra a descuartizar los cueros ostentosos de los asientos con una navaja barbera que se saca del bolsillo del pantalón, libera cerdas y resortes sin propósito utilitario, por joder no más. ¿Qué se hizo Victorino, Ezequiel?

Victorino dice Ezequiel y no disimula su satisfacción se fue por entre el polvo y la oscuridad con las manos vacías, no estaba acostumbrado a las derrotas, no sabía lo que era perder una, lo alcanzamos a la media hora, le ofrecimos un puesto en la camioneta, insistimos, discutimos, No seas terco, No seas pendejo, qué palabras tan perdidas, tuvimos que dejarlo solo con su arrechera y el amanecer.

Victorino Perdomo

Me esperas temblorosa como la piel de una potranca antes de la carrera, Amparo, yo me desamarré de militancias y de preocupaciones a la puerta de tu apartamento, dejé mis ideas dobladas como un periódico debajo de una botella de leche, dejé en el ascensor el minúsculo pizarrón de mi memoria donde está dibujado el plano del banco y la posición exacta de los cajeros, dejé también mi furor juvenil que reclama escombros y cenizas para edificar la justicia sobre la pureza del guarismo cero. Yo desnudé, imaginaba haber desnudado mi mente de importunas vestiduras, antes de desnudar mi cuerpo de telas convencionales para enfrentarme virilmente a ti que me abriste la puerta con tus manos olorosas a jabón y a ternura, envuelta en una bata de flores azules, alumbrada por una sonrisa que, por el camino vine exprimiendo recuerdos, reconstruyendo gozos y orgasmos, tantas muertes vividas en tu compañía desde el mediodía en que salpicaste de rojo tus sábanas y anunciaste la rasgadura del himen con un pequeño grito de ratón. Por el camino vine pasando revista a nuestras primeras torpezas, yo te enseñé a hacer el amor, yo aprendí contigo a hacer el amor, un alambique de curiosidad y deleite convirtió nuestras timideces iniciales en refinamientos, fuimos descubriendo un bosque denso y dulce de cuyas secretas brasas nadie nos había hablado, cuya descripción no habíamos leído en libros ni contemplado en pantallas de cine, Amparo de mi alma. Ahora no existe comisura de tu cuerpo que yo no haya conocido y saboreado, no existe arista de mi cuerpo que no hayan transitado tus manos y tus labios, has inventado palabras con tu cabeza presa entre mis rodillas, he bebido tu savia y tu sudor a la sombra de tus sollozos, hemos calcado las actitudes de los animales y de los dioses, hemos quemado nuestras jaleas blancas en una misma llama, hemos gemido bajo un mismo relámpago de leche y delirio.

Después del largo beso húmedo junto a la ventana, Amparo, caminas silenciosa hacia tu cama, te despojas de la bata florida, te extiendes morena desnuda desafiante en mitad de la blancura. El comandante Belarmino desarma al policía de guardia, un mulato ladino que le entrega el revólver sin mirarle la cara. Yo me quito la ropa lentamente, Amparo, dejo caer los calzoncillos a mis pies, mis sentidos me llevan a tu querida mariposa negra, a tus muslos serenos que la custodian, a las puntitas de tus senos endurecidas por mi presencia, a tu boca entreabierta y tus ojos cerrados, a ti, Amparo, la rosa entera. Tras los cristales del Chevrolet negro se entrevé el perfil tenso de Valentín, a su lado Carmina suspira con la beretta de cuarenta tiros entre las piernas. Voy hacia ti descalzo, tú adivinas mis pasos sin abrir los ojos, me reciben tus brazos extendidos, tu boca revolotea a caza de la mía, me muerdes tiernamente las palabras, me atraes hacia el fogaje de tu vientre. Yo le coloco el revólver a un milímetro de la frente, le grito ¡Levante las manos que es un atraco!, el cajero aterrado se. De golpe me sacude un presentimiento, Amparo, no voy a poder cumplirte, todo lo que hagamos será tiempo perdido, ineficaces tus caricias, inválidas mis armas, yerta mi sangre, carajo.

Y así sucede. Tus dedos no logran entender el lacio reposo que palpan, tus muslos desconocen la desvaída indiferencia que los desaira. ¿Te sientes triste?, preguntas. ¿Te sientes lejano? preguntas. ¿Te sientes enfermo, amor mío? preguntas, te ciñes como, yedra a mi sudor, tu boca se desenfrena dentro de la mía, toda tú eres un inmenso deseo desplegado, no voy a poder cumplirte, estoy seguro, Amparo, maldito sea.