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Algún ángel te aconseja dejarme en paz, Amparo, te levantas sin ruido, mis ojos intimidados ven como se aleja tu espalda morena, te detienes pensativa junto al tocadiscos. Inunda tu cuarto una música que ha sido cómplice predilecto de nuestras más desvergonzadas entregas, de nuestras confesiones más serviles, de nuestros juegos más indecorosos. I can't say nothing to you but repeat that Love is just a four letter word, canta Joan Baez, su canción adquiere esta vez profundidades de salmo, congoja de elegía que ahonda mi trauma, mi único consuelo es saber que esta vaina va a finalizar pronto, dentro de unos minutos estaré lejos de aquí, me duelen las sienes, se me ha secado la garganta, lejos de aquí.

Pero tú no te resignas, Amparo, todavía desnuda y cavilosa enciendes un cigarrillo y te envuelves en humo, ahora estás de frente, la luz vermeer de la ventana cabrillea sobre tus senos, aplastas sobre el mármol de la mesa el cigarrillo recién encendido, vuelves hacia mí segura de tu esencia y de tu mojadura de mujer enamorada y de tu aroma y de tus manos. ¿Y si hay tiros?, si hay tiros será necesario saltar por encima de un cadáver para impedir que salten por sobre el tuyo, cono. De nada vale, Amparo, el cosquilleo de tu lengua en mis oídos, los capullos de tus pezones retozando a ras de mis labios, la ondulación suplicante de tu cuerpo sobre el mío, me causas daño físico en el sexo estrujado y afligido, te digo una vez más Hoy no es posible, tú replicas tercamente Siempre es posible, y así luchas contra mi desaliento hasta que te convences de que no es posible.

Entonces has mirado el reloj. Falta muy poco para el regreso de tu madre, ya salió del trabajo, subió al autobús, viene rodando por entre semáforos y pregones, Vístete ligero, me visto más ligero de lo que pensabas, lo importante es encontrarse lejos de aquí, sufrir o resignarse pero lejos de aquí, tú sonríes afectiva sencilla adorable reconfortante: Qué tonto eres, te espero mañana a esta misma hora, chico, ¿y si hay tiros, Amparo?

(Hubo una época idílica en que todos estuvimos de acuerdo, nemine discrepante, nadie lo imaginaría al vernos tirándonos de las greñas, existió verídicamente aquella Jauja del espíritu, aunque usted no lo crea, lector escéptico, le explicaré. Todos a una nos sentíamos hasta la coronilla del dictador, quosque tándem esa vaina, un regordete engreído, mediocre, cruel, que se creía Napoleón y no alcanzó al ombligo de Tartarín cuando le llegó la hora de demostrar qué tipo de héroe francés le correspondía. Lo bochornoso fue que logró infundirnos pánico bíblico, tan armado hasta los dientes andaba, tan decidido a perpetrar crímenes se mostraba, tantos había perpetrado. Pero el día menos pensado el rebaño se volvió avispero, y lo tumbé, lo tumbaste, lo tumbó, lo tumbamos, lo tumbasteis, lo tumbaron. Y al despertar nos sacudió la euforia fuenteovejúnica de haberlo tumbado, como una tribu africana que danzara alrededor del hipopótamo muerto acribillado por sus flechas. El señor ateo salió a pasear del brazo con el señor obispo, y el señor obispo compartió su chocolate con el señor ateo, Sírvase una taza más. El compañero capitalista palmoteo con efusividad indulgente las espaldas sudadas del compañero obrero, y el compañero obrero le pidió la bendición al compañero capitalista. El camarada joven se postró vasallo ante la experiencia canosa del camarada anciano, y el camarada anciano cantó loas a la rebeldía barbuda del camarada joven. Los militares cortaron miosotis en los jardines públicos ante el asombro civilista de las maritornes. Los campesinos llevaron sus niños al banco para que arrojaran cacahuetes a la Junta Directiva que les hacía guiños sandungueros detrás de la reja. La inmarcesible Liberté degeneró en diosa de medio pelo, la apetitosa Egalité se unió al menoscabo de su hermana, los incensarios perfumaron exclusivamente a los pies de la tercera, la excenicienta, mademoiselle Fraternité, signorina Unitá, miss Concord, fráulen Einigkeit. Entre tanto, el dictador fugitivo trasegaba nostálgicos tom collins en el bar del hotel Fontainebleau, Miami Beach, revisaba las cifras de sus depósitos bancarios, sumaba dólares con francos suizos, pasaban de 120 sus millones, y se reía, se reía, como el espíritu burlón de un poeta español llamado Emilio Carrere, injustamente olvidado).

Estamos sentados los tres a la mesa, como antes, ante el humo aldeano de la sopa y la mansedumbre de los panes. Mi padre, Juan Ramiro Perdomo, ha regresado de su cárcel lejana, aureolado por un prestigio público que jamás ha solicitado. Los periódicos hablan de su estoico comportamiento en las torturas, de cómo afrontó los salivazos del interrogatorio, el hambre y la sed dosificadas con la intención de ablandarlo, los filos metálicos que le tasajeaban los pies, no le puso atención a las preguntas viles, los mandó al carajo, esa fue su única declaración. Los periódicos hablan también de sus años de reclusión en la cárcel de Ciudad Bolívar, allá sembró hortalizas, enseñó gramática, historia, geografía a los presos del pueblo. Sus amigos vienen a visitarlo, lo abrazan orgullosos de ser sus amigos, le dicen Eres un verdadero comunista, ese es el único elogio que le satisface oír.

