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"como sé que te gusta el arroz con leche en la puerta 'e tu casa te pongo un baile",

sin embargo le duele el tobillo. La prostituta anfitriona a quien apodan la Venadita, y no por la ligereza de sus cascos sino por los deslices subsidiaros, se ha desnudado exclusivamente para Victorino, se culipandea enmarcada por el dintel que se abre al sol del patio, los brazos en alto para mostrar las axilas y diagramar con sus tres nidos negros un incitante triángulo de pelos nocturnales, el sostén rosa pálido que le oculta los senos malgasta su inocencia sobre la piel aceitunada, también se quita el sostén, a Victorino se le engrifa el libido, está dispuesto a echársela al pico sin pedir licencia a los dos amigos que fuman sentados en el suelo, la aparición doliente de Blanquita le arruina la intención. Blanquita surge a los primeros compases del ballet del quirófano, un encamisado le lava la herida con suero fisiológico, otro le liga los vasos rotos con hilachas sacadas de tripas de animales, un tercero le sutura la piel con fibras de algodón, el último le hunde en los blandos una inyección antitetánica, al final se marchan en indolente pas de quatre, la dejan reposando boca abajo, adhesivos le cuadriculan las nalgas, una bolsa de hielo es la montera del culo, ¡ole! A más de dos kilómetros de distancia las cosas suceden tal cual Victorino las está mirando en su refugio de Pro Patria, tan sospechosa telepatía lo impulsa a regresar prudentemente a sus terrenales limitaciones, brujerías ni de vaina, Victorino. El prisma se funde en generatriz, la generatriz se desplaza hasta hacerse tangente de, la tangente se ovilla en lemniscata, la lemniscata se parte en dos círculos, uno de los círculos se achata en elipse, la elipse se despliega en parábola, la parábola se retuerce en espiral, la espiral desciende vaporosa al cerebro que la engendró, el cubito y el radio de Victorino recuperan el cuerpo cabal de Victorino, el Corazón de Jesús se reintegra resignado a su pared, la Venadita le guiña un ojo (a Victorino) desde la puerta que se abre al sol del patio, no era cierto que se había quitado la ropa, ¿no hay más yerba?

Segundo arrebato de Victorino Pérez:

El malandro del párpado hinchado saca del bolsillo una cajita de fósforos, es mafafa lo que tiene adentro, lía un tabaquito, él mismo se lo enciende a Victorino, es una madre para él. En este segundo viaje Victorino se somete al asalto (acuden por su propia voluntad, no las llama como perritos) de cosas pasadas que vuelven a suceder sin cambiarse una coma, idénticas, las vive por otra y mismísima vez. Tal es el caso de la muerte del italiano (tuvo que matarlo), Victorino había conseguido tejer un petate de olvido sobre ese trago amargo, al menos sobre sus detalles más jeringosos, qué vaina, hoy resucita el episodio completo sobre la cal de la pared, como si un proyector estuviera denunciando sus movimientos a cámara lenta, ahí está la calle.

Son las seis de la tarde de un miércoles de ceniza, Victorino estuvo anoche bailando y bebiendo con Blanquita en el Palacio de los Deportes, ella tenía medio antifaz sobre los ojos y un lunar pintado en la barbilla, una botella de Caballo Blanco servida con hielo y soda los dejó sin lana, ciento veinte bolívares le cobraron esos ladrones, esta mañana amanecieron vaciados los bolsillos de Victorino, nublada su pensadora, decidió tirar un atraco para resarcirse de los vejámenes, Crisanto Guánchez se negó a acompañarlo, no le gusta trabajar a la luz del día, mucho menos con los nervios destemplados por la pea de la noche antes, Crisanto Guánchez sabe lo que hace.

Victorino ha escogido la sastrería del italiano porque está situada en la barriada de Caracas donde él aprendió (en la escuela no aprendía un sebo) a jugar pelota cuando desertaba de la escuela, es un baqueano en las complicaciones de este arrabal, a los veinte metros de fuga doblará la esquina, el estacionamiento de carros limita al fondo con una quebrada que ha explorado trescientas veces, un trecho más allá volverá a subir a la superficie, habrá desembocado en un bloque de apartamentos, ese laberinto de paredes y escaleras es también pan comido para él, ni Dick Tracy le seguirá las huellas después de la operación atraco, ni ese detective de la televisión, el de la cuerda floja.

