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Victorino arrebata de un manotón la ametralladora que yace muda junto a la cadera de Crisanto Guánchez, del cadáver de Crisanto Guánchez para ser más exactos. El tiro fue en la nuca, un balazo de esos que no conceden indulgencias de Ay mi madre, traen la muerte escriturada desde que los vomita el fusil. Victorino hace trizas la ventanilla posterior del carro con la culata de la metra, se pone a disparar por entre el tragaluz de vidrios rotos.

Un atraco tan limpio, una faena tan concienzuda como fue la de la joyería, quién iba a imaginarse este desenlace, acorralados por cinco, más bien cincuenta patrullas, por un hormiguero de policías que tiran a sacarte las tripas, pataleando como ratas en la trampa de una calle ciega, no hay salida para ninguno, salvo para Careniño que ha huido por los tejados con el maletín de joyas y la caja de cuero, tampoco hay salida para Careniño, será un milagro de la Providencia si llega.

Habían dejado muy lejos la joyería, y los guiños publicitarios de Sabana Grande, y el vivac circular de la Plaza Venezuela, y los estadios ululantes de la Avenida Roosevelt, ya el Oldsmobile enfilaba hacia las murallas del Cementerio, hacia el sitio donde se dispersarían para encontrarse de nuevo al clarear la madrugada. En la Roca Tarpeya, en el rancho de la Negra Clotilde, repartimos el botín, nos bebemos un par de botellas, tú, Curita, te quedas a tirar con ella como siempre, dijo Crisanto Guánchez. La Negra Clotilde los esperaba contando los minutos, embullada por sus tres pecados capitales favoritos: la avaricia, la lujuria y las ganas de beber ron.

Victorino dispara sin esperanzas, con el entrecejo arrugado de los violentos y los labios crispados de los temerarios, el David del Bernini con una ametralladora entre las manos. La tartamuda es una bicha francesa, una Hotckiss que chisporrotea alegremente su mensaje. Victorino se ve obligado a apartar de un codazo el cadáver de Crisanto Guánchez que se le viene encima, le estorba los movimientos con su hemorragia pegajosa y su petrificada pesantez. El Curita dispara el revólver de vez en cuando desde la portezuela izquierda. Ni hablar de Madison, herido desde la primera ráfaga, se queja broncamente, esgarra doblado sobre el aro del volante.

La culpa fue de Madison, quién iba a sospecharlo. Madison tan veterano, tan verraco, tan sangre fría, no existe en el hampa criolla otro chofer que lo iguale en el trance de conducir una huida. Madison esta noche perdió la serenidad como un principiante, parece increíble. Se toparon con una radiopatrulla que venía de Los Rosales, una inofensiva patrulla en recorrido de vigilancia rutinaria, jamás se habría fijado en ellos si Madison no se desgobierna, aceleró sin necesidad, dobló atolondrado a la derecha en la primera esquina, no hizo caso de la luz roja, se metió contra la flecha.

El pobre Madison tiene un tiro feo de venado en la espalda, vomita sangre de bruces sobre el volante, lo sacude un ronquido sincopado y agónico. Careniño ha huido con el botín, autorizado por todos en un esfuerzo desesperado por salvar algo de aquella tempestad de plomo. Estas fueron las últimas palabras de Crisanto Guánchez: "Tú, Careniño, sal en carrera, llévate el maletín, llévate los billetes, métete por aquella puerta, súbete al techo, corre, después veremos, corre…" y ahí fue que le entró el balazo en la nuca. Careniño obedeció las órdenes del jefe muerto, le sacó cuatro lances a las balas, se perdió en el hueco de la puerta, anda por los tejados, sería un milagro de la Providencia si se salva, el barrio entero está cercado por los matones.

Fue por eso, porque se comió la luz roja, porque se metió contra la flecha, que la patrulla entró en sospechas y se decidió a perseguirlos, al principio como quien no quiere la cosa, luego aumentó la velocidad a medida que Madison aumentaba la suya, ¡No sigas contra la flecha, estúpido!, ¡Cruza a la izquierda, animal!, pero Madison no oía los gritos de Victorino y de Crisanto Guánchez, había dejado de ser Madison. Hasta que la patrulla se quitó la careta, enfiló contra ellos a cien kilómetros, puso a chillar la sirena, les hizo el primer disparo, ¿qué le pasaba a Madison?

Está ahí mal herido, acaso muerto, ha dejado de quejarse, ya no se mueve el pobre Madison, todo por su propia culpa. Se escucha una maldición estrangulada del Curita, ¡Se me acabaron las balas, cono!, un segundo después hace lo que tenía pensado, abre la portezuela, se lanza al descampado. Los faros de un carro militar lo iluminan arrodillado sobre el cemento, chillando, ¡Me rindo!, ¡Me rindo!, ¡No me maten!, ya va a llorar. Victorino ha quedado solo dentro del automóvil, Crisanto Guánchez está muerto, Madison también está muerto, Victorino sigue tableteando su ametralladora, definitivamente solo, definitivamente.

La patrulla pedía refuerzos con la sirena, con el relampagueo de las luces del techo, con los radiotransmisores, sembraba alarma y pedía refuerzos. Era más rápido el Oldsmobile que el automóvil policial, comenzó a tomarle ventaja, se le perdía de vista, la sirena se desgañifaba enfurecida. Madison había recobrado el dominio de sus nervios, pisaba el acelerador como un Fangio, era el mismo Madison de. El Curita disparó dos veces su revólver contra los perseguidores, dos candelazos que les aconsejaban ser más precavidos. La fe en su buena estrella retornó al corazón de Victorino, se iría a Colombia por un tiempo. Careniño volvió a pensar que se gastaría su cuota del botín con las putas.

El Curita sigue arrodillado y gritando ¡Me rindo! pero no le hacen caso. Victorino se ha acostumbrado al silbido fugitivo de las balas, al chasquido de las balas contra los latones del auto, no cesa de apretar el disparador, ya no sabe por qué ni para qué. A Blanquita no le llega el sueño, a la oscuridad su cama de hospital no llega el sueño, tampoco Mamá duerme esta noche, ambas oyen tiros lejanos, gritos de muerte, creen oírlos. Victorino regresa de la quebrada donde conoció a Crisanto Guánchez, debajo de aquel puente se hizo pana suyo para siempre, ¿te acuerdas, Crisanto, mi hermano? El loro de don Ruperto iza sus palabrotas por encima de los disparos, de los insultos de los policías, de la negrura estruendosa de la noche, ¡adiós, hijoeputa!, grita el loro.

Un maleficio del diablo, un ensalmo de brujas pesaba sobre el alma de Madison, no hay otra explicación. Ya las luces de la patrulla no eran sino una llamita borrosa, ya los policías se habían resignado a no alcanzarlos. ¡Se nos fueron esos carajos!, cuando Madison desvió el Oldsmobile a toda velocidad hacia el tragadero de esta calle ciega, taponada, sepulcral. A un tris del escape la fuga se pasmó en frenazo impuesto por una pared conminatoria. La Judicial, la Digepol, la Policía Municipal, la Guardia Nacional, el Ejército, todos los cuerpos armados de la República han acudido a librar aquella batalla desigual e implacable. Crisanto Guánchez está muerto, Madison está muerto, el Curita ha roto a llorar porque no toman en cuenta sus voces de rendición, Victorino se ha vuelto loco, definitivamente loco con una ametralladora sin balas entre las manos, más allá de los tiros burbujea la música obsesiva de una radio, "ese toro enamorado de la luna", quisiera confesarte una cosa, Blanquita.