Porque mi padre, Juan Ramiro Perdomo, no hace alarde de las prisiones que ha sufrido, no les atribuye rango de proeza, las considera un accidente que ha podido ocurrirle del mismo modo a cualquier otro de sus compañeros de fila. Justamente por eso es que yo digo en todas partes, sin que me lo pregunten, Juan Ramiro Perdomo es mi padre. Está sentado a la cabecera de la mesa, entre Madre y yo, desdobla su servilleta, se sirve la sopa que Madre ha cocinado con verduras y amor, y dice:

¡Cuéntenme cosas! ¡Cuéntenme cosas!

Quiere enterarse de los grandes acontecimientos que ocurrieron en el mundo durante su ausencia, cómo y cuándo los soviéticos lanzaron el sputnik, qué fue lo que dijo Kruschef contra Stalin en el veinte Congreso, él estaba preso e incomunicado, a su celda no llegaba sino el ladrido de los perros. Madre lo va informando con su dejo de maestra de primaria, a veces me cede la palabra:

Ese otro asunto lo conoce Victorino mejor que yo.

Mi padre quiere saber minuciosamente cómo tumbé, tumbaste, tumbó, tumbamos, tumbasteis, tumbaron al dictador. No se da cuenta de que él, desde su calabozo, participó en el derrocamiento con mayor contundencia que nosotros los de afuera. Fueron ustedes, los presos, quienes en realidad lo tumbaron. Yo, Victorino Perdomo, estudiante de segundo año de Sociología que se batió a pedradas contra las ametralladoras de la policía, pequeño burgués que subió a los cerros para incorporarse a la furia endemoniada del populacho, yo hacía eso por sacar mi preso, porque a toda costa quería hacerme digno de mi preso, por más nada.

No idealices, Victorino, no idealices dice mi padre. Explícame más bien cómo los sindicatos deshechos pudieron organizar una huelga general, quién agrupó a los intelectuales, en qué forma se solidarizaron los marinos, de dónde sacó armas el pueblo.

Con ayuda de Madre le hago frente a aquel castañeteado de interrogaciones. Madre se ha transformado en viviente aleluya, ha florecido completa como los bucares, quemó su tristeza en las calles junto con los cromos del dictador que los demás quemaban, nunca la sospeché capaz de soportar sobre sus frágiles hombros el Peso de tanta dicha. Su nerviosidad de quinceañera la hace más linda, se levanta sin ton ni son de la mesa, regresa escoltando a Micaela que trae en alto como la cabeza de Jokanahan aquellas chuletas de cerdo cuyo recuerdo me suscitaba alucinaciones en el Patio del internado, se ríe en semitrino cuando mi padre (mi padre nunca ha tenido gracia para las tertulias caseras) arriesga tímidamente una respuesta que aspira a ser chistosa. Sin embargo, allá en la buhardilla de la alegría de Madre creo sorprender un candelabro parpadeando, acaricia los cabellos de mi padre melancólicamente como si temiera perderlo, acaricia mis cabellos como si temiera perderme, se le van a escapar dos lágrimas de asustada felicidad, se escapan.

Victorino Pérez

A Dios gracias la casa de vecindad donde Mamá vive todavía (Mamá no ha dejado un día de amasar arepas) no queda lejos del Hotel Lucania, Victorino se siente en condiciones de llegar hasta allá cojeando y maldiciendo, pegado a la pared como los perros sarnosos, empapados los pantalones negros con la sangre de Blanquita, manchada la franela en cuyos grises el rojo resalta delator, no son sino doscientos metros escasos, Victorino conoce de memoria la trayectoria propicia para evitar encuentros a esta hora de la mañana, al doblar la esquina se desliza a lo largo de la tapia anodina (casi una cuadra entera sin una sola puerta) de un depósito de materiales y máquinas, luego atraviesa la calle, deja atrás un recodo comercial que aún no ha despertado de un todo, desfila cabizbajo ante tres ventanas inevitables de gente conocida, finalmente se escurre en el pasadizo de la casa de vecindad, la gorda del número 1 está durmiendo, no ha tropezado a nadie que se fijara en él, aparta con un hombro la cortina de cretona, entra en la pieza de Mamá como si volviera otra vez de la escuela, ella está cocinando tal como la dejó hace tres años, desvía la cabeza del humo y ve al hijo plantado en el centro del cuarto, se acerca enmudecida y lo besa en la frente, él dice con voz aniñada (solamente la ha usado en su vida cuando se dirige a ella) Quiero cambiarme de ropa, Mamá no hace preguntas, se limita a sobar las manchas de sangre para indagar si hay heridas debajo de la humedad, se sosiega al comprobar que la sangre no es de Victorino, entonces se lava las manos en el fregadero, abre el baúl oscuro que persiste inalterable junto a su cama, comienza a remover prendas de hombre, Victorino se quita la franela gris y los pantalones negros, hace de esos trapos un bulto y lo tira debajo de la mesa, espera en calzoncillos que Mamá encuentre lo que busca, ella le tiende unos pantalones de kaki que lo quedan un poco anchos y una camisa moradoarzobispo a la cual también le sobra tela, Victorino ignora a qué hombre perteneció esa ropa, tampoco siente la curiosidad de preguntarlo, Mamá llora sin aspavientos, él simula no advertir sus lágrimas, ella desmonta de una repisa la lata de Quaker donde guarda sus monedas, se las entrega íntegras a Victorino, quince bolívares, ambos comprenden que él no puede quedarse bajo este techo sino el tiempo preciso, será el primer lugar allanado por la raya, ya estuvieron aquí varias veces cuando mató (tuvo que matarlo) al italiano, él se pone la holgada ropa ajena, guarda los quince bolívares en uno de sus nuevos bolsillos, Mamá lo sigue hasta la cortina de cretona para despedirlo, Jesús te ampare, y son las únicas palabras que ella pronuncia durante.