Sin embargo, cuando se para a contemplar los casimires ingleses (de Maracay) que cuelgan en la vidriera, el roce de una mano invisible y fría (bajo cero) en las mochilas le indica que el asunto va a salir torcido, siempre le ha costado caro a Victorino no hacerle caso a los presentimientos. Son cobardía disfrazada, dice, los hace huir a sus cuevas como cucarachas, ahí está su error, el italiano de la sastrería se lo queda mirando desconfiado y sargento, es la hora del cierre, Victorino no tiene aspecto de cliente que viene a tomarse las medidas.

¿Qué desea? pregunta malencarado.

Victorino está a punto de responderle Nada, a punto de dejar el achaque para otro día, pero se le encorajina el Victorino que nunca se echa para atrás, ¿Te chorreaste, negro? Y en vez de escurrir el bulto debajo de un pretexto (¿Me puede prestar el teléfono un minuto, señor?) cualquiera, saca de un manotazo el revólver, se lo enfrenta a la altura de la corbata, le grita en ráfaga las consignas de rigor, ¡No te muevas que es un atraco!, ¡Levanta las manos o te meto un tiro!, ¡Suelta el reloj y lo que tengas encima!

Pietro Lo Monaco, que así se llamaba el sastre según los periódicos de mañana, levanta las manos pero se obstina en clavarle unos ojos desafiantes de camisa negra. ¿Cómo puede imaginarse Victorino (también lo sabrá por los periódicos de mañana) que este no es un sastre común y corriente, ni un campesino siciliano metido a sastre, sino un ex combatiente, o ex criminal de guerra, ex futbolista de los que juegan con uniforme y réferi, ex ciclista de los que corren numerados, profesor de trucos y zancadillas para derrengar al prójimo? Victorino engatilla el revólver, ¡Pon tus cosas sobre el mostrador!, el hombre comienza por el reloj y el anillo de matrimonio, no deja de mirar a Victorino con vitriolo de enemigo mortal, ¡Pon también la cartera!, y él no le obedece, amaga un tic raro de kárate, a Victorino no le queda más camino que zamparle un tiro en una pierna para quitarle los brinquitos japoneses.

La verdad es que ya el atraco falló, como falla todo atraco desde el momento en que suena un disparo, el único interés de Victorino es la huida, ya el atraco falló, Pietro Lo Monaco ha saltado cojeando a tapiarle la salida a la calle, ¡Estúpido, voy a tener que matarte si no me dejas pasar, bestia!, el italiano no lo oye, no quiere oírlo, se arma de unas tijeras enormes, se atraviesa ante la puerta con su metro noventa de altura y su pechóte de Mussolini, Victorino tira al suelo las prendas que el otro había colocado sobre el mostrador, le ofrece una paz honorable, ¡Ahí te dejo tus vainas!, ¡No me obligues a matarte!, ¡Déjame salir!, no quiere oírlo, el peligro avanza hacia él con sus tijeras asesinas, Victorino no se explica cómo este cretino logró salvar el pellejo en la guerra, ¡El destino me lo tenía reservado a mí, cono!, piensa, apunta filosóficamente al centro del pecho, le mete un balazo que lo tiende patas arriba. Antes de salir disparado, y para justificarse ante la historia, Victorino intenta arrancarle la cartera del bolsillo trasero del pantalón, Pietro Lo Monaco agonizante defiende sus liras que todavía son bolívares, las defiende con furioso apego a los bienes de este mundo que abandona.

El episodio concluye cuando Victorino se abre paso por entre los curiosos y sus miedos, dos mil moscas acudieron a la rica miel de los disparos, ¡Me dejan pasar o los mato a todos!, ladra Victorino, el grupo se abre en dos tajadas como el Mar Rojo, un minuto después se arrepentirán de su prudencia, saldrán en bandada a perseguirlo, ¡qué esperanza!, ya Victorino es un microbio perdido en los recovecos de la quebrada, me agarraron el sábado, tres días después, Blanquita, en la querencia tuya.